domingo, 12 de agosto de 2018

'Abismo', de Leandro Pinto

Tras mi desastroso, por tedioso, encuentro con el penúltimo clásico de la literatura canaria, Los puercos de Circe, de Luis Alemany, decidí cambiar de género de un modo extremo. Así soy yo, un tarambana literario sin oficio ni beneficio. Lo cierto es que mis experiencias con esa literatura setentera canaria han sido paupérrimas, profundamente decepcionantes. Recordemos, si no, Malaquita o, en menor medida, Las espiritistas de Telde

¿Por qué en unos casos decidí escribir reseñas y en el último, no? Quizá porque en los dos primeros casos consideré que era necesario escribirlas, en ese momento concreto, y ya, no. Y la menguante paciencia, claro está, que es un factor que no hay que minimizar. A fin de cuentas, estoy muy a favor de desacralizar. Oigan, ¿por qué demonios hay que leer El Quijote todos los años públicamente en actos institucionales? ¿Por qué nos tiene que gustar? ¿Quién dicta el gusto? Imagínense, no es mucho imaginar, que ocurriera algo parecido, por iniciativa del Gobierno de Canarias o del Cabildo, con, por ejemplo, la Comedia del Recibimiento Y lo mismo con Benito Pérez Galdós. No sé qué pensaría este buen señor y prolífico novelista de que lo hubieran institucionalizado en su ciudad natal, de tal modo que casi parece un santo ante el que ofrecer exvotos. En vez de estudios galdosianos, parecen hagiografías galdosianas. Solo señalo que es muy posible que no todas sus novelas fueran magníficas. Tal vez solo unas cuantas. Que como dramaturgo no era sobresaliente. Ni siquiera Electra, por mucho escándalo y conmoción política que ocasionase en su tiempo. Que también es posible que si no hubiera tanta gente viviendo de Galdós para "perpetuar su legado" quizá se le leería de otro modo. Es posible que hasta más, porque, al menos en mi caso, no hay nada como que un autor reciba la bendición oficial para considerarlo sospechoso. 

Al menos, Galdós no es culpable: ya estaba bastante muerto cuando comenzó el proceso de momificación. En cambio, tenemos otros artistas que no esperan a morirse: ellos mismos negocian con las instituciones políticas todos los detalles del embalsamamiento, y mejor si reciben algún dinerillo público mientras tanto, cuando no una fundación y un castillo en La Isleta o la restauración de su propia casa en Agaete.

Luego está, merece una entrada aparte, el político cuyo nivel más alto de abstracción consiste en intuir el concepto de cohesión social, que a su modo se resume en que por apoyar a la luminaria local, por gracia de birlibirloque se unirá a la población sentimentalmente de algún modo u otro. No hay nada como la cohesión. Puede ser que el paro, la pobreza, la desigualdad la degradación de la escuela y sanidad públicas, la contaminación y otras menudencias hagan estragos en la población, pero nada como un equipo de fútbol o de baloncesto y un poco de cultura y festejos para que alejemos el espectro de la anomia social, para que todos hagamos piña, para que nos sintamos cohesionados. 

No pueden ser sino estúpidos o malvados. 

Pues con la literatura setentera canaria tengo la misma impresión que la de encontrarme ante una hornacina: aquellos jóvenes autores, merced a sus posiciones de poder y prestigio, tanto en la política oficial como en los medios de comunicación, no han dejado de tutelar la opinión pública literaria para ocupar aquella. Es posible, y solo digo posible, que su autopromoción mediante recursos que no estaban a disposición de otros menos afortunados o astutos haya sido la causa de que hoy en día sigamos hablando y escribiendo de ellos y de su obra. Es posible, y solo digo posible, que la producción novelesca canaria haya sido en general bastante mediocre, al menos la de estos autores, pues de la invisible no puedo hablar. ¿Quién lee hoy a Juan-Manuel García Ramos? ¿Quién, a Luis León Barreto? ¿Quién, a J.J. Armas Marcelo? ¿Quién, a Emilio González Déniz? ¿A quién importa lo que escriba Juan Cruz? Por citar unos cuantos, quizá los más preocupados por sí mismos. La pregunta no es solo si han dejado huella literaria, si abrieron el campo literario con su perspicaz observación, con su originalidad narrativa o con su insólito ángulo de visión, sino también si aportaron algo a la comprensión del ser humano, que parece que es lo más importante que puede aportar la literatura.

