martes, 22 de junio de 2021

'Paraguas rotos', de Luis Alberto Henríquez Hernández

No sé si es buena noticia, pero el ritmo de las publicaciones y presentaciones literarias está adquiriendo vigor pre-pandemia. Hace unos meses, nuestro añorado Emilio González Déniz publicó una novela que ya han elevado a los altares y más arriba, y unos días atrás, nuestra estrella local, Alexis Ravelo, sacó la número tropecientas de su personaje favorito (también le han hecho la oportuna entrevista jabonosa, a cargo de un hombre experto en esos menesteres espumosos). Las/os seguidores/as de ambos estarán contentos, consumirán sus novelas y harán loas a su maestría, a su bonhomía, a su pedagogía y a cualquier cosa que termine en -ía, etc. Hasta aquel buen hombre cuyas dotes de reseñador hagiográfico dimos cumplida cuenta como Jesús Ibrahim Chamali ha roto aguas con un libro de relatos. A buen seguro, por otro lado, que Santiago Gil estará preparando alguna cosa lírico-existencial de las suyas en la intimidad de su gabinete, indignado porque todo el mundo publica y él ya hace más de un mes que no. 

Como dicen algunos amantes de la Cultura con mayúsculas, que se publique mucho es positivo porque se crea patrimonio. Así, todo lo que tenga que ver con la Cultura es bueno porque es bueno si es Cultura, y viva la tautología; además, se ponen en valor la creatividad, la diversidad, la intertextualidad y demás conceptos fetiche. Ya saben que, para muchos, la Cultura, entendida como el disfrute de lo que les guste, nos hace mejores (en sentido moral e intelectual) y nos diferencia, por ejemplo, del plancton. 

Si a uno le gusta el teatro, pues entonces el teatro es la quintaesencia de la humanidad y el escenario es un espejo de las pasiones, crítica de la sociedad y venga con la catarsis; si a uno le gusta la ópera, pues nada a repantingarse en la butaca disfrutando de formar parte de una minoría selecta y exquisita, amante de los gorgoritos y de ponerse en pie a aplaudir, como si no hubiera mañana, a quienes se les acuse de abusar de mujeres; si a uno, en fin, gusta de leer versos o, peor aún, de escribirlos, no solo se regocijará al punto de la excitación por integrar la minoría de las minorías (lo cual proporciona el summum de la distinción) sino proclamará a los cuatro vientos la necesidad de la poesía para el feliz desenvolvimiento y progreso de la especie humana a pesar de estar formada de madera tan retorcida. Lo mismo puede aducirse para el ballet, los cuartetos de cuerda, la pintura, las instalaciones, los vídeos por ordenador, los grafiti o cualquier cosa que quepa imaginarse que se le etiquete como arte, y, mejor, si ha logrado ser aceptada en un museo o alguna institución de prestigio que la legitime. La que sea.

En realidad, resulta habitual proclamar como lo mejor o lo necesario a lo que uno se dedique o aquello por lo que uno sienta pasión o vicio. Cuando leemos, o lo intentamos, a Dulce Xerach, nos resulta meridiano que Xerach hipostasia la arquitectura: todo tiene que ver con la arquitectura, a los/las arquitectos/as no se le escucha bastante y la sociedad debería comprender su importancia, so pena de hundirse en la abyección. Cuando leemos la entrevista (casi a diario) en cualquier periódico local a un/a empresario/a o dirigente patronal, diríase que la humanidad carecería de sentido sin el liderazgo y la clarividencia de las personas empeñadas en sacarle partido a su capital y la plusvalía a sus trabajadores/as. Si uno/a es periodista, pues qué sería de la democracia, de la sociedad, y de la capa de ozono sin el periodismo, ya sea de investigación, ya de corta y pega. Y así con todo.

