Será, como ha sido, ajustándose al concepto, una feria. Solo que en vez de productos agrícolas, maquinaria industrial, bondades del turismo isleño, espirales políticamente inocuas de Chirino o cosas en general de Dámaso, lo que se venderá serán libros (y alguna piedra con poderes magnéticos, que también). Yo agradecería (sugerencia a los organizadores) degustaciones de quesos y canapés variados, pero no todo va a poder ser.
Es posible, además, que disfrutemos de días agradables, sin demasiado sol, pero sin viento, alguna nube borriquera, quizá, para dar ese paseo entre la multitud aparentemente afín. Igual hasta nos decidimos a comprar un libro. Para eso es la feria, en primer lugar.
Vamos ya con lo nuestro, que se me impacientan:
Qué puedo decirles de Gilead, una novela que consiste, grosso modo, en la extensa carta que le dirige un padre septuagenario, reverendo por más señas, a su hijo pequeño a modo de legado extraído de la memoria. Un diario sin fechas, en definitiva. Pues les puedo señalar, por ejemplo, que en ningún momento incurre en ese error de caer en la sensiblería a la que el tema se presta casi sin querer; tampoco, ni mucho menos, en el empalago autorreferencial o en el llanto por aquí, llanto por allá a lo que tan dados es, por ejemplo, algún ubicuo representante de la literatura local. Todo lo contrario: la autora hace que el narrador se exprese con tono contenido, a veces con un humor suave y chispeante a la vez, de tal modo que sus recuerdos se suceden dibujando el espíritu de un lugar y una época y, al mismo tiempo, perfilando el carácter de quien los narra.
La religiosidad impregna toda la narración, pero una religiosidad a veces panteísta (aunque no sea esa su intención, quizá) a la manera de los trascendentalistas norteamericanos del siglo XIX. Es quizá por ello por lo que no molestará a los ateos irredentos ni a los indiferentes en cuestiones teológicas.
Ya he señalado en alguna ocasión que no es lo mismo leer fácil que escribir fácil. Lo primero es lo que ocurre cuando leemos a maestras/os de la palabra, como, por ejemplo, a Marilynne Robinson y a sus traductoras, Montserrat Gurguí y Hernan Sabaté. Lo segundo es el error en el que incurren, una y otra vez, escritores de tercera fila que aspiran, sin ser conscientes del esfuerzo que supuso, a imitar esa facilidad (que sí, que también hay escritoras/es grandes que son difíciles de leer, pero no me refiero aquí a ellas/os), con los resultados deplorables que todos conocemos. El infierno literario está lleno de malentendidos como este.
Aquí extraigo algunos párrafos a modo de ejemplo:
Mi madre también estaba orgullosa en grado sumo de sus gallinas, sobre todo cuando el viejo se marchó y nadie le asaltaba el corral. Seleccionadas con juicio, el gallinero prosperó, dando huevos a un ritmo que le asombraba. Pero una tarde se formó una tormenta y una ráfaga de viento arrancó el tejado del corral y las gallinas salieron volando, succionadas por el vendaval, supongo, y también "comportándose como gallinas que eran", como reza el dicho de esta tierra". Mi madre y yo presenciamos el suceso porque, cuando había olido la llegada de la lluvia, me había llamado para que la ayudara a recoger la colada del tendedero.
