sábado, 10 de julio de 2021

'La paja en el ojo de Dios', de Larry Niven y Jerry Pournelle

Es tal la cantidad de obras de todo tipo que se escriben, publican y ponen a la venta en las sociedades capitalistas (en un significativo porcentaje, la llamada literatura de ficción) que se diría que la riqueza de aquellas (al menos del denominado sector cultural) se presenta como un enorme cúmulo de libros-mercancías. En este caudal, hay, por supuesto, volúmenes de todo tipo, desde la literatura más revolucionaria hasta la más opiácea, mero entretenimiento que contribuye, como gran parte del arte y de la cultura (entendida esta como manifestaciones artísticas y del espectáculo) a la disolución del conflicto o, por lo menos, a la anestesia del sufrimiento de los sujetos, ya sean individuales o colectivos, con miras a que las instituciones permanezcan incólumes. Esta literatura, este arte, es el menos interesante, pero es el predominante. Qué le vamos a hacer. Eso le ocurre por haberse convertido en mercancía.

En este sentido, y ya refiriéndonos de manera exclusiva a las obras de ficción, resulta falso que todos los libros aporten un valor cognitivo o moral. Es más, no sería desacertado suponer que mucho de lo que se publica no vale nada en ninguno de los dos sentidos. En este blog he dado cuenta de muchas de esas obras, productos quizá de la vanidad y de la intemperancia y no de un proyecto artístico serio. Esa es la tarea del crítico honrado: calibrar, a la luz de sus conocimientos y experiencia, el valor de una obra, no con vistas a obtener un beneficio propio, tangible o intangible, sino a contribuir a sostener un espacio público de intercambio de opiniones y argumentos, en este caso, artísticos y literarios. Espacio que, dicho sea de paso, en modo alguno se configura como un compartimento estanco del resto de la sociedad, en cualquiera de sus vertientes.

Así, es posible, criticar al crítico, ya sea por la pertinencia de sus juicios, ya sea (y diría que sobre todo) por su honradez e independencia, o falta de ellas. De todo esto hemos hablado en otras ocasiones, por lo que no me extiendo. Solo añadiré que, al menos en mi caso, no he sido en absoluto inmune a las críticas que he podido recoger aquí y allá. Sinceramente, creo que me han servido para reflexionar mejor, tanto respecto de las obras que analizo como de mi función crítica. En cuanto a los creadores y al público, no espero que el escritor o escritora en cuestión sean capaces de acoger la crítica de un modo que repercuta en su oficio, pero sí que el público lector encuentre a alguien de confianza que le ayude a guiarse entre tanta novela cutre, alguien que no esté regido o sesgado por intereses espurios: carrera, amistad, regalos, favores o cualquier otra posibilidad que se les ocurra. Espero haberme ganado la confianza de algunos/as de Vds.

En todo caso, sigo en la brecha, y es posible que después de verano les anuncie alguna novedad.

Una vez escrito esto, hoy damos un giro copernicano en cuanto a la temática se refiere, y nos metemos de lleno a comentar La paja en el ojo de Dios, de Larry Niven y Jerry Pournelle (traducción de José M. Álvarez Flórez), que, para despejar dudas, no tiene que ver ni con la religión (quizá solo tangencialmente) ni con el sexo extremo.




Es esta una novela extensa, 497 páginas, que narra uno de los temas favoritos de la ciencia ficción, como es el primer encuentro entre una civilización humana y otra alienígena. Los miembros de esta civilización son denominados "pajeños", por vivir en un planeta que, por su posición respecto a una estrella, los humanos llaman la paja en el ojo de Dios. Al contrario de lo que ocurre en otra novela comentada aquí, Embassytown, de China Miéville, donde la ininteligibilidad era casi total y solo se resuelve casi al final de la novela, los problemas de comunicación se solventan con bastante rapidez y facilidad, en plan Star Trek o cualquier space opera. A mi entender, ese es el problema de cualquier novela que pretenda narrar un contacto alienígena, que puede requerir tanta imaginación y documentación que si se aborda sin mesura puede absorber toda la obra (recordemos, al respecto, la celebrada película La llegada). La otra opción, claro, es solventarlo desde el principio de un modo más o menos convincente para pasar a otros asuntos que son los que le importan al autor.

En este sentido, La paja en el ojo de Dios no es en absoluto original pues los alienígenas, los pajeños, a pesar de sus diferencias físicas muestran una forma de pensar bastante homologable a la de los humanos o, al menos, comprensible por ellos. Por otro lado, aunque no sea yo un experto ni mucho menos en física, astronomía, etc., la novela tiene un aire antiguo en cuanto a las descripciones de las naves, los métodos de propulsión, etc., por no hablar de los interfaces y los sistemas de comunicación. Un poco a lo 2001, una odisea en el espacio cuyos ordenadores, por ejemplo, nos hacen sonreír desde hace décadas.


