jueves, 13 de mayo de 2021

'Cuentos de otoño', de Agustín Díaz Pacheco

A mí, esto de las votaciones populares para la mejor novela (negra, policiaca, histórica y qué sé yo más), me recuerda aquellos momentos de euforia democrática en los partidos políticos hace no tanto tiempo (sin embargo, parece que fue hace un siglo: la política en España ha envejecido tan mal...) cuando se suponía que la democracia se sobrepujaba, y más fuerte que nunca, si el militante, simpatizante o mero ciudadano/a que pasaba por ahí votaba por uno de los 40 programas que se presentaban y por cada uno de los integrantes del comité, consejo o lista electoral de otros tropecientos miembros. Al final, qué remedio, uno/a votaba primero al más conocido o conocida (es decir, al que salía más por la tele) y, en consecuencia, al programa que apoyaba. Después, seguía votando un poco al tuntún y que fuera lo que Dios quisiera. Eso, si no se estaba dentro de las redes militantes. Si uno era el candidato, movilizaba a amigos, familiares, simpatizantes y fans por lo civil o por lo social. Es decir, el resultado estaba asegurado, ya por razones de economía y esfuerzo, ya por sobreabundancia y saturación. En resumen: siempre ganaba Pablo Iglesias y su equipo (por no hablar de los esperpentos escenificados en los otros grandes partidos).

Con las novelas, es algo parecido, y discúlpenme el paralelismo. Si, digamos, 15 novelas optan a tal premio que se decide por voto popular, ¿cabe en alguna cabeza que todos los votantes hayan leído las 15 novelas? No, claro. Así que si uno es un lector-fan, votará a quien conozca personalmente, a quien conozca, aunque no sea personalmente, a aquel que le caiga bien o, en el mejor de los casos, al autor o autora cuya novela sí ha leído. A veces confundimos democratización con el número de votos, y nos olvidamos del debate, de los argumentos o del uso de la razón. Y así nos va, con Ana Rosa como lideresa de opinión. 

Este fenómeno de concurso literario por voto popular, también lo he visto en otras áreas como en cortos cinematográficos, pintura, etc. Al final, la impresión que uno obtiene de todo esto es que los organizadores o cuentan con escasos recursos para promocionarlo o son unos vagos, y apelan a la red amical, familiar o de fans de los/as escritores/as (o artistas, en general) para hacerse publicidad gratis. Entonces, ganará quien haya sido capaz de dar más el coñazo, lo cual parece que no tiene mucho que ver con criterios artísticos, literarios, etc.

Sirva como contraejemplo la Atenas clásica, donde cada tribu de las diez que componían la polis elegía por sorteo a un miembro del jurado que se encargaría de ver todas las tragedias (o comedias, en otra festividad). Así, este panel de diez miembros, ciudadanos normales (no era preciso que demostraran ningún conocimiento específico), elegirían la obra ganadora. Esto, parece evidente, dificultaba de manera considerable la movilización de afectos o de favores que pudiera influir en la decisión final. Ya Aristóteles escribió: 


Pues los muchos, cada uno de los cuales es en sí un hombre mediocre, pueden sin embargo, al reunirse, ser mejores que aquéllos; no individualmente, sino en conjunto; igual que, por ejemplo, los banquetes colectivos son mejores que los costeados a expensas de uno solo; pues, al ser muchos, cada uno aporta una parte de virtud y de prudencia y, al juntarse, la masa se convierte en un solo hombre de muchos pies, de muchas manos y con muchos sentidos; y lo mismo ocurre con los caracteres y la inteligencia. Ésa es la razón por la que la masa juzga mejor las obras musicales y las de los poetas; pues unos aprecian una parte, otros otra, y el conjunto, todos. 
(Aristóteles, Política)

 

Es en este sentido como debería interpretarse la democratización del arte, por mucho que le pese a Ortega y Gasset y a aquellos poetas laureados que aún a estas alturas imaginan una masa embrutecida desdeñosa de los placeres espirituales que solo algunos son capaces de apreciar. Menos mal que contamos con ellos como vanguardia del gusto.




Este volumen de cuentos, Cuentos de otoño, de Agustín Díaz Pacheco, lo valoro de manera desigual. Los dos primeros cuentos, Relieves del silencio y Retorno de las preguntas, y el cuarto, Cruel intemperie son, a mi entender, los mejores. Curiosamente, también los más largos.

 Por ejemplo, el primero, Relieves del silencio, está atravesado por una atmósfera singular, creada por esa densidad verbal que parece ser señal distintiva de Díaz Pacheco. Además, aprecio la destreza con la que entremezcla diversos planos temporales. La narración se corona con la figura del doppelgänger, que sorprende e inquieta simultáneamente. Advierto que no es de lectura fácil, como ninguno de los demás relatos, porque Díaz Pacheco gusta de la profusa encadenación de adjetivos, además de la inserción del diálogo y del pensamiento sin separación dentro del mismo párrafo. Es por ello por lo que no es posible, utilizando la terminología de Constantino Bértolo, hacer de ella una "lectura inocente" (1).  Al contrario: una lectura exigente, sin duda, lo que me parece muy bien.


