sábado, 25 de enero de 2020

'8.38', de Luis Rodríguez

Reconozco que estoy harto de historias. De historias, entiéndanme, predecibles, tanto en su contenido (novelas de triángulos amorosos con final trágico, novelas negras y thrillers, películas en las que un joven ignorante de sus cualidades decide al final el destino del universo/sistema solar/país/pueblo; asesinos en serie que parecen omniscientes y todopoderosos, alienígenas invasores, godzillas interdimensionales o cualquier otra historia en la que uno intuye tramas y subtramas, incluso las espera...) como en su forma: presentación, nudo y desenlace, quizá algún flash-back impostado, o una voz en segunda persona para rizar el rizo. Es curioso porque, no siendo nada novedosa mi hartura, dado que los artistas de alguna estima han reflexionado desde el principio de la existencia de la novela sobre el arte de narrar, a estas alturas, después de tanto -istmo y metaliteratura, el tipo de novela (y de película) predominante es casi igual que la del siglo XIX. Una regresión que se expande también, aprovecho para escribirlo, en el campo de la poesía, con la irrupción en ella de influencers, cantautores, aspirantes a coachers sentimentales y demás quincalla. 

Es posible, no obstante, que la historia de la literatura prosiga su camino a pesar de ello, porque lo que le importa es el cambio en la técnica, la diferencia en la perspectiva, la introducción de nuevos contenidos. En este sentido, albergo la esperanza de que a pesar de las periódicas afirmaciones de la muerte de la novela, en este terreno aún no hay un Danto convincente. Recordemos que este filósofo decía, más o menos, que se seguía haciendo arte, sí, pero que este, desde Duchamp y, finalmente, Andy Warhol con sus cajas Brillo, al desarrollar y apurar todas sus posibilidades había llegado al fin de su historia.

 La novela, en sentido amplio, está limitada por el lenguaje. También es cierto, lo que no deja de ser una obviedad, que es precisamente el lenguaje su condición de posibilidad. Alcanzar esos límites, aún mejor, transformarlos, utilizarlos, superarlos o desactivarlos son, para mí, obligaciones del escritor/a como artista. Si se quieren contar historias por picazón existencial, por expresividad o por vanidad, no hay nada de malo, pero me permitirán que manifieste mi falta de interés por ellas, salvo casos extremos de exquisita técnica y de un interés semántico excepcional. Pero es que hay tantas historias contadas ya que a estas alturas de mi biografía lectora (imagino que a muchos/as de Vds. les ocurrirá algo parecido) pido ese algo más. 

En lo que a nuestro terruño se refiere, ya sería un paso en la buena dirección que se escribieran novelas con esa técnica y ese contenido, aun su anacronismo literario respecto a la modernidad de la República de las Letras. Pero así y todo, echaría en falta esa reflexividad en nuestros narradores y narradoras. Sobra vanidad y falta pensamiento. Sobra articulito en el periódico y falta ambición. Falta grandeza, o capacidad para imaginarla. Si me dedicara a escribir así, moriría de aburrimiento después de dos párrafos, por mucho que me llamasen "maestro".





8.38, en cambio, pertenece a ese grupo de escasas novelas gracias a  las cuales uno se reconcilia con la creación literaria y con las editoriales. Lo de menos es el argumento que se resume en la contraportada o en las páginas web de las librerías. Uno podría pasar de largo, sin dudas ni remordimientos. Lo valioso es lo que no se escribe en ellas, precisamente. A este respecto, según leo en las reseñas (o lo que quiera que sean) de los suplementos, es obligatorio comenzar por el nombre del autor y entre paréntesis la fecha y lugar de nacimiento. Como si eso fuera transmitir información ineludible. Luego, nos cuentan entre elogios más o menos empalagosos, según el hueco que quiera hacerse el/la reseñador/a para la posteridad (si es preciso, a codazos con el autor o autora), el argumento de la novela, para acabar con una reflexión más o menos contundente a la par que profunda. Podría decirles que leer reseñas así, estereotipadas y serviles, sólo me hace imaginar hogueras de largas lenguas de fuego. Tengo la impresión de que muchos periodistas, y en particular los periodistas culturales, quizá constreñidos por la naturaleza del medio, quizá por la asimilación de pautas profesionales nunca explicitadas del todo, consideran el estereotipo tanto una tabla de salvación como una virtud. Es ese escribir fácil que tanto hemos criticado en este blog.

