lunes, 2 de enero de 2017

'El malogrado', de Thomas Bernhard

En mi afán por presentarles y reseñarles las últimas novedades, en esta ocasión me he decidido, por razones de motivación y oportunidad, por El malogrado, una novela de Thomas Bernhard, publicada en 1983. Es una novela, pues, que lleva de actualidad 33 años, lo que no está nada mal. Nuestro autor murió en 1989, por lo que esta obra no puede calificarse, con propiedad, de obra de juventud. El libro ha padecido numerosas reseñas (incluida esta), pese a lo cual no tengo la impresión de que jamás haya sido un libro popular, al menos en España, al menos en Canarias. Nadie te aborda por la calle y te suelta: "¡Oye, que he leído El malogrado!" o, "¡Menudo cabronazo, el Bernhard!"; ni cuando dos pedantes se encuentran y comienzan a enumerar los libros que los/las han marcado suelen citar esta novela ni al autor. Sin embargo, puede que esté equivocado; nunca hay que subestimar la propia ignorancia.

Así son las cosas.




Sin embargo, la novela da mucho de sí. No sé si es fácil de leer o no. Diría que no, en un principio. Cuando la compré a cargo del presupuesto familiar en El Círculo de Lectores, hace ya 27 años, no pude con ella. Les advierto que he sido de maduración tardía, pero de excelentes frutos, así que no hagan caso a aquel muchacho y sí a este hombre pletórico que les escribe. Debe de ser que me regocijo con la mala baba de un escritor, pasada por el tamiz del talento literario (qué es el talento, dime, mientras clavo mi dedo en tu pupila azul). Así que cómo no emocionarme cuando leo fragmentos como los siguientes:

La ciudad de Salzburgo misma, que hoy, recién pintada hasta el último rincón, es todavía mucho más horrible aún de lo que era entonces, hace veintiocho años, era y es contraria a todo lo que hay en un ser humano y lo aniquila con el tiempo, de eso nos dimos cuenta enseguida y nos fuimos de ella a Leopoldskron. Los salzburgueses fueron siempre horrendos, como su clima, y si hoy llego a esa ciudad no sólo se confirma mi opinión, sino que todo es todavía mucho más horrendo.

 Todos los años, decenas de millares de alumnos de escuelas superiores de música recorrían el camino del embrutecimiento de las escuelas superiores de música y perecían a causa de sus incompetentes profesores, pensé. Hasta llegan a hacerse famosos y, sin embargo, no han comprendido nada, pensé al entrar en el mesón. 

Aborrecía a los hombres que decían lo que no habían pensado hasta el fin, es decir, aborrecía a casi toda la humanidad. Y de esa humanidad aborrecida se apartó finalmente hace ya más de veinte años. Era el único virtuoso del piano de importancia mundial que aborrecía a su público y que, real y definitivamente, se apartó de ese público aborrecido. No lo necesitaba.

Odiaba aquellas habitaciones y odiaba el contenido de aquellas habitaciones y, cuando salía de la casa, odiaba a las personas que había ante la casa, era de repente injusto con todas aquellas personas, que sólo querían mi bien, pero precisamente eso, con el tiempo, me atacó los nervios, su altruismo ininterrumpido, que de pronto me repelió profundamente.

Le había hecho que tocara para él, para poder volver a dormirse, dijo Franz, porque la verdad era que el señor Wertheimer padecía siempre de insomnio, y luego le decía por la mañana que tocaba como un cerdo

Salzburgo: la patria de todos los melómanos, incluidos los de provincias de ultramar con ínfulas artísticas (y que en sus ciudades apoyan con vesania la organización de festivales internacionales de música clásica a cargo de los presupuestos públicos), queda desmitificada en un solo párrafo. ¿A cuento de qué viene todo esto? Pues de que la novela cuenta las trayectorias vitales de tres pianistas y de su destino, todo pensado por uno de ellos, que ejerce de narrador, o, más bien, de pensador. De hecho, "pensar" es el verbo más utilizado, y casi seguro que "odiar" es el segundo, no por casualidad. Los tres se conocen como estudiantes precisamente en Salzburgo, en el Mozarteum /una escuela superior de música) y ahí perfeccionan su técnica con la intención de labrarse un nombre como pianistas.

Como hemos señalado, la novela se cuenta desde el punto de vista de uno de los tres virtuosos (aunque hablando con propiedad, sólo uno, Glenn Gould, se convirtió en tal). El torrente de pensamientos, ordenados, eso sí, del protagonista nos relata las relaciones entres los tres personajes, el devenir de sus respectivas vidas y sus finales. Esta forma de narrar es un verdadero peligro en escritores más torpes y más pretenciosos, pero a Bernhard, a mi parecer, no se le puede aplicar ninguno de esos adjetivos. No es una novela de acción, precisamente. De hecho, más de la mitad de la novela transcurre entre el momento en que va a entrar a una posada y en el que, ya dentro, espera a la posadera. Digamos que, en el tiempo del narrador, cinco minutos; en el nuestro, lo que se tarde en leer ciento cincuenta páginas. Después va todo un poco más rápido.

