domingo, 23 de mayo de 2021

'Alma reglamentaria', de Alexis HB

Por alguna razón algunos seres humanos creen que albergan la ilusión de escribir una novela, uno de tantos supuestos objetivos vitales que, a diferencia del coito y de la procreación, está lejos, pero muy lejos, de ser natural. Es decir, alguien nos ha enseñado que escribir una novela no sólo es guay sino que te convierte en otra cosa, no sé, en un artista, ese ser, ya se sabe, tocado por lo divino, fulgente y esplendoroso que te permite llevar guayabera aunque no seas García Márquez y vivas en Torrelodones.

Y así, ocurre lo que ocurre, que uno (o una) no escribe porque crea que tiene algo importante que decir a la comunidad de la que forma parte, ya sea local, nacional, mundial o cósmica, sino porque quiere ser. ¿Qué es el ser y cuáles son sus atributos?, nos preguntaríamos aristotélicamente. Ya he escrito de ello en otras ocasiones, así que no insistiré. Eso sí, tal ilusión distrae a muchas personas de hacer otras cosas que podrían serles más útiles, provechosas o simplemente divertidas. A ver: ¿Qué añade otra novela romántica, otra novela negra, otra novela de vampiros o zombis, otra novela histórica a la literatura? ¿Qué le aporta a su público? Por no hablar de que estoy harto de los/as escritores/as que quieran enseñarme su mundo interior, que por lo general es el mismo que el de la mayoría de la gente. No me interesa, para decirlo claro. Vilas, fuera, eres un ñoño. Cercas, exíliate interiormente: eres un pesado. No me apetece leer los sermones de escritores/as que, además, no suelen saber mucho de casi nada. Pérez-Reverte, no te levantes del sillón de orejas, enfádate con tu perros; Vargas Llosa, cada columna de opinión que escribes es una afrenta a algo o a alguien valioso. 

Escritoras y escritores noveles o no tanto, déjenlo ya. O si sienten una vocación auténtica (vayan Vds. a saber en qué consistirá eso) busquen al amigo o amiga inteligente que no le ríe la gracia. Al que sepa más que Vds, el que le señale cada error y cada tontería de su manuscrito. Después, vayan a un/a editor/a que sepa lo que se hace y no a un empresario/a que tiene una imprenta y mantiene una bonita relación con las consejerías/concejalías de Cultura de la miríada de administraciones públicas: esa persona amante de su oficio que no permitirá que una mediocridad se añada a las millones que se han publicado antes. Finalmente, si nada bueno ha ocurrido y su libro ha salido al mundo a pesar de todo, busquen a los/as críticos honrados/as. A aquellos/as que con mayor o menor conocimiento se permiten criticar con sinceridad, sin buscar su amistad ni la de la editora ni la del dueño del medio de comunicación. Lean sus críticas, sopesen los defectos que señalan. Enfádense, si quieren, injúrienlos/as, tal vez, pero reflexionen un rato: tal vez hayan acertado, ya sea por casualidad.

 Ni caso a los elogios, ni caso a esos escritores veteranos, tal vez algo famosos, y muy resabiados, con los que comparten de vez en cuando un almuerzo o una cena y por lo que se sienten honrados/as. Algunos parecen alimentarse de la admiración de los poco avisados.

Ni caso a los/las periodistas culturales que nunca dirán que su libro (sí, el de Vds.) es una porquería. No les interesan los artistas, lo que buscan es una red de contactos, tal vez una inversión simbólica a medio plazo.

Ni caso a los filólogos reconvertidos en apologetas con ganas de currículo. En el ámbito local, huyan como de la peste de los elogios de Victoriano Santana Sanjurjo, por ejemplo, y de especímenes similares. Sus ditirambos son el camino seguro a la inanidad literaria.




Todo esto viene a colación por la novela Alma reglamentaria, de Alexis Hernández Benítez, sufragada por crowdfunding. O sea, algo así como la autoedición pero sin que se la pague el propio autor/a, como ha sido costumbre hasta hace poco. Puede interpretarse el dichoso crowdfunding como un anticipo de futuros lectores que, sin haber leído la novela, otorgan confianza al autor. Más bien, creo, han pasado por caja amigos/as, deudos y allegados/as en diversas líneas de consanguinidad y afinidad, ya por solidaridad, ya por algún tipo de deuda moral.

