martes, 17 de enero de 2017

'El sepulcro vacío', de Cecilia Domínguez

¿Qué nos recuerda el título de esta novela? Si han seguido la estela de mis reseñas, la respuesta la encontrarán rápidamente: sí, Entrelazamientosla novela de Luis Junco, nos narraba las pesquisas de un investigador aficionado cuyo biografía se encontraba entrelazada con los marqueses de la Quinta Roja. El sepulcro vacío se refiere al sepulcro que la marquesa mandó construir para su hijo, el marqués, a quien por masón la Iglesia le había negado entierro en el camposanto. No obstante lo cual, al final los restos del marqués nunca encontraron acomodo en el sepulcro de la Quinta Roja sino en el panteón familiar.

Casualidades al margen (algo que Luis Junco negaría con vehemencia), me resulta curioso que haya acabado leyendo dos novelas que, en parte, tratan sobre el mismo asunto y que se publicaran con escaso margen (la novela de esta reseña en 2015 y Entrelazamientos en 2016). Por esa razón, me pregunto cuál será el lugar y la influencia en el imaginario colectivo tinerfeño de estos marqueses tan novelados cuya existencia resulta tan ignorada, sin aparentes consecuencias, para el resto del mundo.






La escritora, Cecilia Domínguez, es poeta y novelista. Parece una constante entre los escritores/as de Canarias el pluriempleo literario. Pues aunque pudiera parecer lo contrario, poesía y novela apenas tienen que ver, salvo que se utilizan palabras. Pero, en fin, supongo que otros verán perfectamente natural pasar del verso a la frase y del mundo interior personal al descubrimiento de nuevas regiones de la naturaleza humana (que es mi concepción de lo que debe conseguir una novela). Tengo la impresión, llámenme mala persona, de que parece que lo que pretenden estos poetas metidos a novelistas (no significa que sea el caso de la autora) es ampliar su nicho de mercado. O, quizá, y no es incompatible con lo anterior, que su genialidad no se puede contener en poemarios que solo leen unos pocos escogidos (por la poesía, se entiende).

En cuanto al ego, Cecilia Domínguez debe de tenerlo colmado, pues le otorgaron el mismo año de publicación de esta novela, 2015, el premio Canarias de Literatura (30.000 euracos de nada, sin contar con Hacienda), aparte de ser miembro de la Academia Canaria de la Lengua desde 2011 (sí, hay una Academia Canaria de la Lengua). Le dejo a ustedes la consideración sobre el valor y el prestigio de dicho premio. Una nota curiosa es que desde su creación en 1984 hasta 1991 se concedía de forma anual. Posteriormente, de 1991 a 1997, cada dos. Por último, a partir de ese último año se da cada 3. La posibilidad de que se acabasen las/los autoras/es dignas/os de recibir tal galardón parece haber sido una razón importante para esta ampliación de los lapsos, lo que ha motivado furibundas protestas como esta. Canarias es un rico e inagotable vergel, en todo caso. Por otro lado, y como se lee aquí, la concesión del premio a veces suscita bonitas anécdotas de solidaridad isleña. 

 Lo que no parece haberse planteado nunca, por muy raro que parezca, es la necesidad de un premio institucional de estas características. Como suele plantearse en numerosas ocasiones, tanto los premios provenientes de instituciones públicas como privadas tienen como velado objetivo otorgar prestigio no a quienes reciben el premio (que también) sino a quien lo concede. No nos sorprendería que en relación con este fin volvieran a ampliar el interregno interpremios para que coincidiera con el ciclo electoral. Siempre he pensado que el mayor premio que puede recibir un novelista es el reconocimiento de sus lectores, que a veces se materializa en ventas, a veces, no. Puede que esté equivocado.

Dicho lo cual, El sepulcro vacío muestra, de nuevo, esa escritura plana que no crea personajes de verdad. Todos sabemos que la novela es ficción, pero no estaría mal que se esforzaran por crear la ilusión de que existen los personajes que la pueblan, al menos mientras leemos. La diferencia entre una novela tremenda como Las correcciones (por citar una moderna) y una novela que no lo es como El sepulcro vacío no consiste en el interés intrínseco de las historias de una y otra sino, sobre todo, en la presencia de los personajes. Exagerando, podemos decir que en una hay personajes y, en la otra, meros nombres.  En una se nos habla de todos nosotros y en otra, de cosas que pasan.

Sin embargo, el problema mayor de la novela es que aburre. Eso sí, no es pretenciosa. Aunque uno no sabe bien si es por falta de recursos o por falta de ganas. Ciertas transiciones temporales son abruptas y evidencian cierta prisa por llegar a lo que la autora tiene interés en contar. No obstante, y aunque la novela requiere de elipsis (como el teatro o el cine) también es cierto que, como decía Nabokov, el arte está "en los divinos detalles". 

Todas le parecían hermosas, y, sobre todo, una de ellas llamó su atención. Era una muchacha morena, de ojos grises y vivos que a él se le antojó diferente a las demás. Y esta es Andrea de Alfaro. Ella le sonrió y, al estrechar su mano Pablo creyó notar un ligero temblor que luego quiso achacar al aire de otoño que ya empezaba a hacerse sentir. 
La mansión seguía esperándolo. 
Se encontraban bajo una marquesina que había en el centro de una plaza frente a la casa donde Andrea recibía clases de francés. No eran encuentros furtivos, pero los dos sabían que era un buen lugar, sobre todo porque no estaba cerca de donde vivía cada uno.