Lo señalo porque es un sesgo este que deberíamos tener en cuenta a la hora de blandir juicios y exhibir dogmatismos, a lo que somos tan dados los seres humanos y, dado el espacio del que nos ocupamos aquí, los aficionados y malvividores en distinto grado de la Literatura, del Arte y de todas esas cosas por las cuales hasta los más acendrados defensores del libre mercado piden hasta el hartazgo subvenciones a los poderes públicos.

Dicho lo cual, pasamos a una colección de cuentos publicada y presentada hará escasamente un mes o así: 


Ediciones Garoé, que conste.

Paraguas rotos es un conjunto de relatos de Luis Alberto Henríquez Hernández cuyo leitmotiv es la idea de aniquilación, pero, por encima de todo, de la aniquilación propia. La mayoría de los relatos acaba con el protagonista, narrador en primera persona, enterrado o encerrado. Todo muy mal. Esto en sí no es ni positivo ni negativo: el autor tiene una concepción pesimista de la existencia que lo lleva a concluir sus historias de modo funesto. Lo que es negativo a mi entender es el tremendismo verbal que le lleva a decir en cinco frases lo que se puede en decir en una, sobre todo si tiene que ver con la corrupción o el desmembramiento. En cierto sentido (muy tangencial), me recuerda a Thomas Bernhard, aunque sólo en el concepto. Si uno lee al escritor austriaco, la misma palabra "aniquilación" está presente en casi todas las novelas, y, en muchas, escrita con profusión. Esa idea de acabamiento, de castigo de uno mismo, de llevarse al límite me parece que también está en los relatos de Luis Alberto Henríquez Hernández, aunque en este caso, más como un acto de contrición de consecuencias físicas. Las similitudes acaban ahí, claro.

La estructura de los relatos es lineal: algo mueve al protagonista a iniciar un viaje (más corto o más largo), se envuelto envuelto en la bruma, la confusión y las alucinaciones fantasmagóricas y, finalmente acaba, por lo general de modo bastante abrupto, por no decir precipitado, de la peor manera. En este sentido, el lector a partir del segundo relato comienza a esperar que algo fatídico va a ocurrir de forma inevitable, pero ese sentimiento no logra generar más que cierta impaciencia, fomentada, además, por la tendencia del autor, como hemos dicho, al relleno verbal de naturaleza redundante. 

Por otro lado, en numerosas ocasiones, los símiles que emplea el autor si no son tópicos, se me antojan impertinentes, en los que semejanza entre los objetos comparados es tan lejana o arbitraria que la lectura se ve sacudida por la extrañeza, en el mejor de los casos, y por el rechazo, en el peor.

Pero esa noche el descanso me fue negado. Los remordimientos y el horror se lanzaron sobre mis sueños como una jauría de lobos negros sobre un cordero abandonado, sumiéndome en una vorágine de oscuras alucinaciones de las que no fui capaz de despertar. Asistí con pavor al proceso de descomposición del cuerpo de mi padre. Le vi hincharse como un sapo en celo. La expresión de su cara se deformó hasta el límite de sus tejidos y, a continuación, se abrió en canal y soltó una marabunta de gusanos y la larvas de insectos variados que se retorcieron unos sobre otros mientras luchaban por un pedazo de carne muerta de mi padre. La arcada ascendió hasta mi garganta sin náusea previa, una contracción espasmódica del estómago producida por aquella nauseabunda visión. Notaba cómo el azufre se combinaba con el hidrógeno y saturaba mi centro olfativo de un olor putrefacto y vomitivo. Acto seguido, el viejo fue licuándose. Tomó un aspecto húmedo, ambarino, absolutamente repulsivo. Sus labios aparecían inflados y retraídos, mostraban una sonrisa siniestra a través de la cual asomaban lombrices blancas y voraces (...). (Págs. 16-17, relato Los muertos también lloran)

 También, algún error causado por la homofonía como "desecha en lágrimas" (en vez de deshecha) (Pág. 49, del relato Que Dios me perdone), que un/a corrector/a atento debería haber corregido (en el caso de que esta novela haya contado con un profesional así). Seguimos:

Divagaba, conversando conmigo mismo, cuando me di cuenta de que a mi alrededor solo había árboles. Los troncos se cerraban unos al lado de los otros, como si fueran una legión de dacios a las órdenes de un emperador cruel. Mantuve la calma. Agucé el oído intentando localizar los sonidos humanos del pueblo para así poder orientarme en el bosque. 

