jueves, 2 de diciembre de 2021

'El Salón de los Espejos Mudos', de Sergio Constán

Llevamos ya una temporada tocando el dichoso asunto de los premios literarios. Me atrevería a decir que la cultura española no se concibe sin ellos, y que la mayoría de la producción amateur, ese humus del que deberían brotar los escasos brotes de talento y creatividad, está meditada en función del ingente calendario de convocatorias por toda España, y sin descartar al resto de países de habla castellana.

En lo que a nosotros respecta (a Vds., público lector de este blog, y a mí), hace un par de meses, y coincidiendo con el primer programa del Polillas en Radio Guiniguada, sometimos a disección la novela Mediodía eterno, de Santiago Gil, que había resultado ganadora del Premio Benito Pérez Galdós (Cabildo de Gran Canaria). Anteriormente, hace unos años, Vs. de Sergio Barreto, Premio Benito Pérez Armas de 2016. Entiendo (a nadie se le escapa) que la concesión de un premio literario de cierta raigambre y con alguna proyección en los medios de comunicación proporciona una saliencia, una llamada de atención al público, es decir, una publicidad, en suma, que la hace destacar de toda la miríada de publicaciones, ya sean novedades o reediciones, que se ofrece al público cada año. Esto provoca, sin duda, que capte la atención hasta del crítico que más iconoclasta se presuma, que menos crea sentirse influido por las alharacas y jaculatorias en las atalayas mediáticas y de las maquinaciones del mundillo editorial-empresarial.

Por otro lado, cada día estoy más convencido de que no sentimos la lástima que merecen los miembros de un tribunal o jurado literario. Dando por sentado que ese concurso literario no está motivado por razones espurias ni que sus jueces o juezas estén aleccionados, es decir, que el certamen tenga intenciones nobles y honrada sea su decisión, la tarea de leer esas narraciones se me antoja agónica, angustiosa y cruel. Agónica por leer tanta obra bisoña, angustiosa por la expectativa de que la siguiente sea igual y cruel por la decisión de eliminarla sin contemplaciones.

Ahora lo entenderán todo:





Viene esto por las sensaciones, que transformaré en argumentos, que me ha suscitado la novela ganadora del XX Premio de Novela Benito Pérez Armas (que, en contra de lo que asegura la periodista Amalia García-Alcalde en su entrevista al autor en 20 de noviembre, está lejos de ser "marchamo de calidad"). Si El Salón de los Espejos Mudos, de Sergio Constán, ha obtenido el galardón, no me imagino lo malas que habrán debido de ser todas esas novelas descartadas. Ignoro si la decisión del jurado ha sido sencilla o, por esta misma razón, todo lo contrario. El embotamiento de las facultades mentales no puede haber sido sino pavoroso, me atrevo a escribir que cercano al desquiciamiento. No sé cómo puede uno salir incólume del trance de establecer una jerarquía en la que esta novela resultase ser la mejor.

En efecto, El Salón de los Espejos Mudos, trae consigo toda la panoplia de una novela deficiente en el plano estilístico, sin que el argumento resulte un prodigio de originalidad, ni mucho menos. Tenemos, y resumiré para no aburrirlos/as, el primer mandamiento de todo escritor primerizo (o incapaz de aprender): ningún sustantivo sin su adjetivo, ningún verbo sin su adverbio, ningún adjetivo sin su previo adverbio en -mente. El segundo, es la de ofrecernos un protagonista pedante e insufrible, que se regodea en sí mismo, borracho de pretenciosidad. El tercero: diálogos impostados, que se conciben como un despliegue de ingenio y cuyo resultado suele ser la grima. Cuarto: la exhibición de atrocidades. Es decir, el despliegue de una supuesta cultura, del narrador interpuesto por el protagonista, de tal manera que no es sino vanidad sin ambages, jactancia sin pudor.


Lisboa podía habérseme venido abajo de golpe y porrazo en lo que de ciudad adorable había representado siempre para mí, de no ser por la asistencia amable de un neoyorquino con oportunos pañuelillos de papel y de una de esas fuentes redondas al pie del castillo, de las que espero, por San Jorge, que no fueran antes blancos escogidos para las deyecciones aéreas. El nombre del sujeto americano: Mike Peluse. Su padre (y el esclarecedor porqué de su apellido): un napolitano emigrado en el año cuarenta. Su aspecto: el de un turista con tragedia vital a cuestas. Virtudes de inmediata detección: un abnegado sentido del auxilio y un imperturbable carácter para limpiar, con sus propias manos, ajenas cabezas humilladas desde el cielo. La mía, si ir más lejos. 

-No sé como agradecerle su atención. Ha sido usted verdaderamente amable. 

Todo ello lo pronuncié con ese inglés, tan inequívocamente español, que acostumbro a exportar por estos mundos de Dios. Aquel ángel de la guarda en vaqueros y camiseta con cita literaria movía la cabeza con modestia, pero no se decidía aún a abrir la boca. Sí que me habló, también en inglés, la frase de Confucio serigrafiada en algodón: "Estudia el pasado si quieres pronosticar el futuro". Creo que ninguna sentencia ha sido tan determinante para mí como aquel pensamiento del sabio de Lu. (Pág.s 12-13)


Durante el plácido trayecto que nos llevó de Alfama al Café Nicola, en la praça do Rossio, Peluse me habló de sí mismo. Acababa de cumplir treinta y dos años. Llevaba pocos días en la capital, con el objeto de visitar una exposición sobre papiroflexia, origami, como dicen los japoneses. Me sonaba aquello demasiado extraño, a cuento chino o, más apropiadamente, japonés, pero un cartel que anunciaba la muestra no distaba dos metros de nuestra mesa, corroborando su afirmación. 

