lunes, 21 de marzo de 2022

'Gog', de Giovanni Papini

Antes de la era de Internet y del posterior volcado masivo de datos: textos, fotos, vídeos y sonidos, lo habitual era que el articulista ejerciese de erudito enseñando a sus lectores/as todo aquello que era díficil de conocer, o que, como se dice en sociología, implicaba grandes costes de adquisición. Así, como él mismo lo ha señalado en varias ocasiones, Carlos Pumares, cuando se le preguntaba por la posibilidad de volver a presentar un programa de cine en la radio o en la tv como su famoso Polvo de estrellas (en el que presentaba a sus oyentes cortes de sonido de película en versión original, canciones que solo se encontraban en discos muy antiguos, etc., aparte de su conocimiento-cotilleo de las estrellas del cine) afirmaba que eso ya no era posible, porque su conocimiento del cine, el que le proporcionaba material para sus programas, ya estaba disponible para todo el mundo.

Hoy en día, casi cualquier materia cultural es accesible (palabra clave) en Internet, incluyendo la piratería. Esto no significa que aprovechar la información sea lo mismo que obtenerla o meramente leerla. Implica una reflexión, una captación e interiorización de conceptos que solo es posible tras el estudio. En este sentido, trabajar sobre los textos, por ejemplo, en una carrera universitaria, o en el mejor de los casos, en un máster, no es lo mismo que simplemente leer los mismos libros y textos que se encuentren en la bibliografía. 

Digo todo lo anterior para no extenderme en la biografía, obra y milagros de Giovanni Papini, el autor de la novela Gog, objeto de la reflexión de hoy. No es pereza, sino falta de necesidad. En ciertos casos, uno podía escribir un artículo solo a base de biografía y de haber consultado un par de artículos en otro idioma cuya existencias pocos conocerían. En la actualidad, Vds. pueden buscar en la wikipedia o en otros lugares información sobre cualquier autor/a o personaje de la historia con no demasiado esfuerzo, y con un poco de persistencia, conocer más detalles que cualquier articulista. 




Sirva lo anterior, para limitarme a exponer un par de características de Giovanni Papini. Nacido en 1881, su vida madura osciló del belicismo previo a la I Guerra Mundial a su arrepentimiento después; de su conversión al catolicismo a, sin que eso supusiera una ruptura de su fe, la admiración por Mussolini. Qué tendrán estos artistas como Papini o Knut Hamsen, por ejemplo, que a medida que envejecen se vuelven cada vez admiradores de la fuerza y del poder, siempre aborreciendo el mundo y despreciando todo lo que les huela a "las masas".

Papini escribe, al menos en la versión que manejo de Mario Verdaguer de 1964, una prosa potente, en la que se intercalan con facilidad, sin sensación de forcejeo, pensamientos, descripciones y diálogos. Gog consta de 70 minirrelatos, más bien reflexiones o narraciones de breves encuentros con algún personaje o lugar, más una introducción en la que un primer narrador nos explica su encuentro con Gog y el posterior hallazgo de los legajos de este. Así, no nos encontramos ante una novela. Tampoco los relatos producen la sensación de formar una unidad superior que de algún modo nos describiera algún tipo de progreso o decadencia de Gog, algún tipo de transformación. Más bien, es la repetición del hastío ante la vida y ante los hombres, ante un mundo corrompido y sucio. 

En cuanto al estilo de la prosa, y respecto de algunas de las ideas que se plasman en Gog, nos encontramos ante un escritor de gran nivel. En particular, el relato sobre una ciudad perdida me recuerda a Borges (¡y a H.P. Lovecraft!), titulado, precisamente La ciudad abandonada. También interesantes conceptualmente son El homicida inocente, La industria de la poesía o Cadáveres de ciudades, entre otros.


