A mí no deja de fascinarme ese amor de ciertos seres humanos por los conceptos. Así, mucha gente ama la nación, o la religión, o el comunismo o la libertad con toda fuerza y con toda sinceridad. Hasta tal punto que, por ejemplo, muchos nacionalistas aman tanto España, o Cataluña, o Canarias que no dudan en aniquilar a quien se le ponga por delante, ya sean españoles, catalanes o canarios, respectivamente. Asimismo, hay gente tan religiosa, tan empeñada en seguir el ejemplo de Cristo, digamos, que no dudan en condenar a todo cristiano, o persona, en general, que disienta de su visión. No hace falta recordar a los estalinistas y a sus seguidores de cualquier latitud y época, dispuestos a apuntar con la pistola a todos los que se negaban a seguir el curso de la historia, tal y como lo entendían aquellos. O esa gente tan liberal que, en nombre de la libertad, deja que se mueran los ancianos en las residencias y te desmantela la sanidad o la escuela pública para que se conviertan en meros guetos para los más pobres, o te cierran albergues, etc. O esas personas tan progres, tan ocupadas en aparentar su compromiso con los valores éticos más elevados que no les queda tiempo para ejercerlos en el día a día.
Capítulo aparte son los que hipostasian la Cultura hasta el punto que no les importa sacrificar a la gente de carne y hueso para que aquella nazca, germine, crezca, se desarrolle y alcance algún tipo de plenitud fantaseada, mientras recibe alguna comisión en el proceso, monetaria o de prestigio.
En fin, estamos rodeados de gentuza en una época en la que ni siquiera hace falta la hipocresía. La mala voluntad se exhibe a pecho descubierto, con gallardía, como si la nacionalidad, la clase social, la ideología o la cultura sirvieran de excusa para perpetrar todo tipo de crímenes, tanto el orden legal como en el moral. Además, nuestro mundo es digital, y todo tipo de mensajes nos asaetean desde lugares inimaginables hasta solo hace una generación. En el momento de peor crisis de su historia, los medios de comunicación son más influyentes que nunca, y a la cabeza se me viene esta frase de Bourdieu, que dice algo así: "Muchas personas creen que hablan, pero en realidad, les hablan". Es decir, sostenemos con firmeza, incluso con fiereza, opiniones y puntos de vista que creemos nuestros, hasta el tuétano, cuando, en realidad, distan mucho de serlo. Conforman la ideología dominante de una sociedad, de una época, el sentido común que todo lo impregna y en todo nos impregna.
A ver, para comenzar con el argumento: es la historia de una mujer, Natalia (Nat) que se va al campo porque resulta que ha robado en su trabajo (no se dice qué, igual un cenicero, igual un Picasso, qué más da) y quiere comenzar una nueva etapa en su vida. Para eso, como se ha convertido en una nómada digital (se dedica a traducir ahora) no se le ocurre nada mejor que marcharse al campo, donde la vida es más barata, alquilar una casa a un señor sumamente antipático y machista y comenzar a establecer relaciones neuróticas con sus vecinos y vecinas. También, para añadirle complejidad a la cosa, se folla a un tipo para que le arregle las tejas y dejen de caer goteras. Esto le causa un gran dilema moral al principio, lo del folleteo, pero pronto le comienza a gustar (quizá no es gustar, sino otra cosa) y sigue follando con ese señor que no tiene de atractivo, al menos, al principio, ni una miajita.
Va bien esta novela porque, para quien no lo sepa, estamos en medio de una polémica muy agria, en Madrid y alrededores (y lo que pasa allí es un debate que por lo visto nos afecta a todos/as), a cuenta de la famosa España vacía. Claro que aquí, en Canarias, todo está lleno de gente, y si alguien mencionara algún lugar vacío iríamos todos de cabeza (porque la mayoría somos bastante snobs, por no decir noveleros) para que dejara de estarlo. Pero al menos podríamos contar una historia de cuando fuimos a un sitio vacío de verdad, sin casas ni gente. Vamos, ciencia-ficción; al menos, en Canarias. Como digo, parece que grandes zonas de la Península se despueblan y todo el mundo se marcha a las capitales, y de entre todas las capitales, a Barcelona y, sobre todo, a Madrid. Eso entronca, en un debate más o menos alambicado, acerca del enésimo análisis y diagnóstico de la izquierda sobre sus derrotas electorales y su relación con los valores comunitarios/comunitaristas e identitarios.
En todo caso, Un amor, si reivindica algo a este respecto es la huida a toda prisa y sin mirar atrás de la España rural. O de la España de los pueblos, que no es exactamente la misma.
