jueves, 21 de octubre de 2021

'Existiríamos el mar', de Belén Gopegui

Alguna vez he mencionado el tinglado este de los premios literarios. De los premios, en general. Con las excepciones de rigor (que puede que promuevan efectivamente el objetivo explícito: dar a conocer a buenos/as escritores o artistas, reconocer o contribuir a reconocer a un/a artista que por esa concatenación de azar y capricho del mercado estaba escondido/a a la vista del público, etc.), por lo general los premios sirven al nada loable propósito de favorecer la imagen de la institución (pública o privada) que concede el premio o, simplemente, unido a lo anterior, premiarse a sí misma. Qué son si no los Oscar o los Goya: los miembros de la Academy of Motion Pictures Arts and Sciences en los Estados Unidos o los de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España son los que votan qué película (que han producido, dirigido, interpretado, etc., esos mismos miembros) o qué apartado de alguna película les ha gustado más. Algo similar puede decirse de los Nobel. Hay una academia sueca del ramo cuyos miembros votan lo que les gusta. Huelga decir que es necesario que hayan leído lo que votan, lo que significa que la obra de esa persona candidata debe estar traducida al sueco, (imagino que al inglés también) como mínimo. Además, los partidarios de ese autor o autora, creo, deben de conformar algún tipo de lobby para influir al comité designado para hacer llegar al jurado su obra.  

Es decir, no está previsto ningún mecanismo de infalibilidad o de omnisciencia, no hay afán totalizador, sencillamente porque no puede haberlo. Por tanto, las quejas de los/las fans sobre que una elección ha sido "injusta" no dejan de ser sino una falacia o mero resentimiento dado que la realidad no se ajusta a sus deseos, por estrambóticos que sean. Un premio es injusto cuando a sabiendas se elige una obra peor sobre otra mejor. En el caso de la extensa obra de grandes (o menos grandes escritores) quejarse, incluso con amargura y artículo en el ABC, por que la elección haya recaído en un tanzano residente en Inglaterra y no, digamos, en Javier Marías denota, como no podía ser menos, la arbitrariedad del gusto. Pero, como tal arbitrariedad, demandar que unos señores en Suecia le den su premio (o a los que se les ha atribuido esta prerrogativa) al escritor que le gusta a uno/a resulta como mínimo exagerado y un tanto histriónico. Además, si se duda de que haya concurrido solo el sopesamiento de valores literarios en la otorgación de este premio, como a veces se hace notar, me pregunto entonces, si tanto se ha depreciado, qué valor tendría que se lo dieran al escritor o escritora favorito. En tal caso, otra persona podría aducir la misma inquietud y proyectar las mismas sospechas al respecto. A no ser que se afirmara que solo en ese caso concurrieron únicamente las virtudes literarias. A todo esto, me viene ahora a la memoria de la frase de Cela sobre el Cervantes. 

Por otro lado, las últimas risas, mofas y befas respecto de los premios literarios han recaído en el Planeta. En serio, es posible que no haya certamen literario (por llamarlo así) más desprestigiado y más carente de todo interés puramente artístico en el mundo, y es posible que no haya certamen literario más anunciado, narrado y posteriormente más comentado que este en todos los medios de comunicación, lo que luego se desborda en las redes sociales, cenáculos literarios y grupitos de escritores/as apretujados en torno a una mesa en la calle Mendizábal. Es evidente que "dotarlo" de un millón de euros llama la atención, pero creo que su trascendencia va más allá del dinero. Barrunto que tiene que ver con que la empresa editorial y el conglomerado comunicativo que hay detrás y su cosmovisión ideológica de algún modo eclosionan visiblemente en esta ceremonia de autopromoción donde se reúnen elites políticas y económicas, y a cuya mesa invitan a literatos/as más o menos reveníos. En este caso, para mayor escándalo, tanto para los puritanos de izquierda como de derecha, la escritora galardonada resultó que estaba constituida por tres señores que casi pasaban por allí. Además, y como bien señala Antonio Bordón en un artículo al respecto en su blog, si queda claro que el premio Planeta siempre fue una engañifa, al menos los escritores que aceptaban participar en la componenda no estaban en absoluto carentes de prestigio ni de talento: comparar aquellos con estos de ahora nos hace preguntarnos (si este premio actúa, utilizando una metáfora bastante usada, como termómetro del nivel promedio de la literatura en nuestro país) en qué medida estamos bailando sobre un cadáver.