Pim, pam, ya son novios, para qué molestarse, que hay prisa por llegar a la acción principal. Por no hablar, también, de cierta pobreza expresiva y que es nota predominante en toda la novela. De una frase a otra pasan meses, de repente. Además, hay saltos al pasado en mitad de la narración que quizá pretenden aclarar algún punto del presente de la novela, pero que resultan innecesarios y que dan la impresión de que están mal colocados. Así, por ejemplo, cuando se nos cuenta que Matías, el jardinero, huye para escapar de las preguntas de Pablo, el joven marqués. Capítulos más tarde, aparece en el sur de Tenerife, en una zafra en la finca de un amigo.  Inmediatamente a continuación, todo el proceso de su huida. A estas alturas, no se puede ser un fanático de la unidad de tiempo y lugar y volver a Aristóteles. Pero todo tiene que tener una intención, que contribuya al desenvolvimiento de la narración o a determinada finalidad expresiva. En esta novela, sospecho que algo no anda bien en la estructura narrativa.

Además, y esto es ya manía personal, comienza a irritarme en estas lecturas la constante de que los personajes femeninos nunca tienen los ojos marrones: suelen ser de color miel (como si no hubiera tonalidades en la miel), azules o grises. Pero nunca marrones. Los ojos marrones están prohibidos, por favor. Si son marrones no se les nombra, para qué, son ojos normales. Pero ¿qué importancia tiene que sean grises como las nubes de lluvia, azules como el mar o rojos como el pimentón? Me da que nada. 

Tampoco me importa que los diálogos se sucedan en el mismo párrafo sin que nada distinga una voz de otra. Al fin y al cabo, son licencias literarias. No es que se pretenda castigar al lector, por Dios, sino que le exige atención para que no se le vaya el hilo. O bien, es una modernez que prescinde de rígidos convencionalismos y tal. ¿No lo hizo Saramago? Pues adelante. Eso sí, para salvarnos del caos total, coloca entre comillas bajas los pensamientos. Lo que molesta de verdad, en cualquier caso, es que los diálogos sean anodinos y la narración, banal:

Se dio cuenta de que, al menos, las plantas y la pintura eran para su madre un alivio para la carga de sus días, una fuente de equilibrio y hasta de cierto placer, aparte de que le transmitía la seguridad de que aún podía controlar ciertas cosas de su vida. Tú siempre has tenido buena mano para las plantas, igual que para la pintura. Ya me lo aseguraban abuela Eulalia y Matías. A propósito de tu abuela, dentro de poco cumplirás veinte años y, aparte de que tendrás que empezar la carrera e ir a la ciudad de Aguere a estudiar, lo que no creas que no me preocupa, tendrás que prepararte porque cuando menos lo esperes, serás dueño y señor de la casona ¿Y qué piensas hacer? La voz sonó tan ansiosa que Pablo hubiera querido prometerle que se quedaría allí con ella. No lo hizo, aunque deseó mitigar sus temores. Aún no lo sé, madre, pero no pienses que te voy a dejar sola. No sé, Pablo, los hijos ya se sabe, cuando se hacen mayores. Además yo no volveré a vivir en esa casa, lo sabes muy bien.

La llegada de Pablo, acompañado de Andrea la salvó de nuevos comentarios. «Seguro que me iba a hablar de lo demasiado liberal y poco religiosa que es esa familia y no sé cuántas cosas más». Buenas tardes, sobrino, precisamente estábamos hablando de ti y de tu viaje. Imagino que esta señorita es Andrea. Encantada, soy Berta, la tía de Pablo. Isabel me ha estado hablando muy bien de ti. Pablo miró a su madre que lo reprendía por no haber presentado a su novia con mayor premura. Déjalo, mujer. Si apenas le ha dado tiempo. Fueron unos instantes embarazosos que él pretendió aliviar preguntando por su primo. Seguía con el mismo problema con los idiomas, por lo que este año le habían prometido un viaje a Londres si conseguía aprobarlos. Si hubiéramos sabido que te ibas a París... El estaría encantado de acompañarte. me imagino que dominas el francés ¿no? Andrea notó que Pablo hacía verdaderos esfuerzos para no responderle una impertinencia, e intervino. Londres es una ciudad preciosa, seguro que a su hijo le gustará y le vendrá muy bien para reforzar su inglés. Sí, desde luego, querida, y espero que tengas razón y David regrese hablando un inglés perfecto.


Quizá todo lo anterior sean tonterías, minucias que no desmerezcan la novela en su conjunto. En todo caso, está por demostrar que aporten algo.

En fin, en mi vida anterior, y siendo liberal en el derroche de tiempo, habría abandonado el libro sobre la página 20. Ahora que cargo con la responsabilidad que supone un público, me he esforzado por continuar, buscando algo notable que comentarles. 

En la página 112, desistí, que una cosa es paciencia, y otra, temeridad en el aburrimiento.



3 comentarios:

  1. Ni falta que hace. Es una novela exasperantemente aburrida. Según dicen, es buena poeta. Pero como novelista...

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  2. A mí tampoco me gustó. Sin embargo leí un librito de la misma autora, "Mientras maduran las naranjas", que me pareció mejor.

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    1. Con muchos autores y autoras de Canarias siempre me asalta la sospecha de que me he leído su peor novela.

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