Creo que es un debate al que Sara Mesa no prestaba atención, al menos en el momento de la gestación de la novela. Cada cual elige sus temas, y por lo que se lee, la autora estaba más pendiente de la supervivencia de una mujer en medio de un entorno hostil y denso, por lo pequeño y apretado, como el de un pueblo, rodeado de hombres, de los cuales sospecha sin descanso.
En algunos casos, no es la actitud o las acciones de los hombres en sí mismas lo sospechoso, sino que nos induce a ello las sensaciones de la protagonista, que intuye que algo no cuadra. En este sentido, es significativo que la protagonista acabe teniendo relaciones íntimas con el hombre con menor característica marcada de género, entendiendo por esto las actitudes sociales que más o menos se esperan de un espécimen humano varón, especialmente a la hora del acercamiento sexual.
Además, no me parece descabellado que pueda leerse a la protagonista como encarnación de una clase media que se ve abocada a la precarización o a la proletarización, lo que entra en conflicto con su cosmovisión, que era la del progreso, la de la marcha ininterrumpida en la propia vida y en las generaciones hacia lo mejor, y que ante el inesperado y decepcionante estado de cosas, entra en crisis.
En cuanto a la prosa, he leído todo tipo de encomios imaginables (en plan Santana Sanjurjo), empalagosos hasta el vómito. En la faja misma, citando a un reseñador del suplemento El Cultural, se dice que su prosa "es de una limpieza desconcertante". Es "limpia", de acuerdo, pero lo que sí me desconcierta es lo de "desconcertante". Dicen que fue "mejor libro del año 2020", etc. En fin, la verdad es que no creo que sea para tanto, ni de lejos. Abunda la frase corta, sí, y el vocabulario no es que sea de un barroquismo inaguantable, sino todo lo contrario, tendiendo a lo sencillo. Pero lo que se dice desconcertar, no desconcierta nada.
Un amor se cuenta en primera persona, y en presente, con esa consecuencia de acercamiento a la acción, que la distingue, por ejemplo, de un tipo de narración más clásico, como la que se ejecuta en pretérito perfecto simple ("comí", "hablé", "me dijo", "se columpió"). Y bueno, uno se pregunta si no habrá algo de minuciosidad de más en la transcripción de ese mundo interior que siendo pródigo en sensaciones me resulta sobreestimulado si atendemos a lo que le ocurre. La narración está a punto de caer en la trivialidad, pero se sostiene a duras penas. Quizá es esa proximidad a la nimiedad que se pasa por contrabando como novela por lo que se me hizo antipática la lectura, como antipática me resulta la protagonista que se cuestiona cada paso dado o no dado con febrilidad adolescente.
Porque, al fin y al cabo, saber que un pueblo chico puede, en determinadas circunstancias, convertirse en un infierno grande es harto sabido, y que denunciar, una vez más, la indefensión o la dependencia de una mujer por haber asumido ciertos roles, o su cosificación, está muy bien, pero solo por sí mismo no le añade valor a la literatura. Tampoco, constatar una vez más lo mucho que se sufre en las rupturas sentimentales.
¿Cuál es el sentido de presentarse en su casa sin avisar? ¿Con qué derecho aparece? En los pueblos lo hace todo el mundo, sí, pero ¡qué costumbre tan maleducada! Ella estaba tranquila -o tratando de tranquilizarse-, no quería ver a nadie, y mucho menos verlo a él. Pero de pronto apareció y ella -con el pelo sin lavar, la cara sin lavar, en pijama-, ella debía comportarse como si todo fuera de lo más normal, venciendo su orgullo, simulando una convivencia vecinal de lo más amigable tras haber realizado el truque básico -¿sexo a cambio de que le arreglaran el tejado?, ¿qué disparate es ese?-. El acuerdo, la tolerancia, qué tal todo, cómo ha ido con la lluvia, si hay algún problema me avisas. Ni siquiera es consciente de mi enfado, piensa Nat. Ni siquiera eso. La metió en su dormitorio hace dos días y ahora la ha mirado con completa frialdad, como miraría a una cabra o a un perro. Puede que hasta él se arrepienta de lo que le hizo, al verla ahora, a la luz del día. Tanto tiempo sin una mujer para llegar a ella, a esa bazofia. (Pág. 89)
Así, llegados más o menos los 2/3, me asaltó un deseo incontenible por leer en diagonal que no venía suscitado por la curiosidad o el afán por conocer el desenlace, sino por comprobar que el resto era igual de mustio. Esa fue la impresión que recibí y así se los transmito. En definitiva: Un amor no es una novela despreciable, pero sí prescindible. O viceversa.
P.D. Otras reseñas, aquí, aquí, aquí o aquí,
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