Supongo que no les importará demasiado que me salte el orden de lecturas y que anteponga la novela Traficante de historias, de Juan R. Tramunt a Nevada, de Claire Vaye Watkins. Las diversas ocupaciones de la vida y la indolencia que asalta a veces como una lluvia inesperada me han llevado a posponer la publicación de los artículos del blog. También, es cierto, la oralidad que supone la radio y la obligación de producir un programa cada semana han influido. Lo primero, porque de algún modo tiendo a pensar que el trabajo ya está hecho al comentar la obra en el programa; lo segundo, porque el ritmo, aunque pudiera no parecerlo, no admite apenas interrupciones o dilaciones. Si estas surgen, retomar la actividad siempre se hace con demora y lentitud.
Además, y volviendo a la decisión inicial de priorizar la reseña de Traficante de historias, la historia que cuenta Juan R. Tramunt tiene que ver con nosotros de una manera más directa y cotidiana, mientras que los relatos de Claire Vaya Watkins son, pese al título, de naturaleza más general. Relatos notables, les adelanto, y que bien merecerán su atención.
Esta novela cuenta una historia de inmigración, una de tantas miles que se gestan cada año, cada mes. Lo singular, si se puede denominar así, es que es vivida y narrada, fundamentalmente, a través de un personaje canario, de clase media, profesor de instituto, por más señas: Tobías Arencibia..
A raíz de la muerte de su novia, Tobías experimenta una suerte de crisis vital por la que decide que sus conocimientos serían mejor aprovechados si abandonara su plaza en el instituto y comenzar a dar clases de español en un centro de internamiento de inmigrantes. Es entonces cuando comienza esta aventura, que le llevará de Canarias a diversos países de África, motivado por su amistad con uno de los integrantes del centro, Seydú Mahamane Keita. Seydú le había ayudado de modo inestimable en la puesta en escena de una obra de teatro que pretendía retratar el momento en que unos inmigrantes intentaban cruzar la frontera para entrar en territorio español.
A partir de la representación, se forja aquella amistad entre Tobías y Seydú. El segundo le relata al primero su odisea personal, las motivaciones que le llevaron, como a Tobías, a abandonar una vida más o menos cómoda y embarcarse por su país con una furgoneta llena de libros. Pretendía que la gente los leyera y, si no eran capaces, él se ofrecía a contar las historias que contenían, si no a contar otras nuevas. Un cruce entre propagandista cultural moderno y rapsoda antiguo.
Tiempo después del retorno de Seydú a su país, a Tobías le llega una larga carta de éste que le pone al tanto de su situación. Una dolencia cardiaca le impide seguir con sus viajes y le ha obligado a dejar su furgoneta en un lugar remoto. Tobías decide visitar a su amigo y traerle de vuelta el vehículo con sus libros.
Ya el resto lo leen Vds. de primera mano.
Vayamos al desmenuzamiento. Para comenzar, la obra es más que digna. En este país, en este archipiélago canario, decir que algo "es bueno" o "está bien" significa, a efectos prácticos, que algo es malo. Peripecias de la lengua y de su sentido. Si realmente algo está bien, uno tiene que usar el superlativo. No hay espacio para apreciaciones intermedias. Lo explico en la siguiente tabla:
Ámbito íntimo Ámbito público
Valoración Muy deficiente Subvencionable/Autor, joven promesa
Malo Elogiable/Autor de primera línea
Regular Notable/Autor es un maestro traducido al rumano y al albanés
Bueno Sobresaliente/Autor genial
Muy bueno Obra maestra/Autor universal-¡Premio Canarias ya! Casa Museo, efigies.
Abundando en esto, a la inversa, si uno en el ámbito público utiliza un adjetivo queriendo expresar su significado recto, se traducirá así por los receptores del mensaje:
"Buena"---se traducirá, se entenderá como mediocre.
"Notable"----se traducirá por un quiero y no puedo
"Sobresaliente"---se traducirá por buena
"Obra Maestra---se traducirá por habrá que leerla.
Así, si digo que Traficante de historias es una buena novela, lo más probable es que entiendan Vds. que me ha parecido regular. Es lo que tiene la inflación de adjetivos, la hiperbolización del elogio, la sacralización de lo mediano. Se ve de manera visual y auditiva en el teatro, por ejemplo: si al público le ha gustado la obra, no hay que quedarse en silencio. Admitamos que hay que aplaudir para que los actores, aparte de cobrar por la entrada, sientan el gustirrinín del reconocimiento público; pero en España no basta con aplaudir cinco segundos de manera discreta, no. Hay que partirse las manos hasta que sangren y se quiebren las falanges, y hacer salir a los actores siete veces; mejor si se les jalea con gritos de "¡Bravo, bravo!". Y eso para una obra normalita. No les digo nada de la ópera: si sale Plácido Domingo, hay que, además, quedarse en pie un cuarto de hora y abjurar a voces del feminismo castrador.