Era el término, se imponía la altivez y el desdén, temores a los que deseaban poner en huida mediante cánticos y promesas, Nos disuaden con el presente, y Pedro, otra vez de nuevo lacrados los labios, recordaba. Hombres y mujeres se arremolinaban  y en ocasiones no dudaban en adoptar genuflexas posturas. Cerraban los ojos y movían los labios, mientras los dedos de las manos se juntaban unos con otros, ¿Para qué tanto esfuerzo, si imaginamos cómo será la condena?, y apostado en su silencio depositaba la mirada en el suelo. El transcurso del tiempo reclamaría ávidamente carne y los gusanos repetirían su interminable apetito. Diminutas fauces sin piedad. Quedaría, en todo caso, mover los labios, la ceremonia de la ofrenda, el gesto de colocar escogidas flores, y otra vez las musitaciones entre el enorme silencio de las Ciudades Dormidas. (Pág. 34)

 

El segundo, Retorno de las preguntas, incide en ese sumergirse del protagonista en sí mismo. Aunque parezca que viaja físicamente, en realidad el personaje realiza un periplo interior. Pacheco logra, con su exuberante despliegue verbal, teñir el cuento (casi paradójicamente) de un ambiente crepuscular en el que una conclusión definitiva se nos sugiere inminente, que se cierne sobre aquél como una tormenta a punto de reventar. Esa conclusión, sin embargo, se deja siempre fuera de los textos, lista para madurar en la mente del público lector. No es este autor, tampoco, amigo de la frase corta y del balón al pie.

Meditó en la infancia y se recreó en los sueños acunados por la ilusión, horizonte quedado atrás pero que regresa con el vaivén del recuerdo, siempre prendido de la memoria y que lo mismo sonríe que gruñe sin contemplaciones. Pero él estaba próximo a la satisfacción. Trataba de alcanzar determinada serenidad, por el hecho de volver a viajar. Dormir serenamente en su coy, y casi siempre recordando a su noble perra, vilmente asesinada por dos mal nacidos, levantarse y prestar denuedo en plegar y desplegar velas, hacer guardias de prima, de media y del alba, otear como un vigía bien situado en las cofas y también intuir soplos terrales, atreverse en caminar igual que un equilibrista sobre el palo de bauprés, participar en los zafarranchos de baldeo, tensar la musculatura para ayudar, junto a los demás marineros, a que el navío pudiera capear temporales, eludir el acecho de amenazantes icebergs, escondidos  en espesas nieblas, recibir vientos pamperos, orzar a babor o estribor para no ser atrapados por los sargazos, y después observar el horizonte cuando tras la borrasca se abonaba el tiempo que invitaba a degustar limones y limas para precaverse del escorbuto, sin olvido en elevar la mirada, contemplar el sol y preguntarse acerca de su dorada inmovilidad. (Pág. 61)


El tercero, Retorno de las preguntas, profundiza en la peculiar misantropía de los personajes de estos relatos, suscitada por una sociedad de allegados y familiares en los que se encarna el materialismo codicioso pequeñoburgués. A pesar de ello, el protagonista es constante en la devoción a su madre, Alba, a la que visita sin importarle el quebranto físico y la estrechez en sus recursos. En este, como en los dos relatos anteriores, no importa tanto la trama como el enfoque, ese estilo indirecto libre, que tanto nos describe desde fuera la escena como se funde con los pensamientos y sensaciones del personaje.


Coraje trocado en fiereza. Es más, se ha cerciorado de que algunos se han esforzado inútilmente para lograrlo. Pero desde niño estaba habituado a la soledad, a la cual ahora tenía que hacerle frente decididamente, con el máximo coraje, porque la soledad que han impuesto no es más que hostilidad. Lo habían educado para resistir, algo bien diferente es que él no deseara despojarse de una siempre necesaria sensibilidad. La estima del todo imprescindible, porque no podía como tampoco deseaba tomar tan equívoca decisión, volverse una bestia parda, un bruto, ya que siempre se puede conciliar la sensibilidad y la firmeza. Se consideraba un resistente, de ahí su consciente rebeldía. Al crecer había escogido dos lemas; el primero, endurecerse pero sin olvidar jamás la flexibilidad, como un bambú o un junco, y el segundo, una sentencia derivada del latín: Aunque los demás lo consientan, yo no. (Pág. 86)

 

Como contraste digno de lamento, hay que señalar que en los demás relatos, Díaz Pacheco no está a la misma altura, al agudizarse aquellos defectos que ya latían en los anteriores (pero que no llegaban al punto de distorsionar su valía), como una adjetivación a veces demasiado obvia, cayendo en el lugar común, alguna redundancia como "convivir juntos", o también con un empeño, digamos anglófilo, en situar un adverbio antes de un adjetivo antes de un nombre que, salvo en fórmulas protocolarias, se utiliza poco en nuestro idioma y resulta, que es lo que importa, artificial y pesado; o en algún cambio brusco del estilo, nítidamente marcado en el relato El burócrata perverso, donde tras un magnífico comienzo, el autor acaba desviándose hacia una soflama antifranquista amparada por un excurso histórico sin valor literario, en mi opinión.

EN TODO CASO, si nos atenemos a aquellos tres relatos, Agustín Díaz Pacheco, que no es en absoluto un desconocido en las letras isleñas aunque no se prodigue en los saraos mediáticos ni en el autobombo mendicante, se yergue como un autor extraordinario, gracias a su voluntad de estilo y a su reconcentrado esfuerzo (y éxito) en penetrar en el mundo interior de sus personajes, mónadas aisladas en un mundo hostil, refinado trasunto del nuestro.





(1) BÉRTOLO, Constantino. La cena de los notables. Cáceres: Periférica, 2008 (2021).


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