No querría explayarme en una novela de un autor primerizo, pero las cien páginas que he leído están marcadas por un estilo deplorable, en el que la verborrea se hace pasar por vocabulario, y un abotargamiento de símiles y metáforas por creatividad o ingenio. Mucho adjetivo, mucha minuciosidad irritante, mucho tópico. Los diálogos son increíbles y resultan impostados y el protagonista narrador es uno por el que no se puede sentir sino repulsión. Además, cómo no, alguna reflexión sociológica falta de lecturas y sobrada de prejuicios. Nada que no hayamos visto antes en autores con muchas ganas de escribir y gritar a los cuatro vientos: "¡Mamá, soy escritor!" Eso sí, la portada mola.

Puede ser que haya crítica social, pero no la he visto en estas páginas. Puede que haya un develamiento de la profunda corrupción moral de las élites, para empezar, y del resto de la sociedad, pero no la he detectado. Puede que haya una radiografía nítida de nuestras miserias, pero no he leído nada que no haya visto en cualquier serie de TV. Puede que la novela posea una arquitectura de episodios y escenas magnífica, pero no he tenido paciencia de pasar de la página número cien. Es lo que ocurre en estos tiempos veleidosos, más aún cuando uno ya ronda la cincuentena y percibe que cada vez queda menos tiempo para desperdiciar.

Lo que voy a hacer, para que no me acusen de ensañamiento es ofrecer algunos extractos y ya deciden Vds:

 

El uso de dicha información se antojó un precio ridículo cuando la Jane callejera se dejó caer a mis brazos desde el árbol. Entonces nos presentamos en silencio; primero, las miradas, después, las mejillas. La posé en el suelo a desgana, me dio las gracias, nos reímos un poco de lo sucedido y se despidió al trote inquieto y lleno de vida que debía caracterizarla desde niña. "¿Y eso es todo?", le grité a su atractiva silueta de espalda. Se viró y contestó: "¿Qué más quieres, espantapolis? ¿Sientes que te debo algo?". "No se trata de mí. Se trata de nosotros y de la deuda que tenemos con esta noche. Acabamos de contraerla y si no la pagamos antes de que amanezca, puede que ya nunca podamos saldarla". Ella entornó sus enormes ojos, contuvo la sonrisa, y dijo: "Lo siento. Has malentendido las cosas". "Lo mejor que se puede hacer con las cosas es malentenderlas", repliqué. "Es la única forma de vivir de verdad. La única forma de salirse por la tangente, de romper con lo que se espera Es la única forma de disfrutar y divertirse. Las cosas bien entendidas son una mierda". 

Tras liberar la sonrisa de agrado, se encaminó hacia mí. Por millonésima vez, habían sido las palabras justas para la persona adecuada. (Pág. 18)


 Parecía un fumadero de opio y no debía oler muy distinto. En el ambiente había una mezcla provocativa de especias y nervio rancio, como el tufo que desprendería un mercado marroquí si ardiera entre las llamas de cócteles molotov fabricado con telas recortadas de sobaco de chilabas bereber y botellas usadas para hidratar los camellos mimados de algún jeque. La luz, casi ocre, era opresiva, y el mobiliario, en especial las cabinas, parecía hecho por algún niño que creyese jugar a indios y vaqueros y se hubiese construido un fuerte usando palés y tachas oxidadas. Un fuerte que hubiese resultado más inexpugnable si lo hubiese levantado con piezas de Lego y plastilina. (Pág. 33)


Entré a un persa y pedí algo barato para comer. Fuese lo que fuese aquello, lo empecé y lo terminé de pie en la acera opuesta al locutorio. Observaba la calle mientras me limpiaba salsas desconocidas de las comisuras de los labios. 