Lo que quiero decir es que esta obra, con sus defectos, está bien, que merece ser leída. Es mucho más de lo que puedo decir de la mayoría de las novelas que por aquí he analizado, y que en muchísimas ocasiones han sido ensalzadas hasta el empalago más denigrante..
Ya que estamos, vayamos con los defectos:
La editorial se jacta/enorgullece de tener un equipo de "cuatro profesoras de Literatura" en cuyas manos está aceptar los manuscritos. También cuenta con "dos correctores distintos". Ya vimos en La ternura del caníbal, del ínclito Víctor Álamo de la Rosa, que ese orgullo carecía de fundamento, al menos en ese caso (espero que no vuelvan a pedirme el curriculum vitae para que puedan "valorar mi formación y experiencia").
En Traficante de historias, lo que se echa de menos, en varias ocasiones, es la presencia, siempre necesaria, de la correctora (aunque figure en la segunda página del interior del libro). He apreciado, al menos una vez, una coma entre el sujeto de la oración y el verbo, construcciones en las que una oración subordinada aparece como complento del nobmre cuando lo correcto era el relativo "cuyo". Además, hay ciertas repeticiones, algunas elecciones de adjetivos, varios sintagmas prescindibles o esa práctica tan periodística de eliminar los adjetivos ordinales a partir del décimo. El mismo estilo de estas primeras decenas de páginas se corresponde más bien con uno alicaído y rutinario, propio de los periódicos. Fenómenos y prácticas que no deberían haber escapado a la atención de una correctora profesional. O, al menos, atenta.
Además, sobre todo en las primeras veinte páginas, el estilo de la novela vuela bajo, como el grajo y el frío del carajo. Como si al autor le costara calentar la muñeca, pero, en frío, tuviera ganas de llegar al meollo de la historia. Un editor atento tendría que habérselo hecho notar. ¿Para qué conformarnos?, me pregunto.
Lista de ejemplos:
Cuando su novia, Silvia, con sus padres y su hermano, de regreso de su útimo viaje de soltera en familia, embarcó en aquel fatídico vuelo de Madrid a Gran Canaria, de un plumazo la vida que Tobías veía enfilada cambió, y el esperado auncio de boca concidiendo con su treinta cumpleaños se trastocó en pedir la excedencia como funcionario y aceptar el puesto de docente en un centro de emigrantes, lejos de compañeros y alumnos condescendientes. (Pág. 18)
Lo que aquellos pergaminos contuvieran, podría ser tan importante o más que cualquiera de los libros que se apilaban en la biblioteca ambulante (...) (Pág. 48)
Además, a excepción de Seydú, aquella gente era bastante joven, y una vez más Tobías tenía que hacerse el reproche personal de no conocer la realidad de buena parte de la juventud africana. (Pág. 53)
Esa isla es un hermoso lugar del que conviene no olvidar nunca lo que significó. (Pág. 109)
Como suele ocurrir, sus clases dirigentes, peleles de lo que se decida en el Palacio del Elíseo, disfrutan de grandes privilegios que el pueblo llano ni siquiera puede pensar en ellos. (Pág. 113)
Siento algo vergüenza de haber nacido en unas islas africanas (...) (Pág. 128)
A medida que avanzaba el día, perdía la esperanza de que apareciera alguien. Se intentaba sobreponer buscándole alguna lógica a su situación, a la de las otras personas que, supuestamente, paraban por allí. A medida que avanzaba el día podría aparecer alguien, pero esa posibilidad desaparecería totalmente al oscurecer porque nadie -suponía- se aventuraría a circular en aquel terreno carente de toda señalización, y con el riesgo de meter el vehículo en una zanja o algo peor. (Pág. 141)
Nadie mencionó los secuestros, y Tobías no quiso añadir más "condecoraciones" a aquel personaje del que volvía a precisar sus servicios. (Pág. 167)
Supuso que se turnaban en vigilar las pocas pertenecías con que viajaban. (Pág. 168)
Le venían sensaciones parecidas a las vividas en su primera juventud, donde más de una vez pernoctó en solitario en el pinar de Tamadaba y otros lugares de la isla. (Pág. 186)
Solamente, Silvia había mostrada interés por esas experiencias y quiso compartir las sensaciones que un Tobías algo escéptico le contaba cuando la conoció. (Págs. 186-187)
Quizá sea pedir demasiado, pero hay conceptos que hace tiempo que ya no se utilizan, al menos en las ciencias, como el de "raza" referido a los seres humanos. Que haya variadades fenotípicas motivadas por la relativa separación entre grupos humanos a lo largo del tiempo junto con su aclimatación a las distintas zonas geográficas del planeta no califica para establecer una separación genética que vendría dada por aquellas características físicas externas. También, decir "hombre blanco" o "negro" aclara poco, salvo, tal vez, para los supremacistas anglosajones. Por otro lado, se prefiere utilizar etnias para distinguir comunidades culturales o sociedades. Al igual que hablar de África, en general, como si las realidades de todo tipo de, digamos Argelia, pudieran corresponderse con las de Egipto, Chad, Congo, Mali, Etiopía, o Lesoto. Diría que utilizar estos términos de alguna manera contradice la intención de Tramunt, que, me atrevo a suponer, pretende quitar el velo que cubre la visión simplista, cuando no directamente xenófoba, de muchos/as canarios/as (y españoles/as, en general) sobre la arribada de inmigrantes a nuestras costas.