No se oía en la ciudad desierta más que el eco de las cansadas pisadas de mi caballo. Todas las calles estaban embaldosadas, pero, según me pareció, crecía muy poca hierba entre piedra y piedra. La ciudad parecía abandonada desde hacía pocas semanas, o, todo lo más, desde pocos meses. Las construcciones se hallaban intactas; las ventanas, de postigos barnizados de rojo, cuidadosamente cerradas; las puertas, apuntaladas y atrancadas. No se podía pensar en un incendio, en un terremoto, en una matanza. Todo aparecía intacto, pulido, ordenado, como si todos los habitantes se hubiesen marchado juntos, por una decisión unánime, con calma, a la misma hora. Deserción en masa, no destrucción ni fuga. Encontré de pronto en el suelo un jubón de mujer y un saquito con algunas prendas de cobre. Si me detenía de pronto para escuchar, no oía más que el roer de las carcomas o el escarbar de los topos. (Pág. 39. La ciudad abandonada)


(...) ¡Yo también soy escultor! Pero no al modo grosero de todos. La antigua escultura, maciza y pesada, herencia de los egipcios y de los asirios, ha perdido ya toda su actualidad. Correspondía a una civilización religiosa, monárquica, lenta, primitiva. Ahora somos ascetas, anárquicos, dinámicos, cinemáticos. La escultura debe cambiar también. Fabricar estatuas en mármol, en piedra, en bronce -aunque no sea más que en plata o en madera- sería, ahora, como viajar en los carros de los faraones o vestirse con la armadura de Bayardo. Es necesario, ante todo, cambiar la materia. Modelar estatuas de nieve, como hizo Miguel Ángel en el patio del Palacio de los Médicies, o de cera, como ha hecho Medardo Rosso, era ya un progreso, pero demasiado tímido. ¿No ha observado nunca a los niños, en las playas del mar, cuando construyen figuras de arena? ¿No se le ha ocurrido nunca observar a un artista vendedor de helados que esculpe en la crema y en el hielo? Éstos han sido mis maestros. (Págs. 91-92. La nueva escultura)


Pero cuando uno se ha entregado al vicio de los negocios durante tantos años, es casi imposible conseguir que éste no vuelva a recrudecer. El año pasado me vino el deseo de crear una pequeña industria con objeto de poder sustraerme a la tentación de volver a ocuparme de las grandes y pesadas. Quería que fuese absolutamente "nueva", y que no exigiese demasiado capital. 

Se me ocurrió entonces la poesía. Esta especie de opio verbal, suministrado en pequeñas dosis de líneas numeradas, no es ciertamente una substancia de primera necesidad, pero lo cierto es que algunos hombres no pueden prescindir de ella. Ninguno ha pensado, sin embargo, en "organizar" de un modo racional la fabricación de versos. Ha sido siempre dejado al capricho de la anarquía personal. La razón de esta negligencia se halla, probablemente, en el hecho de que una industria poética, aunque floreciente, daría beneficios bastante modestos, bien sea por la dificultad -no digo imposibilidad- de adoptar máquinas, bien por la escasez de consumo de los productos. (Pág. 137. La industria de la poesía)


Las ciudades desiertas o desenterradas son incomparablemente más bellas que las vivas. La imaginación reconstruye, completa y obtiene un conjunto más gigantesco y perfecto. No hay nada tan verdaderamente maravilloso para mí como lo que no ha sido acabado o lo que está casi destruido. Y el olor de la muerte es un elixir potente para quien sabe que debe morir. (Pág. 156. Cadáveres de ciudades)


En los demás sentidos, sencillamente mal, porque uno no puede sentir sino extrañeza, cuando no rechazo, al racismo, machismo y exacerbado elitismo sin disimular que destilan gran parte de las páginas. Me parece detectar ese habitual exhibicionismo propio de quien cree formar parte de una aristocracia espiritual o de otro tipo.

Para terminar este pequeño repaso, creo que Gog es una lectura interesante desde muchos puntos de vista, no todos estrictamente literarios o estéticos: proporciona el paisaje moral de cierta intelectualidad conservadora de aquella época. Solo por ese apunte antropológico, sazonado además con la capacidad manifestada por el autor de elaborar una prosa contundente, vale la pena.


Satán será liberado de su cárcel 

y saldrá para reducir a las naciones,  

Gog y Magog (Apocalipsis, XX, 7.)


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