sábado, 26 de marzo de 2022

'El loro de Flaubert', de Julian Barnes

No sé Vds., pero, salvo las esporádicas y espasmódicas apariciones de nuestro reseñador-golosina favorito, parece que la calma se ha adueñado del mundillo literario local. Por no haber, no hay siquiera la queja indignada de algún escritor por no haber sido invitado por la concejalía o consejería de turno a alguna recepción o charla en honor, conmemoración, homenaje, tributo o cualquier otra fanfarria lúdico-poética. Estamos muy sosos, me digo. Quizá los sosos no sean Vds., sino yo.

Tal vez sólo sea el efecto de contraste con el mundo en que llevábamos viviendo, desde, primero, la crisis de 2008-2010 y luego a partir de la pandemia en 2020, las periódicas arribadas de migrantes africanos y asiáticos y finalmente la guerra en Ucrania. Por cierto, con la guerra en este país, tal vez por eurocentrismo (por muy macaronésico que se sea), uno siente que una sombra, impenetrable, se va agrandando, cerniéndose sobre nosotros (Grita "¡Devastación!" y suelta los perros de la guerra). Qué solidaridad y cuánta banderita cuando la desgracia se nos viste con ropajes europeos. Cuánta carne de cañón, cuánta víctima de primera categoría. Hasta ahora mismo, el mundo entero podía arder en llamas, mientras fuera el tercero.

Ahora que varias calamidades se han concatenado para causarnos, por fin, temor, nos queda el arte como escapismo para los más sibaritas, y para todos/as los/as demás, la industria televisiva y cinematográfica. En este sentido, de vez en cuando podemos acudir a la literatura como amortiguador de la ansiedad, como aliviador de fatídicas sensaciones, como bálsamo de la impotencia y de la mezquindad, como lenitivo de la mala conciencia. Sí, en definitiva: escapismo. Al menos, eso, cuando el mundo nos amenaza con un puño de hierro y mierda del que, en definitiva, no podremos escapar.

A veces, uno querría arrebujarse con una manta y limitarse a dejar pasar el tiempo.




Aún recuerdo la eclosión de esta novela, allá por el año 84, aquella época añorada por lo que ahora se llama izquierda rojiparda, cuando leía el Babelia y otras cosas parecidas como si fueran el catecismo de la literatura moderna y sus articulistas, los apóstoles de la religión del arte. Aquí, al menos en Las Palmas, la referencia inexcusable era el suplemento de La Provincia. Cuánta ingenuidad desperdiciada desde entonces, cuánto prestigio, aunque fuera vicario, se ha tirado por el sumidero, qué poco nivel entonces y ahora. 

Quizá sea mejor así, sin tanta tutela, sin tanto/a ensayista resabiado/a. 

Bueno, el caso es que esta novela lleva persiguiéndome desde entonces, como la bala al personaje de Mira que eres, de Luis Rodríguez, o como en aquel relato de Borges cuyo título no recuerdo en el que un personaje muere finalmente atropellado por un carro "que llevaba persiguiéndolo cincuenta años". Finalmente, como regalo navideño, El loro de Flaubert, de Julian Barnes (traducción de Antonio Mauri), llegó a mí. No sé si fue despecho o qué, pero aun así, tardé un par de meses en decidirme a leerla.

Pues bien, me ha parecido una novela magnífica, llena de esas cosas que tan mal se le dan habitualmente a los autores españoles y canarios: técnicas narrativas heteróclitas, metaliteratura, collage narrativo, etc. En esta novela, Barnes las utiliza bien, siempre de manera pertinente, de tal modo que no puede imaginarse la novela de otra manera a como fue escrita. Además, la fuerza descriptiva, los diálogos bien trenzados, así como la ironía coinciden en dotar a El loro de Flaubert de una singularidad artística sobresaliente ante la que no puedo, al igual que me ha ocurrido recientemente con Austerlitz, de W.G. Sebald, sino maravillarme. Así, igual uno se topa con un cuestionario de preguntas sobre Flaubert, como un bestiario o un diccionario de tópicos (a la manera del escritor francés). Y todo suma.

En fin, diferentes puntos de vista, distintos ángulos narrativos, variedad de estilos que conforman una novela singular que no solo, como podrían sospechar (y quizá temer), trata de Flaubert y de sus manías. Ya les he manifestado alguna vez que a mí estos juegos (del lenguaje, del narrar) me gustan por sí mismas. Revelan distintas tonalidades del ingenio y de la inteligencia en las que me deleito. Quizá cierto esteticismo me traiciona. Leyendo a Xaviert Rubert de Ventós en La estética y sus herejías me veo (veremos hasta cuándo) justificado, lo que me reconcilia con mis tendencias veleidosas.