Es, además, una obra sombría, de pensamientos oscuros, de fracaso, de rechazo, de suicidio, de muerte, en definitiva. De los tres estudiantes, sólo uno, Glenn Gould llegará a ser famoso mundialmente. Los otros dos, Wertheimer y el narrador, más tarde que temprano, renunciarán a la música. La razón es que frente al genio de Gould, nada pueden ni el talento ni el trabajo. Aunque puedas ser mejor que el resto, siempre estarás por debajo (aunque sea un escaloncito de nada) de Gould. Eso, claro, resulta insoportable:

Wertheimer había puesto todas sus aspiraciones en la carrera de virtuoso pianistico, como tengo que decir, yo no había puesto ninguna aspiración en esa carrera de virtuoso, ésa era la diferencia. Por eso, él se sintió mortalmente afectado por los compases de Goldberg de Glenn, no yo. Ser el mejor o no ser nada había sido siempre para mí mi pretensión, en todos los aspectos. Por eso acabé finalmente también en la calle del Prado, en un anonimato total, ocupado en mi insensatez de escritor. El objetivo de Wertheimer había sido el virtuoso pianístico, que demuestra al mundo musical su maestría año tras año, hasta derrumbarse, por lo que sé de Wertheimer, hasta la senilidad avanzada. Ese objetivo se lo quitó Glenn del anzuelo, pensé, cuando Glenn se sentó y tocó los primeros compases de las variaciones Goldberg. Wertheimer había tenido que oírlo, pensé, había tenido que ser aniquilado por Glenn. Si no hubiera ido yo entonces a Salzburgo y no hubiera querido estudiar sin falta con Horowitz, habría continuado y habría logrado lo que quería, decía Wertheimer a menudo.

La novela, es, grosso modo, una reflexión sobre el arte, no circunscrito a la música, y sobre la justificación de la propia existencia. Sobre la autoexclusión de la vida, sobre la amistad. Sobre el narcisismo y el maltrato a los demás. De la soledad. El lector poco avezado, por la estructura de la novela puede sentirse, en algunos momentos, arrastrado por la corriente del pensamiento del narrador. Incluso sobrepasado, confundido, atribulado (pero no arrebolado, salvo que tenga pretensiones artísticas). A veces, es bueno dejarse llevar. Y el estilo (aunque sea una traducción) lo es casi todo.

Supongo que podría pensarse que esta es una novela no apta para melómanos/as por su contenido brutalmente desmitificador del arte y de la música. No obstante, quizá es también la novela indicada para ellos/as. El reverso del genio es el malogrado; del éxito, el fracaso, etc. Las historias que nos presentan los medios de comunicación y los tomos académicos son las del triunfo de la voluntad, cómo no.

El noventa y ocho por ciento de todos los estudiantes de las escuelas superiores de música ingresan en nuestras academias con las más altas pretensiones y, tras terminar la escuela superior, pasan los decenios de la vida como lo que se llama profesores de música, de la forma más ridícula, pensé. Esa existencia se me evitó a mí y se le evitó también a Wertheimer, pensé, pero también aquella que nunca he odiado menos, y que lleva a nuestros pianistas conocidos y famosos de una gran ciudad a otra y, finalmente de un balneario a otro, y finalmente de un poblacho de provincia a otro hasta que los dedos se les paralizan y la senilidad del intérprete se ha apoderado de ellos totalmente. Si llegamos a algún pequeño poblacho, veremos con seguridad, en un cartel clavado en un árbol, el nombre de nuestros antiguos compañeros de estudios, que, en la única sala del lugar, la mayoría de las veces una posada degenerada, tocan Mozart, Beethoven y Bartók, pensé, y se nos retuerce el estómago.

Diríamos, sobre todo tras la penúltima polémica del Festival de Música de Canarias (guiño local), esa reflexión sigue siendo de actualidad. Oyendo a algunos, la música (sobre todo la clásica) cohesiona la sociedad, la unifica porque trasciende las clases, la eleva por encima de su vil materialidad y nos hace mejores, lo que es coherente con una visión despolitizada del mundo. Como dice un amigo mío, sólo les falta levitar: Sin embargo, por mucha Música, por mucho Arte, por mucha Cultura que se irradie desde los Auditorios, museos, salas de exposiciones y demás, la desigualdad, la pobreza y demás lacras creadas por nosotros mismos siguen estando ahí.

Por no hablar del público, con esa mentalidad de consumidor de supermercado. Por no hablar de la reificación del artista...

Nuestra existencia consiste en estar continuamente contra la Naturaleza y actuar contra la Naturaleza, decía Glenn, en actuar contra la Naturaleza es más fuerte que nosotros, que, por altanería, nos hemos convertido en un producto artístico. Al fin y al cabo no somos seres humanos, somos productos artísticos, el pianista es un producto artístico, un producto repulsivo, decía de forma concluyente. (...) En el fondo, queremos ser un piano, dijo, no un ser humano, sino un piano, durante toda la vida queremos ser piano y no ser humano, huimos del ser humano que somos, para ser totalmente piano, lo que, sin embargo, tiene que fracasar, pero en lo que, sin embargo, no queremos creer, según él.

Bernhard nos habla, en definitiva, del reverso de la genialidad, pero sobre todo de sus víctimas: los malogrados. Añadiría que sobre el coste de alcanzar el virtuosismo en cualquier especialidad. Ese sentimiento de pesar que atenaza cuando le cuentan a uno todo lo que ha sufrido tal o cual deportista para llegar a la cima. Hoy en día, la genialidad ha mutado del músico al deportista de élite. La pregunta es: ¿les valió la pena a todos esos cientos, miles de individuos que se quedaron atrapados en la sombra? ¿Les valió la pena incluso a los que obtuvieron el éxito? Esto también nos sirve para cuestionar el énfasis exagerado en la denominada cultura del esfuerzo o de la meritocracia. No es demasiado discutible que cierto nivel de competencia en ciertos ámbitos es útil. Y que sin esfuerzo, nada se consigue. Todos de acuerdo. Sin embargo, con la precaución de no caer en esa filosofía del aforismo que tanto detestaba Bernhard, también deberíamos cuestionarnos si en muchos ámbitos no deberíamos sustituir la competencia por la colaboración, la rivalidad por la solidaridad, y el mérito por la compasión.

Comenzamos bien 2017.






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