Por supuesto, podemos aducir que la literatura que interesa no tiene por qué acudir a certámenes, galardones ni premios, y que sigue vigente aquella distinción de Bourdieu, tan de siglo XIX, entre los autores que aspiran al reconocimiento de sus pares y los que escriben para el reconocimiento del mercado. Cada escritor/a vive en encrucijadas de disponibilidad de tiempo, de dinero, de espacio: unos se venderán por un bocadillo de chopped, a otros no les hará falta porque ya lo hacen gratis y unos terceros habrá que valoren la posibilidad de no renunciar a sí mismos. Es fácil llegar a la conclusión de que la balanza está absolutamente desequilibrada, pero... 






Yo espero que a Belén Gopegui no le ofrezcan (porque de eso se trata, de un ofrecimiento, según la abundante literatura planetaria al respecto) jamás el Planeta. En caso de que así fuera, también espero que a Gopequi no se le ocurra aceptarlo. Sería algo así como la encarnación del derrumbamiento de la esperanza y la erección de un nuevo ídolo del cinismo. Porque, a tenor al menos de las dos obras que he leído de esta autora, su literatura representa la antítesis de los valores comerciales que tanto promueve y festeja aquella editorial.

Existiríamos el mar narra la historia de un grupo de recién cuarentones (o cuarentañeros) no relacionados por consanguinidad ni intimidad erótica que, a falta de otras posibilidades, viven juntos en un piso. Todos viven de sueldos magros, trabajan en empleos insatisfactorios y, quizá sea lo más singular, albergan sueños, aun a pequeña escala, de emancipación. Pero una emancipación que no solo está centrada en el yo, sino que aspira a ser extensiva. Esto se personaliza en dos de los protagonistas, que ejercen de delegados sindicales en sus empresas ("sindicatos no oficialistas", por lo que supongo que no serán los grandes CC.OO ni UGT).

No es, no se engañen, una historia de grandes gestas proletarias ni de batallas laborales teñidas con la sangre de mártires, semilla de marxistas. Dentro de lo que cabe, sus trabajos no implican embrutecimiento extremo ni deterioro físico exacerbado. Es más, podríamos asegurar que quien más sufre la precariedad y la falta de medios es Jara, la única protagonista en paro, que, como máxima rebeldía ante su situación, en cierto momento decide desaparecer y mudarse a otra región. Sin embargo, los cinco personajes no dejan de pensar, pensarse y hablar unos con otras sobre este mundo que se empeña en bonificar a unos y dejar a la intemperie a otros. Donde unos son capaces de ejercer todos los derechos y otros, no. Donde unos confunden la realidad y el deseo porque la realidad de la explotación y de la angustia por llegar a fin de mes no está presente en sus vidas y otras viven en la desazón permanente.

Por otro lado, señalemos que la escritora no muestra un léxico apabullante. Es decir, el vocabulario es accesible para casi cualquier lector. La sintaxis, en cambio, requiere en muchas ocasiones de segundas lecturas. Es así como pensamientos de cierta complejidad están expresados de manera sencilla, lo que es más difícil de lo que parece. La escritora evita con su peculiar estilo la petulancia en la que desbarran otros/as autores/as más dados/as a imprimir sublimidad y espiritualidad a cada frase que pueden. La narración en tercera persona, aunque a veces es difícil, como suele ocurrir en escritoras bien pertrechadas, distinguirla del estilo indirecto libre, refuerza el objetivo, nada oculto, de la autora por reforzar su mensaje. Entiéndase esto no como escritura panfletaria o de tesis, sino como su empeño por mostrarnos ese lado oculto de las cosas aparentemente sencillas, triviales o no pensadas en las relaciones humanas. Devela los vicios y los automatismos de una vida poco lograda por circunstancias que escapan en gran parte a las intenciones y deseos de los protagonistas.