Empiezo por la estatua debido a que fue ahí donde empezó el proyecto en su conjunto. ¿Por qué la escritura hace que sigamos la pista del escritor? ¿Por qué no podemos dejarle en paz? ¿Por qué no nos basta con los libros? Flaubert quería que bastasen: pocos escritores han creído con tanta firmeza en la objetividad del texto escrito y la insignificancia de la personalidad del escritor; y aun así, seguimos desobedientemente a nuestro aire. La imagen, el rostro, la firma; la estatua con un noventa y tres por ciento de cobre y la fotografía de Nadar; el pedacito de ropa y el rizo. ¿Cómo es que las reliquias nos ponen tan cachondos? ¿No tenemos la fe suficiente en las palabras? (Págs. 14-15)


(...) Pero Ed Winterton quiso retratarse luego a sí mismo como un fracasado. Tenía cuarenta y pocos años, una calvicie más que incipiente, la tez rosada y glabra, y llevaba gafas cuadradas sin montura: el catedrático con imagen de banquero, circunspecto y honorable. Llevaba ropa inglesa y no tenía en absoluto aspecto de inglés. Era de esos norteamericanos que cuando llegan a Londres se compran una trenca porque saben que en esa ciudad llueve hasta con el cielo despejado. En el bar del Hotel Europa seguía llevando la trenca puesta. 

Sus aires de fracasado no tenían connotaciones desesperadas; parecían más bien ser el producto de una aceptación sin resentimientos de que no estaba hecho para triunfar, y en consecuencia su deber consistía en asegurarse de que fracasaba de una forma correcta y aceptable. En un momento de la conversación, cuando estábamos hablando lo poco probable que era que llegase no ya a publicar su biografía de Gosse sino incluso a terminarla, hizo una pausa, y en voz baja, me dijo: 

-En cualquier caso, a veces me pregunto si Mr. Gosse hubiera aprobado mis actividades. (Págs. 46)


En los sectores más librescos de la clase media inglesa, cada vez que ocurre alguna coincidencia, siempre aparece alguien que comenta:

-Igual que en Anthony Powell.

A menudo ocurre que la coincidencia, por poco que se la analice, no tiene nada de notable: es muy típico, por ejemplo, que no sea más que el reencuentro, después de varios años, de dos antiguos compañeros de colegio o de universidad. De todos modos, suele invocarse el nombre de Powell para dar legitimidad al acontecimiento; es algo así como pedirle al cura que te bendiga el coche. (Pág. 78)

 

Después de todo, si los novelistas quisieran realmente simular el delta de las posibilidades que ofrece la vida, harían precisamente eso. Al final del libro habría una serie de sobres sellados, cada uno de un color. En todos ellos estaría claramente marcado: Final feliz tradicional; Final infeliz tradicional; Final semitradicional; Deus ex Machina; Final arbitrario moderno; Final Apocalíptico; final de suspense; Final con sueño; Final opaco; Final surrealista; y así sucesivamente. Al lector se le permitiría elegir solamente uno de los sobres, y tendría que destruir los demás; pero es posible que mi actitud parezca demasiado insensatamente literal. (Págs. 107-108)


Pero si no desean la muerte del escritor, muchos críticos querrían al menos ser dictadores de la literatura, regular el pasado, y establecer con serena autoridad la futura dirección del arte. Este mes todo el mundo ha de escribir acerca de tal cosa; el mes siguiente, queda prohibido escribir sobre esa otra. Fulano no será reeditado hasta que nosotros lo digamos. Todos los ejemplares de esta novela seductoramente mala deben ser destruidos de inmediato. (¿Cree que bromeo? En marzo de 1983, el periódico Liberation exigió que la ministra francesa de los Derechos de la Mujer pusiera en el índice, acusadas de "provocación pública del odio sexista" las siguientes obras: Pantagruel, Jude the Obscure, lospoemas de Baudelaire, todo Kafka, The Snows of Kilimanjaro..., y Madame Bovary.) (Págs 118-119)

 

Julian Barnes, como se deduce de lo escrito, no  se limita a escribir sobre el escritor francés o acerca de Madame Bovary. Habla de literatura, de la crítica literaria, de la política en la literatura, de la academia, del patriotismo... Fantasea acerca de los libros no escritos y de las reglas del arte y de muchas cosas más. A su manera, me recuerda a Austerlitz, de Sebald (quizá es solo la sucesión de las lecturas, pienso, porque las he leído consecutivamente) los personajes viajan mucho tanto físicamente como con la mente. Qué si no es un/a novelista, claro, y qué si no es un personaje que nos interese. Pero es sobre todo un viaje al interior del ser humano, preguntándose sobre su identidad: qué es lo que lo forma y lo compone, y de qué manera reacciona ante las vicisitudes de la existencia. Por qué buscamos lo que buscamos y por qué sufrimos tanto. Quizá con estas disquisiciones me contradiga con respecto a la consideración de la literatura y del arte como mero juego... 

En fin, una novela posmoderna en el mejor sentido y, para lo que Vds. les importa, legible y placentera. Al menos a mí me hace valorar la experimentación literaria que se hace con talento y fundamento. Un despliegue del narrar con gusto.



 

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