Coincide aproximadamente la lectura de la novela objeto de la reseña con una de esas conmemoraciones artístico-pastoriles tan del gusto de nuestra clase política. A la sazón, se llama Día de las Letras Canarias y, en esta ocasión, no sé si con grupos de presión mediante o meramente amigos interesados, se celebró en honor a la, sobre todo, periodista y también prolífica escritora, Dolores Campos-Herrero.
Parece evidente que homenajes, conmemoraciones, tributos y potlatchs varios rendidos en honor a un autor o autora en nada añaden valor a la literatura, en general, ni a la calidad (siempre algo discutible) del/la homenajeado/a, en particular. Dudoso es también su efecto de irradiación a la ciudadanía. El asunto más bien radica, a mi entender, en la supuesta necesidad de esa visualización pública, como si se siguiera creyendo que un escritor/a necesita de la canonización gubernamental para su definitiva ascensión al Parnaso o a la inmortalidad literaria. Hay algo de burocratización ubicua, de dependencia permanente de la sociedad civil de las instancias administrativas de poder de la que España, y más aún Canarias, no puede desprenderse:rae una ósmosis viscosa e implacable. Por lo que parece, hay que seguir besando el anillo del príncipe para que algo sea considerado algo. Tampoco terminamos de entender que el poder de que se trate, el que concede tal honor, lo que busca, ante todo, es la promoción de sí mismo.
Desde otro punto de vista, digamos, estético-moral, leer las consideraciones que le dedican el presidente de Canarias (*) o su viceconsejero de Cultura, famosos ambos por sus amplias lecturas y sesudos análisis literarios (con los que atormentan a sus compañeros/as de gabinete), a la homenajeada de este año suscitan esa impresión de vacuidad y pasteleo, tan propia de juegos florales similares. También me he enterado de que ya hay una especialista en su obra. Imagino que, a partir de ahora, dedicará todos sus esfuerzos intelectuales, hasta el último hálito, en demostrar a quien quiera oírla la valía superlativa de Campos-Herrero y en que se traduzca su obra a otros idiomas, como al rumano.
Quizá Vds. piensen de otro modo, convencidos como pueden estarlo de la categoría literaria de esta mujer (lo que es legítimo), pero afirmar, al menos a estas alturas, que Dolores Campos-Herrero, como autora, es "imprescindible", "necesaria" o que ha ejercido una influencia decisiva en la literatura canaria me parece descabellado. O sólo una tontería. Quizá no sea más que esa manera de hablar tan nuestra, la de la hipérbole, que eleva lo que sea y a quien sea a categoría universal para olvidarlos inmediatamente después. No me extrañaría que lo mismo volviera a ocurrir en este caso.
El mar, a dos mil kilómetros en dirección Este, con sus mareas subiendo y bajando, un día tras otro, y él todo un año sin verlo. Durante doce meses había sido el director de esa escuela en Tiboonda en la que él era el único profesor; doce meses en los que solo había tenido el dinero de la paga vacacional para costearse los días de descanso de mitad de curso. Así que no le quedó otra que pasarlas en Bundanyabba, la ciudad minera de sesenta mil almas que concentraba buena parte de la vida en el territorio cercano a la frontera. Para el profesor, ese pueblo no era más que una versión a gran escala de Tiboonda. Y Tiboonda no era otra cosa que una versión del infierno (Pág. 23)
Echó una mirada a su dinero, depositado ante él, un puñado de billetes verdes y arrugados, y se inclinó para recogerlo. Pero en el instante en que alargaba el brazo para hacerse con él, lo invadió la tercera sensación extraña de aquella noche: el misticismo de los jugadores. Sabía que las monedas volverían a caer en cruz. Lo sabía con la misma certeza con la que sabía que estaba vivo. Lo único que tenía que hacer era dejarse llevar por esa convicción; a la cual no puso ninguna resistencia.
Volvió, pues, a tomar asiento con la espalda recta y, sin tocar su capital, vociferó:
-Cien libras a la cruz.
Tres jugadores se unieron para cubrir el monto de Grant. Él permaneció sentado en su sitio y se limitó a echar un vistazo alrededor mientras se completaban el resto de apuestas. No pensaba en nada: estaba poseído por cierta intuición. Y mientras ese extraño demonio le hablase, Grant ni siquiera dudaría de sus propias acciones.
-¡Cruz otra vez!
La reacción golpeó a Grant en el estómago con dureza. Por un momento tuvo la sensación de que iba a caer desmayado sobre sus propias ganancias. Pero acto seguido se agachó y comenzó a meterse los billetes en los bolsillos. (Pag. 57)
Curioso rasgo de la gente de por aquí, pensó Grant: puedes dormir con sus mujeres, aprovecharte de sus hijas, gorronearles, estafarlos, hacer casi cualquier cosa que en una sociedad normal te llevaría, cuando menos, a sufrir el ostracismo. Aquí, en cambio, casi ni se dan por enterados. Ahora, basta con que te niegues a beber con ellos para que pases de inmediato a convertirte en su enemigo mortal. ¿Cómo demonios era posible? Pero no tenía ganas de seguir pensando en la región ni en las peculiaridades de su gente. Que hicieran lo que quisieran. Una vez que estuviese en Sydney, quién sabe, tal vez nunca regresaría a esa parte del mundo. (Págs. 162-163)
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