Nada. 

Una brisa ligera movía las ramas y las hojas, y arriba, entre las copas de los árboles, los cuervos graznaban a la montaña avisando de la presencia de un extraño. No me atreví a dar un paso más. Tuve la sensación de que el bosque se estrechaba en torno a mí y me susurraba palabras que no comprendía. La niebla, escasa hasta hacía un rato, comenzó a arremolinarse a mi alrededor. Densa. Una violencia pasiva que me puso alerta. (Págs 53-54, relato Que Dios me perdone)

 

La ciudad me había recibido sin ninguna emoción particular y dándome una cachetada helada en la cara. Corría el mes de noviembre y en esa latitud del planeta, la metrópoli se comportaba conmigo tal y como haría una amante despechada que se viera traicionada por la presencia de una segunda amante. Aun así, sus encantos eran evidentes y destacaban incluso bajo el manto oscuro de la noche de mi llegada. Antes de irme a dormir, una vez alojado en el hotel, había repasado mis escasas notas preliminares y puesto en orden la secuencia de trasbordos que realizar en el transporte público subterráneo para llegar, a primera hora de la mañana siguiente, a la cita con Jacques. (Pág. 61, relato Sofocado)

 

En este mismo relato, el autor compara en apenas una páginas a los vagones del metro como "un pulmón de metal herrumbroso y agotado, insuficiente y disneico (pág. 66), "El tren me recordaba a un buceador" (misma página), "En lo que el tren se llenaba de nuevo y arrancaba, la mayoría de la corriente humana de la que formaba parte se había salido del apeadero. Como si hubieran vaciado la cisterna de un baño público" (misma página). Asimismo, los seres humanos que se desplazan por el subterráneo son "magma humano" (pág. 66), otras como "una familia de hámsteres" (pág. 67), o "una masa informe de individuos" (Pág. 68), "Hormigas atareadas" (misma página) o "cucarachas guiadas por antenas invisibles" (pág. 70). También, más adelante: "Atravesé la marabunta de gente que había en el mercadillo. Gusanos atareados que se acumulaban en torno a un cadáver en descomposición" (pág. 214, en el relato Reflejos macabros). Aparte del exceso de símiles y metáforas, la impresión que obtiene el lector (o lectora) de la visión de los seres humanos del autor es desconsoladora, y también un poco antigua, es decir, esa visión de la masa descerebrada, de reacciones animales, tan en boga en las primeras décadas del siglo XX en autores, entre otros, como Le Bon y Ortega y Gasset, y que, de cuando en cuando, asoma entre aristócratas del gusto, poetas laureados y políticos mezquinos por la que se niega humanidad a la humanidad.

Asimismo, aun a riesgo de ofrecer una interpretación también un tanto extrema, ese protagonista narrador en primera persona de los relatos, que apenas se relaciona con los demás, como una mónada encerrada en sí misma y la mayor parte del tiempo hostil con otras mónadas que aparecen en su discurrir, podría considerarse una metáfora del ser humano de nuestro tiempo, arrastrándose penosamente bajo el peso de un capitalismo de última hornada que sigue presionando con fuerza para destruir todo lo comunitario con el fin de apropiárselo y convertirlo en objeto de compraventa. También, para transformar a la sociedad en una constelación de individuos que solo se relacionen con los demás a través del mercado. Individuos aislados, fácilmente mensurables y etiquetados, en un entorno social degradado y en un contexto laboral cada vez más precarizado. Frente a ello, una consecuencia posible es la angustia de ese ser humano solitario y desamparado y, como dijimos, las fantasías de aniquilación propias y de los demás, algo que en el plano político suele venir entroncado con la aparición de movimientos de extrema derecha que se nutren del resentimiento, sobre todo, de lo que antes se llamaba pequeña burguesía y hoy, clase media.