En fin, vayamos a lo nuestro:






En esta ocasión, tenemos Abismo, de Leandro Pinto. Se anuncia como una novela de horror o terror o algo parecido. Sin embargo, salvo un truculento, desagradable y pormenorizado relato de una relación de muy malos tratos, que bien podría considerarse terrorífica, nada parece sobrenaturalmente escalofriante al principio. Dado que la contraportada del libro comenta algo de "locura y horror absolutos", es legítimo que considerara que hasta el primer tercio del libro (que no es muy largo, unas 150 páginas) mis expectativas se estaban viendo frustradas.

Esta primera parte es, digamos, de corte realista. Dentro de los parámetros de todo simulacro de la vida, la protagonista piensa, come, bebe y habla como una persona normal que, en determinado momento, conoce a otro protagonista: un policía que la seduce y luego la viola, la folla y la apalea con variable intensidad y frecuencia. La protagonista se excita, según ella misma, por este tipo de ritual sexual. A continuación, tras el previsible suceso luctuoso, comienza lo macabro de verdad: hay muertos en proceso de descomposición que actúan como si estuvieran muy vivos en el manicomio a donde la envían. O parece que la envían. Después pasan cosas, todas muy desagradables, sin duda.

Sin embargo, Leandro Pinto tenía la intención de escribir una novela de terror, no simplemente una novela desagradable por los litros de sangre derramada o los kilos de carne putrefacta. Ese es el problema: miedo, miedo, lo que se dice miedo, no causa. Apunto una razón para ese fracaso: los hechos se narran no solo en su crudeza, sino, digamos, de frente, sin dejar espacio, resquicio siquiera, para la duda, para la inquietud ni la zozobra. El argumento en sí, aunque tampoco sea la cumbre de la originalidad, habría valido, pero quizá la ausencia de ambigüedad (y eso que el punto de vista de la narración, en primera persona, podría haber contribuido fácilmente a esa bifurcación entre, digamos, la realidad y el punto de vista del personaje) sea uno de los motivos. Con una construcción psicológica más fina, la narración podría haberse beneficiado de ella. Sin embargo, la protagonista no para de contar y contar con todo tipo de detalle lo que ocurre. Pasan cosas, luego otras, y así hasta el final. A veces, incluso, aburre, aunque la mayor parte del tiempo se lee sin demasiado esfuerzo.

Asimismo, en cuanto a la construcción del personaje principal, dado que la narradora, Cristina Villar, es una joven de lo más común, me pregunto cómo puede describir o comparar cosas de las que difícilmente tendría experiencia alguna. Al menos, que concuerde con lo que nos cuenta de ella. Por ejemplo:


Otra cosa era el olor: una peste viciada que hacía pensar en osarios seculares, en criptas abiertas a los ojos humanos tras un conjunto maléfico, en bóvedas mortuorias profanadas por la avidez necrófaga, en tumbas removidas con palas y picos, en ataúdes rotos que desprenden su pestilencia gaseosa en un espacio cerrado. Olía a cementerio y a crisantemos podridos. A coronas de flores carcomidas por la intemperie y el paso del tiempo. A pétalos resecos y crujientes. A mortajas humedecidas por los fluidos de la muerte. A cirios a medio derretir. (pág. 81)

Salvo que, repito, la protagonista se dedicara a algo así como profanadora de tumbas, fuera Bram Stoker o alguien parecido, es dudoso que hubiera podido escribir ese párrafo. Aquí, en cambio, un narrador en tercera persona, exterior al personaje, sí que hubiera podido escribirlo, sin extrañeza para el lector. Esta extrañeza provoca, claro está, un distanciamiento que tampoco contribuye al clima que se pretende crear.

