Es posible que se sorprendan si, leyendo a Esquilo, en concreto su trilogía trágica Orestiada, encuentran a una antecesora de Lady Macbeth, en el personaje de Clitemestra, la esposa de Agamenón, el vencedor de Troya. Lo saco a colación, porque a veces tengo la sensación de que mi formación literaria ha ido en contra de la flecha del tiempo. Aquellos clásicos griegos y romanos, fuente o base de gran parte de nuestra cultura, han sido relegados a la oscuridad salvo en ocasionales glosas y citas dispersas. Así, no pensé, cuando en su momento leí Macbeth, que Lady Macbeth era un eco de Clitemnestra. Independientemente de si Shakesperare había leído a Esquilo o no, mi conocimiento alcanzaba solo al primero. Ver para creer, pensarán con razón, mientras se rasgan las vestiduras.
No hace tanto tiempo, una persona no era culta si no sabía latín. Antes, si no sabía griego clásico. En el ámbito académico anglosajón, una persona que no sabe griego (no el moderno) recibe el apelativo de "greekless", creo que con ánimo despectivo o condescendiente. Hoy en día, no existen criterios que gocen de respaldo social generalizado para determinar quién es culto. Lo que hay -y siempre ha habido- son criterios de clase. Aunque, a decir verdad, en nuestra época a casi nadie le importa, salvo a esa especie humana denominada gestor/a cultural, experta, en realidad, en relaciones humanas y captación de patrocinios y, por supuesto, a aquellos que abominan de "la masa". Masa de la que ellos/as no forman parte, por supuesto: excrecencia monádica, en todo caso. Quizá sea mejor así, porque es fácil abominar de los supuestos incultos si uno/a ha tenido todas las posibilidades para leer, estudiar y llevar una vida con tiempo libre y ellos/as, no.
Volviendo al asunto griego, les confieso que, quizá por el hastío que representa la producción literaria patria y local en su mayor parte, y también por motivos de investigación intelectuales, he dirigido la mirada a los griegos. Si, como ya comenté hace algún tiempo, Sófocles y su Edipo, Rey (quien, en realidad, no era rey, sino tirano) fueron, vía Foucault y su estudio de la parresía, el objeto de mi lectura, después fueron Eurípides y su Ion, y ahora, como señalé más arriba, Esquilo: la Orestíada, Los persas y Prometeo encadenado. Lo mismo puede decirse de Platón, de quien uno puede disfrutar tanto por su contenido filosófico como literario. Quién me iba a decir a mí, no hace tanto tiempo, que lo leería con placer. En general, tengo la sensación de que voy dando tumbos en la vida, sí, pero en ocasiones uno de esos tumbos me acerca a algo valioso de lo que ya no puedo prescindir en adelante.
Si uno quiere saber algo de la Grecia clásica, de su democracia, no puede sino conocer también su mentalidad, su visión del mundo, cambiante, por acotar el periodo más conocido, desde Salón hasta la derrota ante las armas macedonias, y que se plasma de manera nítida en la tragedia y en la comedia. Además, por supuesto, en los diálogos de Platón, en los escritos políticos y éticos de Aristóteles y en otros textos como La Constitución de los Atenienses, de paternidad dudosa (se le suele denominar a su autor el Viejo Oligarca) o de Tucídides y Jenofonte, entre otros. Bien es cierto que todos estos autores exhibían en sus escritos su visión profundamente antidemocrática de cómo debía organizarse una polis. Así pues, uno puede comenzar con política y acabar leyendo tragedia, o viceversa. Esa división bastante nítida para nosotros entre política y literatura resultaba inexistente para los atenienses, y los griegos, en general, pues ni siquiera nuestra concepción del arte sería inteligible para ellos. En fin, nada que no se sepa.
Es interesante saber, además, respecto del teatro en Atenas, que en sus festivales dramáticos se erigía en vencedora no aquella obra por la que hubiese votado un comité compuesto por Juan-Manuel García Ramos, Juan Cruz y un/a tercero/a cualquiera, sino por la misma ciudadanía que había asistido a las representaciones. Era, por tanto, un premio del máximo prestigio, ausente experto alguno, en el que el componente democrático era esencial, en consonancia con el espíritu de casi todas las instituciones de la polis. Recordemos también que los jurados de los juicios y la composición del Consejo que preparaba los asuntos para ser debatidos en la Asamblea estaban, asimismo, formado por ciudadanos seleccionados por sorteo (que voluntariamente se habían postulado para ello), por lo que cualquiera podía formar parte de la administración, aunque fuera por un periodo breve. Solo los estrategos, los generales, y más tarde el tesorero de la ciudad resultaban elegidos por votación. Para los asuntos que no requerían saber técnico-especializado, el sorteo; para los que sí, la elección. Se consideraba, pues, que el sorteo era más democrático y la elección, más aristocrática.
En fin, lo que les quiero transmitir es que se puede apreciar la obra de aquellos griegos sin ser especialista ni académico, y que por mucho que sepamos de terceros que estamos influidos por ellos, etc., no hay nada mejor que ir directamente a su legado, sin más intermediarios que una buena traducción o, en su caso, un/a buen/a comentarista, que hay muchos/as y buenos/as. Por ejemplo, en la actualidad estoy enfrascado en la lectura de Democracy. A life, de Paul Cartledge o Ethos y Pólis: Una historia de la filosofía práctica en la Grecia clásica, de Salvador Mas Torres.
En este sentido, una relectura de El Banquete, de Platón bajo el confortable manto de Giovanni Reale en su obra Eros, el demonio mediador vale mucho la pena, por mencionar otro. O aquel libro de Cornelius Castoriadis que, en su momento cité en algún artículo: Sobre El Político de Platón.
En fin, comprendo que se pueda percibir este artículo como un tanto ingenuo, en tanto en cuanto muchos/as de ustedes estarán de sobra familiarizados con su objeto. No obstante, mi propósito ha consistido desde un principio en hacerles partícipes de lo que supone para mí un descubrimiento de esta naturaleza en un estadio ya avanzado de la vida, lo que me ha hecho cuestionar -una vez más- mi educación y mis preferencias a lo largo de aquella.
Añadamos, ya hablando de forma general, la formación literaria de nuestros/as escritores/as. Si Thoreau, Emerson, Hawthorne, Melville, Dickinson y otros/as grandes de la literatura estadounidense del siglo XIX escribían sobre la base de un conocimiento profundo de las Escrituras, me pregunto si a estas alturas de siglo XXI se puede escribir sin saber nada no solo de la Biblia ni de las autores grecorromanos, sino si se puede abordar un proyecto literario sin un mínimo de erudición que consista en algo más que en series de TV, alguna lectura en diagonal de Arturo Pérez Reverte y el recuerdo adolescente e inefable de H.P. Lovecraft.
Por otro lado, ¿puede uno/a escribir, estando situado dentro del marco de una cultura, sin conocer la obra de las generaciones anteriores que contribuyeron a engrosar el acervo de esa misma cultura? ¿Necesita un escritor canario conocer a Cairasco de Figueroa, a Alonso Quesada, a Josefina de la Torre o a Víctor Ramírez? ¿Esas sombras de antaño pueden quedar atrás sin que nos alcancen? En definitiva, ¿hay lecturas indispensables del pasado para que la obra potencial de nuestro presente resuene, a su vez, en la posteridad?
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