Fue un desastre general. Cuando el techo golpeó la cerca, apenas una tela metálica clavada a unos cuantos postes que no resistió más de lo que lo habría hecho una mera telaraña, había gallinas alzando el vuelo hacia los pastos, gallinas alzando el vuelo hacia la carretera y gallinas sin intenciones claras, comportándose como gallinas que eran. Entonces, entraron en acción los perros de la vecindad, así como los nuestros, y en aquel momento la lluvia arreció de verdad. Ni siquiera podíamos llamar a nuestros perros. El alborozo de éstos adquirió un tinte de vergüenza, me parece recordar, pero los demás canes ni siquiera nos prestaron tanta atención. Nunca en la vida se lo habían pasado tan bien. (págs. 42-43)
A veces me siento como si fuera un niño que abre los ojos al mundo, ve cosas asombrosas cuyos nombres nunca conocerá y luego tiene que volver a cerrarlos. Sé que todo esto son meras apariencias en comparación con lo que nos aguarda, pero eso sólo las hace más encantadoras. Tienen una belleza humana. Y no puedo creer que, cuando todos hayamos sido transformados y dotados de incorruptibilidad, lleguemos a olvidar esta fantástica condición nuestra de mortalidad e impermanencia, el gran sueño luminoso de procrear y perecer que para nosotros lo significaba todo. En la eternidad, este mundo será Troya, creo, y todo lo que ha sucedido aquí será la épica del universo, la balada que se cante por las calles. Porque no imagino ninguna realidad que deje ésta en las sombras por completo, y creo que la piedad me prohíbe intentarlo. (pág. 66).
"Extraño es el fruto de la adversidad." Dese luego que sí. Cuando estoy aquí arriba, en mi estudio, con la radio puesta y algún viejo libro en las manos y es de noche y el viento sopla y la casa cruje, olvido dónde estoy y es como si durante un par de minutos volviera a encontrarme en tiempos de penalidades, y la experiencia destila una dulzura que no comprendo. Sin embargo, esto no hace sino realzar su valor. Lo que planteo es que nunca llegas a conocer la verdadera naturaleza de nada, ni siquiera de tu propia experiencia. O tal vez ésta no tiene una naturaleza fija y cierta. Recuerdo a mi padre agachado bajo la lluvia, con el agua goteándole del sombrero y dándome de comer la galleta con su mano tiznada, con las ruinas ennegrecidas de la iglesia al fondo y el humo alzándose donde la lluvia caía sobre las brasas. Recuerdo el aguacero y a las mujeres entonando La vieja Cruz nudosa mientras se ocupaban de todo con sus delicados movimientos, casi como si bailaran al son del himno. En aquella época, ninguna mujer adulta permitía nunca que la vieran con los cabellos sin recoger, pero aquel día incluso las venerables ancianas llevaban la melena suelta a la espalda, como si fueran colegialas. Resultaba muy gozoso y triste. Vuelvo a mencionarlo porque se me antoja que buena parte de mi vida quedó comprendida en este momento. La aflicción me ha devuelto más de una vez a esa mañana, en la que tomé la comunión de manos de mi padre. Sí, recuerdo aquello como una comunión y creo que eso fue, exactamente. (págs.107-108)
Así, la fuerza de la prosa se manifiesta en la firmeza del trazo de los personajes que van apareciendo: hechos de carne, hueso, sangre, virtudes y mezquindades, coraje y cobardía. Humanos, muy humanos, sin atisbo de afectación, encartonamiento o impostura.
Gilead, en fin, me parece una novela hermosa, por muy vacío que pueda ser el adjetivo. Me lo parece tanto por la forma: esa cuidadosa elección de las palabras, de la longitud de las frases y párrafos, la elección de las anécdotas y escenas; como por la moral que desprende: esos actos estúpidos y maravillosos de esos seres de destino siempre trágico que somos los humanos. Al fin y al cabo, es tanto una carta de amor a su hijo como una indagación en la propia existencia del padre y de sus amigos y vecinos. Una indagación que provoca una evolución del narrador a medida que avanza la escritura y que no podemos dejar de percibir. Es asimismo un espejo contra el que puede mirarse el/la lector/a: es posible que debido a nuestro cinismo y a nuestra mezquindad no estamos a la misma altura, que carezcamos de esa grandeza. Lo que no deja de inquietar, pero también de admirar. Digamos que la lectura de esta novela propicia que cierta calma reflexiva se asiente sobre nuestro ánimo, que cierta comprensión ampliada, que a buen seguro se desvanecerá con las horas, nos permita mirarnos y mirar a los demás de otra manera.
Qué simple aparenta ser, a veces, la belleza.
P.D. Tras escribir la reseña, y buscando otras sobre la misma novela encontré esta del famoso crítico literario James Wood, con el que coincido, curiosamente, en la selección de algunas citas.
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