-Dois cafés pingados, se faz favor. 

-Vaya, un americano que domina el francés y se defiende a las mil maravillas en portugués -le dije en presencia del camarero-. Debo de estar ante un verdadero políglota. 

-No exagere, por favor. Llevo conmigo un diccionario de portugués, uno de esos que se compran por unos pocos escudos en el aeropuerto, y en situaciones como esta intento poner en práctica tres o cuatro expresiones mal aprendidas. Hablo alemán, eso sí, y algo de ruso... No se sorprenda. Ya conoce usted aquella frase de no sé que compatriota suyo: "Hay quienes son tontos en varios idiomas". 

Añadió una sonora carcajada y sacó de un bolsillo de los tejanos, su pequeño diccionario de aeropuerto (...). (Pág. 16)


El tren llegó a París con puntualidad británica. Julián Soto, el único pasajero sin bártulos en aquel vagón, se despidió de mí afectuosamente y se apeó con la agilidad de un gamo. Por un instante tuve la impresión de que el encuentro con aquel raro sujeto no había sido tal, sino una invención de mi mente, testada durante alguna de las cabezadas que conseguí dar a lo largo del trayecto. Poco importaba. Desde la ventanilla podía reconocer a Alfredo y a Rosa, aguardando mi llegada en el andén, siempre solícitos y atentos. Bajé tan rápido como pude, nervioso y estremecido ante el inminente reencuentro. Casi no tuve tiempo de soltar la maleta cuando me fundí en un abrazo emocionado con mi admirable amigo, al que se sumó Rosa unos segundos después, respetando siempre los tiempos que establecen las rigurosas jerarquías de la amistad.  

-¡No es posible!- exclamé con lágrimas en los ojos-. No es posible que estemos aquí y ahora, mis queridos amigos. 

Alfredo me sujetó las mejillas con las manos y se dirigió a mí con esa elocuencia suya que tanto lo distinguía: 

-Querido Arturo, no solo es posible, sino que es enteramente real. Bienvenido a París y bienvenido al siguiente capítulo de nuestra larga amistad. 

Rosa me tomó del brazo y Alfredo se ocupó de mi maleta. (Págs. 33-34) 


-Tu amiga es una mujer hermosa, a pesar de sus años, e interesante. Excelente conversadora, debo admitir; tanto, probablmente, como experimentada fabuladora. 

-¿Fabuladora? 

-Sí, eso me temo. Desgranó una biografía demasiado diletante como para ser cierta: viuda de un célebre anticuario francés (millonario, por más señas), reconocida marchante de arte, melómana de altos vuelos... Bueno, esto último no podré ponerlo en duda, teniéndote a ti como amigo. Pero es que me dijo incluso que llegó a tener su propia tertulia. 

-¡Ah, los famosos miércoles de la Pelletier! Hace ya algunos años de eso. Con Jean Paul aún vivo, pasó por su casa del barrio de Passy lo más granado del mundo intelectual europeo de los sesenta, y de buena parte de los setenta. No imaginas con quién podía toparse uno allí, en aquel salón exquisito, cualquiera de aquellos miércoles irrepetibles. (Pág. 43)


Así es todo el tiempo, y si en algún momento ya no lo notan, no es él, son Vds., que han perdido ya la sensibilidad o se han dado a la bebida.

En fin, el argumento se construye sobre la base de un misterio sin resolver que lleva al personaje de Lisboa a París con el cebo de una representación de ópera cuya estrella es un amigo suyo, Alfredo Kraus. Ésta, la ópera, es la modalidad artística favorita del protagonista, Arturo. Es más, una representación operística representó el mejor día de su vida, nada más y nada menos. Es por esto que no debería extrañarnos que el cebo funcione, que de todo hay en este mundo. Por supuesto, el protagonista está libre de ataduras económicas porque acaba de vender la empresa de su padre y puede cultivar el diletantismo de lo que quiera y por donde quiera. Hay asesinatos del pasado sin resolver y una cueva muy profunda y misteriosa. También hay una historia dentro de la historia para que pueda escribirse que esta obra tiene "una estructura novelística como la del juego de muñecas rusas". Me falta lo de novela caleidoscópica, pero ya se le ocurrirá a alguien.

Debo de advertirles, como siempre hago en estas renuncias, que fui incapaz de acabar la novela. La dejé en la página 198, pero mi impresión había sido ya devastada en la temprana página 50, cuando me planteé por primera vez abandonarla. Así, a trompicones y a empujones llegué a los 2/3, pero, francamente, no le vi el sentido a proseguir con una lectura tan insatisfactoria, que me recordó otras experiencias casi tan deplorables, como La ternura del caníbal, de Víctor Álamo de la Rosa, La espiral del silencio, de Mayte Martín o con la que estilísticamente tiene un espectral e inquietante aire de familia, El tren delantero, de Emilio García Déniz (el trío glorioso). Hay familias en las que no se querría haber nacido.

EN DEFINITIVA: El Salón de los Espejos Mudos es una novela execrable, de nulo interés, que no merece más comentarios. Pasen de largo.


POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA





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