Volviendo a 8.38, su autor Luis Rodríguez (nacido en el planeta Tierra) escribe literatura. Es así de simple. No escribe una mera historia, tiene otras pretensiones. No solo muestra voluntad de estilo, sino que se cuestiona los niveles del contar. Personajes que reflexionan sobre lo que es y significa escribir, personajes que se interrogan sobre su papel en la vida y sospechan que son creaciones novelescas, personajes cuyo propio cuestionamiento no los hace más vaporosos sino que los dotan de consistencia y vitalidad. Aparte de esta inmersión en una metaliteratura de la que creo Foster Wallace (por citar a otro autor que reflexionaba, y mucho, sobre literatura) no abjuraría. Por soltar una paradoja, el autor desaparece al estar tan dentro de esta obra: los protagonistas de la novela hablan mucho, quizá sin llegar a ningún lado, si entendemos por ello llegar a unas conclusiones definitivas, pero no importa porque salvando las distancias, se asemejan los personajes shakesperianos, que se hacían hablando, como señala Harold Bloom.


"¿Escenas? ¿Situaciones? Tengo muchas en la cabeza, algunas recurrentes: lluvia, una lluvia pertinaz durante cuatro días con sus noches, sin parar... me puse a pensar que estaría bien que el lector hubiera permanecido también cuatro días bajo la lluvia cuando leyera que Aníbal entra en la taberna, se desprende de la capa y el tricornio, y dice: Buenas. Este pensamiento obtuso abolió toda mi literatura. Si el lector vive lo que narro, ¿qué sentido tiene la novela? ¿Igual con un naufragio? ¿Y un disparo en el corazón? ¿O la vida de un huérfano? No es preciso que viertan veneno en el oído de mi padre para que yo me sienta como Hamlet, desde luego. Y menos mal. No soy Hamlet, pero precisamente por eso, y por lo que dice Shakespeare y cómo, ha tenido sobre mí un efecto indeleble. El arte, el arte que me interesa es el que desprecia mi mirada, el que aprovecha la distancia invisible (mejor, inmedible) hasta mi cerebro para disolverla". (Pág. 37)


Fuera de la taberna, sentado en un banco de cemento, vi a un hombre vestido con una chaqueta sucia y el pantalón roto y con boñiga en los bajos. Su gorra tenía la rara propiedad de transmitir que aquel hombre, cuyo pelo largo y despeinado le tocaba los hombros, escondía una calva considerable bajo la gorra. Lo comprobé más tarde, sentado a su lado, cuando se la quitó con una mano y con la otra, la ciega, se mesó los cabellos. Escribirás, me dijo, que tropezaste con un hombre vestido con una chaqueta sucia y el pantalón roto y con boñiga en los bajos. Si lo haces, por favor, di que tenía el pelo abundante, pero no escribas se mesó los cabellos, que a los escritores os gusta mucho; lo utilizáis mal. El hombre tenía un inquietante parecido con Tarkovski. (Pág. 66)

Es posible que llevado por mi entusiasmo haya exagerado al comparar a Luis Rodríguez con William Shakespeare. No obstante lo oportuno de tal reproche, Rodríguez cumple con el deber de todo artista al que aludía al principio: reflexión y acción sobre la materia prima (el lenguaje), alejamiento de lo convencional en el contenido, estilo propio, ambición creativa y originalidad. En algunos momentos me recuerda al mejor Ovejero o a Pérez Andújar, por esa capacidad de volver maleable el idioma, justo donde otros se estrellan contra una pared; no creamos que es desaliño indumentario: es jugueteo, es filigrana, es ironía, que los aleja de esa manía apodíctica de los aspirantes a lo sublime o el inevitable hastío que nos suscitan las repeticiones.


Nuestra casa tenía una piscina en la parte trasera, en un prado al pie del monte. Apareció un ciervo grande, majestuoso; se acercó despacio hasta el borde del agua y bebió. Alzó la cara y me vio. Yo creo que hasta entonces no se había dado cuenta de que yo estaba allí. Me miró sin sorpresa, sin temor, como si, de repente, hubiera reparado en un pajarillo entre las ramas, inofensivo. Era un animal grande, el pelo brillante, limpio. Cruzamos las miradas. Me sentí pletórico, importante. Aquella mirada despertó en mí algo que yo llevaba dentro, pero lo ignoraba. Fíjate, yo, la criatura más compleja, sofisticada y perfecta, el rey de la creación, y el animal, un ser primitivo; sin embargo, me miraba como si me condecorara, reconocía en mí a un igual. Había algo que me inquietaba, temblaba en algún lugar dentro de mí que no supe localizar pero cuya onda expansiva hacía tope en las paredes de mi cerebro: un miedo frío a no estar a la altura de la expectativa del ciervo (...). (Págs 170-171)

Da igual que la trama confunda, que el argumento carezca de conclusión evidente. Como dije al principio, me importa poco. En cambio, con esa sencillez embaucadora, habiendo disfrutado del estilo, de los juegos del lenguaje y de la metaliteratura, me aparece ese inopinado "me miraba como si me condecorara". Me dan ganas de levantarme y aplaudir.



P.D. Para una vez que alguien coincide conmigo, lo pongo aquí.

2 comentarios:

  1. "Uno de los nuestros", como diría Marlow hablando de ese tipo, Jim. Me interesó.

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