A veces cruza por su mente el rayo, la noticia, el lance que fulmina a una persona amada o a ellos mismos. Muchos viven en un azar que es solo abuso del poder de sus no tan semejantes, y se preguntan si les despedirán mañana o si tendrán recursos para mantener su vida. En algún momento, la mayoría sueña con el buen azar, con la buena aventura no esperada. Y en general y sobre todo, se tambalean y hacen como que no lo saben, como que no hay abismos a los dos lados de la acera, y ríen con la caída ridícula porque solo fue fantásticamente ridícula. Conocen la angustia de no llegar a tiempo a donde, sin embargo, al parecer no les esperan. Para designar lo muy bueno utilizan a veces nombres de lo imposible: esto es fabuloso, esto es fantástico. Pese a todo, no es raro que asientan ante una melodía, o que, tras ver a dos personas caminando juntas, con una gratitud maravillada sonrían al azar que les hace estar vivos. (Pág. 108)

¿Debería preguntarle cómo era su madre? ¿Debería proponer a Mariana ir a tomar un café? Ni idea. Solo se le ocurre hablarle de la precisión, de lo borroso, de lo difícil que es encontrar el término medio, de que la vida pasa muy deprisa y a la vez muy lentamente, de que le gustaría conformarse con las pequeñas emociones pero no puede, no sabe, no es capaz de construir una aduana para ordenar el paso de lo que la aturde, esa desorganización, esa tristeza, los agujeros del sufrimiento que se pueden reabrir y no siempre por azar. Le gustaría explicarle que cuando se le hace un nudo en la cabeza no es porque esté sintiéndose Juana de Arco, sino porque tropieza en cada acto menor, como no poder invitar a una caña, no creer en el consuelo y no saber decir las palabras. No está dispuesta a aceptar un paro inaceptable y puede que eso acarree mayores inconvenientes y caos en su entorno de lo que ocasionaría su conformismo. Pero aunque nadie pueda decir si en verdad somos libres para querer lo que queremos, hay una libertad a la que Jara no renuncia no la de lo hipotético, lo que hubiera podido pasar, sino la del qué haré ahora y el hasta qué punto puedo tratar de empujar los límites injustos que me imponen los más fuertes (...). (Págs. 147-148)

La voz y la intensidad suben ahora al borde del tejado del hostal, allí se sientan, con sus piernas ficticias colgando. En lugar de echar a suertes su papel en la historia, la voz expone su caso. Algunas historias, dice, requieren no transitar por los límites de lo insoportable y lo extraordinario. En los momentos ordinarios, la chapuza vital, el impulso de la justicia y la llamada de lo lejano encuentran un peso tal vez equivalente; los humanos tratan de responder como mejor saben a esa tríada, hay momentos espléndidos que, como grandes robles, extienden sus copas, hay caídas y tiempo de pena, hay intentos perfectos si bien no logrados y un discurrir a través de los días con afecto atento, un discurrir a veces intrincado, un poco lóbrego y sobrecogedor, a veces espacioso y al borde del mar. Y esta es la vida sin sus desafueros, también cuenta, y también forma parte del camino. (Pág. 246)


No es una novela, entiéndase, lacrimógena o simplemente deprimente. Más bien, la sensación que me suscita es justo todo lo contrario: la rebeldía a pesar del inoportuno desfallecimiento; la dignidad como bandera a pesar de la bota que amenaza por pisotearla, la ensoñación (si se quiere, utópica) de que es posible otro modo de organizar la sociedad, de hacerla mejor, para que quepa todo el mundo, la alegría de poner el corazón en los pequeños detalles. En algún momento Gopegui cae en el error de usar algún personaje como mera envoltura para propinarnos un discurso. Esto es error cuando se nota, claro, porque decir que los personajes actúan solo por cuenta propia es un disparate ontológico, aunque se entienda lo que se quiera decir. No obstante, los personajes se recuperan, y ciertamente se desarrollan pensando y sobre todo hablando, como decía Harold Bloom que hacían los personajes de Shakespeare. No entraré yo en comparaciones fantásticas, pero también los personajes de Existiríamos el mar siguen vivos y dialogando en nuestra mente una vez acabada la novela. 

Ya sea porque sus circunstancias vitales descritas en la novela se asemejan de un modo u otro a las nuestras, ya por todo lo contrario, porque nos creemos que flotamos en una altura olímpica respecto de ese tipo de problemas, el discurrir de Jara, Hugo, Ramiro, Camelia o Lena nos interroga sobre nosotros mismos, sobre lo que pensamos acerca de asuntos tan humanos como la injusticia, la explotación, la valía y la pobreza, sobre ese concepto ya tan manido como la solidaridad de clase y sobre todo nos interroga acerca de nuestra posición en el mundo y de cuál es nuestra actitud y nuestras acciones acerca de aquellos. 

EN DEFINITIVA, una obra valiosa que, por si uno las albergara, despeja toda duda sobre la pertinencia del género novelesco en nuestros días. No solo deleita, sino que sirve.







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