El jefe de comunicaciones, Lud Shattuck, atisbó por su punto de mira, realizando ajustes increíblemente precisos con sus nudosos dedos, increíblemente precisos para aquellos torpes apéndices. Fuera del casco de la MacArthur, un telescopio se movió bajo la dirección de Shattuck hasta dar con un pequeño punto de luz. Se movió luego hasta centrar perfectamente el punto. Shattuck lanzó un gruñido de satisfacción y accionó una palanca. Una antena de máster se ajustó al telescopio mientras la computadora de la nave deducía dónde debía estar el punto de luz cuando llegase el mensaje. Un mensaje codificado brotó del carrete de su cinta, mientras los motores posteriores de la MacArthur fundían hidrógeno en helio. La energía recorrió las antenas, energía modulada por la pequeña cinta del cubículo de Shattuck, dirigiéndose hacia Nueva Escocia. (Pág. 48)


No obstante lo cual, la novela se lee con interés: tras una primera parte en la que se nos explica la composición, jerarquías e instituciones de la civilización humana del 3017 d.C., se procede al descubrimiento y posterior primer contacto con los pajeños. El ritmo es pausado, con intervenciones de varios personajes, algunos de los cuales no logran, a pesar de todo, adquirir relieve significativo con una intención de crear una atmósfera pausada, un espejismo de orden y control que, a mitad de la novela, salta por los aires. No esperen una prosa aquilatada, pero tampoco es desmañada. Eso sí, diálogo, mucho diálogo, bien construido, cada personaje con su voz.

La sociedad pajeña puede leerse como una desfiguración de la utopía platónica bosquejada en La República (obra que, por cierto, se menciona en la página 389) y en Las leyes, así como se toma la concepción del tiempo cíclico de los antiguos griegos. Fuertemente jerarquizada, con una delimitación estricta de, digamos, etnias y subespecies con sus respectivas funciones. Están, de una manera más o menos soterrada, los gobernantes, los guardianes y el resto de los ciudadanos, aunque, curiosamente, sin ese margen de movilidad entre clases que sí se encuentra en Platón, aunque con más matices. Los humanos que logran penetrar el secreto de la sociedad pajeña descubrirán que su verdadera historia muestra algo definitorio y fatídico. Este descubrimiento no es algo que los pajeños querrían compartir con los humanos. De qué se trata, no se lo revelaré aquí, ni cómo se resuelve, faltaría más.

Por otro lado, la civilización humana es un imperio. Regido, por tanto, por un emperador y rodeado de una aristocracia, virreyes planetarios inclusive. Es pues claro que los autores no han imaginado una civilización humana que no fuera extraída del antiquísimo molde de la concepción piramidal de jefes y servidores, por extensa que sean sus dimensiones y su población. Al menos, es coherente que la historia de este imperio, así como de los anteriores, esté jalonada y plagada de rebeliones, secesiones y revoluciones, en una especie de ciclo de creación y destrucción al que, por otro lado, no es ajeno otras formas de vida inteligente. También en cuanto a las relaciones entre los sexos (teniendo en cuenta solo una concepción binaria hombre-mujer) es quizá deudora de su tiempo o de su concepción de esa sociedad interplanetaria, de esencia aristocrática y moralmente conservadora.


El infante de marina indicó a Rod un asiento. Justo frente a él había un alto estrado para el Consejo, y encima el trono del virrey que dominaba completamente la estancia; sin embargo, hasta el trono quedaba eclipsado por un inmenso sólido de su soberana e imperial alteza y majestad, Leónidas IX, emperador de la Humanidad por la gracia de Dios. Cuando llegaba un mensaje del trono del mundo, la imagen revivía, pero ahora mostraba a un hombre de no más de cuarenta años que vestía el negro medianoche de almirante de la flota, sin adorno de condecoraciones o medallas. Unos ojos oscuros miraban fijamente a todas las personas que había allí. 

La estancia se llenó enseguida. Había miembros del Parlamento del sector, oficiales de la Marina y del Ejército, civiles asistidos por angustiados funcionarios. Rod no sabía lo que le aguardaba, pero percibió miradas celosas de los que había tras de él. Era, con mucho, el oficial más joven de la primera fila de asientos. El almirante Cranston ocupaba uno situado dos más a la izquierda del de Blaine y saludó protocolariamente a su subordinado.  

Se oyó un gong. El mayordomo de Palacio, negro carbón, látigo simbólico en la correa de su uniforme blanco, se acercó al estrado que había sobre ellos y golpeó el suelo con el cetro de su cargo (...). (Págs. 80-81)

 

El ritmo, a partir de la mitad de la novela, se acelera como consecuencia de un repunte de la acción. Como debe ser, añadiría, en una novela de estas características. No obstante lo cual, no puedo evitar la sensación de que los personajes aparecen un poco acartonados, un tanto rígidos, como si hubiesen sido elaborados con un ficha tipo y no se les hubiese permitido ser contradictorios. Por el contrario, y hasta cierto punto resulta una paradoja, algunos personajes pajeños son más reales (iba a escribir, más humanos) porque es posible apreciar evolución moral y psicológica en ellos. Por tanto, se perfilan mejor contra ese fondo de palabras y frases que los autores han desplegado en una historia que no deja de intrigar al lector. Tanto las hipótesis que ofrece como perspectivas de futuro, como sus vestigios del momento en que fue escrita merecen, al menos, una reflexión, como la que me ha llevado a escribir esta reseña.

A partir del último tercio, los escritores ofrecen algo así como una teoría política del Imperio, tanto desde la perspectiva humana como de la pajeña. Al adoptarse este último punto de vista, se provoca un extrañamiento en el lector, extrañamiento que, sin ser irónico, pone en cuestión numerosas asunciones sobre la civilización humana de ese tercer milenio d.C  (cuyo comportamiento dista muy poco de la actual). Además, el juego político de engaños y mentiras se desarrolla entre los representantes de ambas civilizaciones de un modo eficaz y emocionante, donde la carta definitiva, como en las novelas de detectives, se muestra en el último momento.

EN DEFINITIVA, una obra notable, sin la exquisitez, por citar a alguien, de un Ray Bradbury ni la imaginación lúgubre y distópica de un J.G. Ballard, pero, de cualquier modo, muy estimable y entretenida, y no solo para los seguidores del género.












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