Se trataba de una calle activa y multirracial, característica de una zona portuaria y de una capital incapaz de albergar físicamente un barrio delimitado para cada etnia. Una mora vestida de rosa chillón dialogaba con una mujer ghanesa de traje amarillo que sostenía en equilibrio sobre la cabeza un bulto del tamaño de mi sofá. Dos vietnamitas varones, jóvenes e imberbes, se ofrecían bajo el sol de sobremesa, quizás por la falta de oportunidades o quizás por el sentimiento de culpabilidad que provocaba el exceso de ellas, siempre en comparación con las que había en Saigón donde sus madres y sus abuelas empezaron por necesidad la tradición familiar. Un verdulero griego chapurreaba a gritos el castellano para compensar la atención acaparada por el frutero andaluz y su verborrea simpática y más traducible (solo un poco más). Un indio lakota daba órdenes a unos yanquis que descargaban en su tienda un camión lleno de radiocasetes y otras antiguallas. Un cartero canario metía las cartas por debajo de la puerta de un edificio, sabedor de que era una molestia inútil tratar de acertar con la correspondencia de un bloque de vecinos sudamericanos en constante desahucio. Una pandilla de judíos adolescentes parapetada en un portal se mofaba de un crío árabe que corría delante de un pastor alemán sin la correa. La calle sufría el estrés de la auténtica globalización, la que germina de forma espontánea y sin opción el crisol de los suburbios, disolutos refractarios en un disolvente ácido; no la que nos quieren vender al mostrarnos un yuppie sueco cenando sonriente junto a una negra de facciones suaves y sajonas y traje de confección milanesa, arrodillados en un japonés de doscientos euros el palillo. (Págs. 47-48)


-Oye, hablando de perder el tiempo -dijo la mujer cuando la conversación ya era un fósil-. ¿Qué tal el otro día con Vane? ¿Cumpliste? 

-Por supuesto -contestó con esa desgana suya-. Tranquila, no sufrió. Todo acabó muy rápido. 

-¿Ah, sí? ¿Eres un eyaculador precoz de esos? 

-De los más precoces. Que yo sepa, me corro desde los seis años. 

La mujer soltó una carcajada que sonó como un remolque. Él se quedó tan ancho. Dejó la última mordida del dulce sobre la mesa y se limpió en la manga. Se marchó con el detalle alienígena de decirle que le llamase por si necesitaba algo. 

La mujer mantuvo la sonrisa. Tenía la boca de un rape escorbútico. 

-Qué hijo de puta -acabó por decir-. No es mal tío, ¿sabe? Parece aburrido pero es un cachondo de la hostia. Hace años hasta tenía su no sé qué. 

Puso la vista en el televisor y la atención en algún lugar muy lejano. Me pregunté si alguna vez había habido algo entre los dos y me convencí en el acto de que era imposible. Juntos en un colchón encontraría la misma química que una llanta de tractor y un yorkshire. 

Nos presentamos en condiciones, estrechamiento varonil de manos incluido. Se llamaba Linda. A todas luces, sus padres se precipitaron al ponerle el nombre y llevaban treinta años gastándonos una broma de mal gusto. (Págs. 49-50)


 Sobre la calle había caído la noche adulta como una bolsa de basura negra y arrugada. Viejos neones a media vela, varias prostitutas en la preferente sesión nocturna, olores a cenas baratas de sartén mezclándose al salir de las ventanas, gritos de matrimonios deshaciéndose a los pies de una cama o empezando a hacerse sobre ella, ofertas drogadictas de camellos que nunca hacían sus deberes de sexto de primaria, gente de mala vida susurrando trapicheos o trapicheando susurros. (Pág. 56)

 

Me sirvió otra birra sin que la pidiese y se fue a atender a la extranjera desconocida. Mi atención la siguió como un perrito faldero. Sentía una curiosidad insana por aquella clienta. 

Su cabello rubio pilsen caía momio hasta los hombros, una suavidad algo revuelta y descuidada que mantenía delante del rostro sin que pareciese molestarla. En el perfil facial que dejaba a la vista no había marca de expresión alguna, lo que se consigue siendo desde pequeña más dura que las piedras del camino o cicatrizándolas de adulta durante una huelga de sentimientos prolongada, protesta ante una vida trágica o trágicamente vacía. Su piel tenía las tonalidades albaricoque de la gente blanca que trabaja al sol, seguramente un sol de altura. Por el contrario, las pecas pálidas que tenía espolvoreadas alrededor de las ojeras eran genéticas. La mano que sujetaba su absenta seguía hablando de trabajo al sol, dureza y piedras. La otra estaba semioculta con una venda blanca y decía tanto o más por lo que callaba. Llevaba unas gafas de pasta transparente y sombras vainilla, con cristales grandes y circulares, un modelo sobre el que la moda había defecado hacía lustros (Pag. 60) 


En fin, para qué más, si yo ya no puedo.



P.D. En una adenda, Alexis HB agradece mucho y a todo dios, y escribe, entre otras cosas: "Gracias por la valentía de apostar por la creatividad, por la literatura sin especulaciones".

 



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