En en estos relatos, la angustia está travestida con el ropaje de lo fantasmal y con el de la psicopatía y la locura. Sigamos con las citas:

Creo que me estoy volviendo loco. No es algo progresivo que hubiera estado gestándose como una enfermedad bacteriana. Ni poco a poco, como dice la canción o como ocurre cuando se tiene una erección por cortesía. No. Ha sido de repente. De sopetón he sabido, tan lúcida y cristalinamente como se refleja el sol en las pupilas dilatadas tras una noche de excesos, que mi cerebro no es como lo recordaba. (Pág. 79, del relato Rompecabezas, comecocos y otros juegos de la mente)

Como si mi cerebro estuviera hecho de piezas, miles de pequeñas piezas que encajan delicadamente para formar un complejo rompecabezas en tres dimensiones. (Pág. 84, del mismo relato)

 

Podríamos seguir con esos símiles fallidos: "como un panal fabricado por abejas obreras asalariadas por la parca" (pág.109, en Luto), o "le hice un aspaviento con la mano libre, como quien espanta las moscas que se alimentan de un trozo de carne podrida" o "la oscuridad se adueñó poco a poco del entorno, como el metal que se estrecha en torno al cuello de un condenado a morir a garrote vil" (pág. 174, en Copilul bisericii negre) o tópicos como "radiante como la luz al final del túnel" (pág. 109, Luto) o "Plana como la línea de un encefalograma plano en una sala de autopsias" (pág. 143, en Conciencia expandida). Dejémoslo ya.

En fin, estos relatos no pueden leerse como si su intención fuera causar miedo. No son cuentos de terror, propiamente dichos. La sangre a borbotones y los desmembramientos, así como los escalofríos y la lividez y el sudor frío no bastan. Recordemos, a este respecto, aquella novela de Leandro Pinto, Abismo, que adolecía del mismo defecto. El miedo que puede causar la lectura de Drácula, de Bram Stoker (objeto, por cierto, de una aguda lectura sociológica por Juan Carlos Rodríguez en La norma literaria) o en algunas de las mejores novelas de Stephen King no está al alcance de cualquiera, me temo. Más bien, repito, me parecen el trasunto de una necesidad de expiación o, al menos, de válvula de escape de las inquietudes del autor, cualesquiera que sean éstas.

EN DEFINITIVA, la impresión general de este volumen es la de un desahogo verbal, con algún relato que apunta maneras, a pesar de sus evidentes defectos, como, sobre todo, Sofocado, con su particular versión del flâneur, o también Luto y Reflejos macabros. Hay algo de literatura envejecida, de temática resobada, incluso fosilizada, no solo en los temas sino también en el estilo que hacen desdeñable este conjunto de narraciones. 

Resulta evidente que el autor ha querido escribir, y lo ha hecho con pasión, pero es dudoso que lo escrito es algo que él mismo hubiese deseado leer. Más bien, resulta una especie de terapia que si no hubiese tomado la forma literaria, habría sido darle puñetazos a un saco de boxeo o tirarle piedras a una galería de cristales para provocar el mayor estrépito posible. No dudo que Luis Alberto Henríquez se haya quedado a gusto. El problema es que el público lector, quizá, no. 

No obstante, y llámenme soñador si les apetece, creo que Luis Alberto Henríquez tiene algo, que limado, pulido y trabajado, podría transmutarse en historias dignas de atención. En principio, le aconsejaría abandonar la truculencia, quizá el género del horror; contenerse en el flujo verbal, estructurar mejor sus narraciones sin dejarse dominar por la impaciencia, y no cejar en el refinamiento del estilo. 

Ahí queda eso.



P.D. Otra reseña, más elogiosa que la mía, pero, eso sí, un tanto desganada, aquí.










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