Quiero añadir que me resulta débil el intento de explicar la inmigración con ese repetido "no hay trabajo", que soslaya la integración relativamente reciente de numerosas comunidades al sistema capitalista, cuando no la explotación colonial y su esquilmante herencia. Asimismo, una vez integrados en la economía mundial, muchos de estos países africanos desempeñan un papel subordinado, limitado a permitir la extracción de materias primas destinados a los países del denominado primer mundo. En ocasiones, incluso, se elabora toda una estrategia destinada a socavar la instauración efectiva de estados fuertes y consolidados, porque es más sencillo y más barato lidiar con los denominados estados fallidos o con cualquiera de las facciones que se disputan el poder en esas regiones. Como digo, un asunto que dispone de una bibliografía enorme, y que no se puede solventar literariamente con trazo tan grueso.
Aunque hay numerosas obras en la denominada literatura poscolonial en las que se aborda la migración desde el punto de vista del/la viajero/a, con autores/as distinguidos/as ya por el reconocimiento occidental, no deja de tener interés esta novela, vista desde el punto de vista de un occidental, aun su periférica situación. Juan R. Tramunt, a pesar de los titubeos iniciales y quizá falto de una justificación psicológica más convincente para las motivaciones de Tobías, elabora una aventura que a cada página que pasa se vuelve más emocionante, trágica e, incluso, bella. Las andanzas de Tobías narradas en tercera persona no omnisciente, centrada en él, despliega un buen número de relaciones que se complejizan, ya desde su primer encuentro con Seydú. A estas alturas, el lenguaje ya ha adquirido vigor. El autor se mueve con firmeza y confianza adentrándonos con él en la historia.
Además, el mismo Tobías cambia, lo que convierte a esta aventura en una especie de novela de formación. Algo, que si no me equivoco, ocurría también con las andanzas del protagonista principal de Anturios en el salón. Su creciente comprensión del sufrimiento de las personas que se ven obligadas a emigrar en circunstancias arriesgadas y en condiciones penosas es también la nuestra. Esos padecimientos, que acaba sintiendo en primera persona, amplían su visión de este fenómeno de un modo singular, de un modo que jamás podría haber alcanzado antes. Algo de esa comprensión, vendría bien a muchos cuando ante el lamentable espectáculo hace unos meses del puerto de Arguineguín, hablan de "invasión", de "inseguridad", etc. En este sentido, la novela de Tramunt me parece eficaz, aparte de bien estructurada y bien narrada.
Anotó en su cuaderno de viaje: "Siento algo (de) vergüenza de haber nacido en unas islas africanas, disponer de ciertas condiciones que me permitieron en el pasado viajar a países lejanos, y, sin embargo, desconocer estas tierras maravillosas que se extienden a pocos kilómetros de nuestro hogar, saber tan poco de sus gentes, afanadas en sobrevivir. he vivido toda la vida de espaldas a su realidad y la estoy descubriendo casi por puro azar, a la vez que hago firme mi compromiso de conocerla mejor". (Pág. 128)
También hay que resaltar que, a pesar de su insistencia en el concepto hombre blanco, no establece una división maniquea entre blancos y negros o entre europeos (incluyendo a los canarios) y africanos. Hay una gama de grises que resulta verosímil y convincente en la caracterización en los personajes. Los diálogos, así mismo, no son abundantes pero cumplen bien su función de resaltar las acciones y la moralidad de quienes hablan.
Por último, quizá el autor podría haberse detenido más en la descripción física del paisaje y de los entornos urbanos que atraviesa el protagonista. Salvo la vívida escena del ferrocarril, los parajes que describe son un tanto evanescentes, opacios. Sin suponer un menoscabo a la novela, creo que podría haberse detenido un poco en el ambiente para resaltar la inmersión de Tobías en su aventura, para perfilar aún más esas vidas llevadas al límite.
Conclusíón: A veces, hay que detenerse en los defectos de una novela para apreciar mejor su alcance y, sobre todo, sus posibilidades. Repito que, con algunas correciones, Traficante de historias podría haber sido todavía mejor. Aun así, destaca en el panorama literario, repleto de obras tan autocomplacientes como carentes de interés alguno. Como en su novela anterior o en los relatos de Nunca más la noche, Tramunt nos proporciona buenos motivos para leer y para pensar. Recomendable.
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