Por otro lado, aunque el autor hace gala de un vocabulario amplio, a veces incurre en imprecisiones semánticas, como, por ejemplo, denominar "fechoría" a un crimen o asesinato, o "psíquico" por "psicológico". O considerar sinónimos "observar" y "contemplar", y más. También choca que denomine a un centro psiquiátrico "manicomio", pero en la misma frase utilice "centro penitenciario" en vez de cárcel, o que escriba "la típica lluvia de invierno", o el uso profuso de "cierto", que hace que llegue a odiar el adjetivo. También, cómo no, algunos latiguillos en la expresión tipo "la tragedia nos golpeó con dureza", "lobo con piel de cordero", "pozo de sufrimiento", "piernas como columnas dóricas" (¿por qué no jónicas o corintias, o románicas?), "estampido ensordecedor", "silencio sepulcral", etc. También el tópico encuentra su topos al describir el manicomio:


"Era una casa de tres plantas con altillo, amplia y antigua, de aspecto casi amenazador. Se erguía firme y orgullosa bajo la lluvia torrencial, como un castillo medieval en medio de una colina. Sus ventanas enrejadas parecían ojos amenazadores, con unos aleros de teja gruesa que semejaban unas cejas pobladas, de talante opresor. Era, en cualquier caso, una construcción señorial, una de esas casas que inspiran respeto por su aspecto de edificación encantada, y en cuyas habitaciones una imagina oscuras liturgias, ritos satánicos, suicidios sangrientos, infortunados accidentes mortales". (pág. 74) 

Aparte de esta descripción, que habremos leído y visto dos millones de veces, uno vuelve a sentir extrañeza por cómo Cristina Villar podría tener experiencia alguna de "oscuras liturgias" y de "ritos satánicos", como ya señalé antes. Finalmente, la conclusión moral al término de la novela tampoco me resulta convincente. Después de todos los avatares de la protagonista, el lector se queda huérfano de emociones, vacío de interpretaciones. Quizá es lo peor que se pueda decir, si uno aspira a que la literatura sea más que entretenimiento. Creo que no basta con sentir el impulso, las ganas o la pasión de escribir. Hay que responder también a la pregunta de para qué.

Como conclusión, me da la impresión de que el autor, de un modo u otro, quizá sin ni siquiera ser consciente, rinde homenaje a la literatura (y cinematografía) de terror que le precede, pero sin ser capaz de añadir nada nuevo: una trama o una perspectiva original que fuera capaz de tocar esos resortes de la mente humana capaces de sumirnos en el miedo o, ya que hablamos de literatura, de gozar en el miedo. Su ritmo narrativo se mantiene firme y no desfallece, lo que está bien, pero sin duda no es suficiente. Tiene ante sí un proceso de depuración estilística que no debería demorar y un afinamiento en el punto de vista narrativo que también considero urgente si es que quiere que sus historias adquieran mayor solidez y también mayor sutileza. Energía no le falta, desde luego.












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4 comentarios:

  1. Gracias, Evelyn. Mi tesis de fondo es que el error en elevar a la categoría de maestros/as a escritores/as sin especial talento, (quizá si oficio, quizá sí esfuerzo), es que se instaura un modelo de escritura y un canon de unas características que solo puede perjudicar a los futuros escritores/as que puedan tenerlos como referencia. Aparte del escándalo cognitivo que representa por sí mismo, claro.

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  2. A mí Los puercos de Alemany me parece una de las mejores novelas que leí nunca.

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  3. Y si es verdad que ni leo ni me interesa Juan Cruz, sí que sigo leyendo y me gustan mucho Cervantes, Galdos, los cuentos de León Barreto y, desde luego, los maravillosos puercos de Alemany. Buenas noches.

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    1. Pues fantástico. A mí no me parece mal que a uno le guste Los puercos de Circe. Cada uno es soberano en su gusto, y podrá aducir sus propias razones. Lo que me molesta es la sacralización y el asentimiento acrítico, fenómenos que se dan con demasiada frecuencia.

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