sábado, 20 de junio de 2020

'La felicidad de los ogros', de Daniel Pennac

Hay periodos que uno los vive como una travesía. O como un descenso. En apariencia, nada ha cambiado. Los demás nos ven como siempre, y deseamos que así sea. Sin embargo, hemos entrado en una fase: no pensamos lo mismo que ayer, y las certezas que nos servían de repente se han revelado ilusorias. Lo sentimos como una convalecencia, e intuimos que tenemos que bucear muy hondo, tocar el fondo como un buscador de perlas, vislumbrar los pecios, desde aquellos recientes en los que podemos imaginar las celebrities en bikini hasta los que se han coralizado casi por completo y son espectros inmóviles, posibles visiones del futuro aunque provengan del pasado. Es posible que nos sintamos cómodos ahí, que anhelemos quedarnos sumergidos para siempre. El regocijo submarino dejaría de serlo si así fuera. Emergemos, pues.

Otra manera de imaginarlo es que salimos de una zona, a la manera que Tarkovsky interpretó el relato de los hermanos Strugatsky (Un picnic junto al camino). Entramos buscando una fórmula, el apaciguamiento de un deseo, tal vez las indicaciones de un destino, y salimos transformados sin obtener nada de lo anterior. Algo nos llevamos, no obstante, aunque no sepamos precisar qué. El planeta, mientras tanto, sigue girando impasible sobre su eje y el cosmos sigue expandiéndose, pese al recibo de la luz. Hay una ineluctabilidad en la existencia que, bien mirada, resulta tranquilizadora. Nuestra mirada nunca es olímpica, sino formícida, que es otra forma de decir que estamos situados en el tiempo y en el espacio. Solemos decir que el mundo se derrumba bajo nuestros pies cuando en realidad eso solo significa que es nuestra existencia personal la que se ve alterada, lo que no suele ser causa de progreso de la ciencia ni hito de la historia.

Por eso, cierta literatura parece estar hecha para nosotros en ese momento que lo necesitábamos. También podemos pensar que somos los lectores que esa literatura requería.

Al final, solo queda morirnos con algo de dignidad. Lo importante es lo que hacemos mientras tanto. "... como polvo al viento/así se deshará nuestra fatiga".






La felicidad de los ogros, de Daniel Pennac (traducción de Manuel Serrat Crespo), es una de esas obras que logran sacarnos del marasmo existencial, casi cualquiera que sea este. No tendrá, tal vez, la potencia ni la sutileza de los grandes clásicos, pero no es menester subestimarlo. Pennac logra, virtud no tan frecuente, crear personajes verosímiles. Es más, personajes entrañables, dignos de ser amados por el lector. El protagonista y sus hermanos forman una familia de lo más disparatada e increíble, pero, a su manera, absolutamente verosímil. Algunos autores y autoras deberían dejar de buscar la excelsitud y aprender de autores como Pennac, que sin abrumarnos con verborrea de saldo, nos vende una familia, un perro, varios amigos, una comisaría de policía, unos grandes almacenes y un barrio entero (multicultural, por cierto, pero sin necesidad de justificarlo, sólo lo expone) sin despeinarse.


Tengo una concesión de contrato renovable en el Père-Lachaise, en el número 78 de la calle de la Folie-Règnault. Cuando llego, el teléfono está insistiendo. Siempre me doy prisa cuando me llaman. 
-Ben, ¿estás bien? 
Es Louna, mi hermana. 
-¿Cómo si estoy bien? 
-La bomba, en el Almacén... 
-Todo el mundo ha palmado, soy el único superviviente. 
Se ríe. Calla. Y luego dice: 
-Hablando de palmar, he tomado una decisión. 
-¿De qué tipo? 
-Del tipo bombazo. Voy a hacer que palme mi inquilino. Aborto, Ben. Prefiero quedarme con Laurent. 
Nuevo silencio. La oigo llorar. Pero de muy lejos. De hecho, hace lo posible por ocultármelo. 
-Escúchame, Louna... 
¿Qué va a escuchar? Historia clásica. Ella, la gentil enfermera, y él, el apuesto doctor, el flechazo, la decisión de mirarse a los ojos hasta la muerte, ella y él, y nadie más. Pero, con el paso de los años, las ganas del tercero empiezan a apuntar. La femenina comezón del duplicado: la Vida. (Pág. 21)

El tipo que refunfuña en lo de Lehmann tiene unos hombros tan anchos que obstruyen la puerta cristalera. Una espalda capaz de eclipsar el sol. Así pues, no veo la cara de Lehmann. A juzgar por el estremecimiento de los músculos, bajo la chaqueta del cliente, y por la vena que palpita en la piel enrojecida de su cuello, a Lehmann no le debe llegar la camisa al cuerpo. Quien está de pie ante él no es, precisamente, del tipo coloso bonachón. Un sanguíneo que no levanta la voz. Los peores. No ha dado ni un solo paso en el despacho. Ha cerrado la puerta a sus espaldas y murmura sus quejas, apuntando con el dedo a Lehmann. Doy tres golpecitos discretos. Apenas toc, toc, toc. 
-¡Adelante! 
¡Carajo! Hay angustia en la voz de Lehmann. El propio mastodonte abre la puerta, sin volverse. Me escurro entre su brazo y la jamba con la temerosa agilidad de un perro apaleado. (Págs. 37-38)

Precisamente vamos a hablar del oficio en la torreta de Lehmann. Sainclair en persona me aguarda allí. Se ha sentado tras la mesa de mi jefe jerárquico directo, que se mantiene de pie a su lado, con los talones a escuadra, hinchando el pecho, las manos cruzadas a la espalda, la mirada franca. No hay cliente. No hay silla para que me siente. Todo neón. Y la dulce mirada de Sainclair, el jefe de todos nosotros. 
-Señor Malaussène, la casualidad me permitió conocer al comisario Coudrier en casa de unos amigos comunes, ¿y sabe usted lo que me dijo? 
Advierto lo de la "casualidad", lo de los "amigos comunes"; pienso: mientes, simplemente te ha llamado, y respondo: 
-Coño, yo no recibí la invitación. 
-Y sin embargo fue usted el centro de nuestra conversación, señor Malaussène. 
-¡Ah! ¡Eso lo explica todo! -digo. 
-¿Qué? 
-Mi sueño de esta noche: eructaba Moët et Chandon. 
-Esta noche no estaba usted soñando, señor Malaussène, estaba perturbando la buena marcha de esta casa al impedir que la policía y el vigilante nocturno realizaran su trabajo de centinela. 
(Las noticias corren como los olores.) Lehmann frunce las cejas. Sainclair se confecciona un aspecto francamente desolado (Págs. 80-81)

Cuando paseo por Belleville, sea cual sea la hora del día siempre tengo la sensación de haberme perdido en uno de los álbumes de Clara. Ha fotografiado el jodido barrio desde todos los ángulos. De las viejas fachadas a los jóvenes camellos pasando por las montañas de dátiles y pimientos, lo ha captado todo. Es como si paseara ya en plena nostalgia. (¿Cuántos días de novillos puede representar semejante proeza?) Incluso ha grabado la voz del muecín de enfrente de lo de Amar. Este anohecer, mientras dicho muecín recita una azora más larga que el Nilo una pandilla de árabes y senegaleses echa una partida a la puerta del restaurante. Los dados tamborilean en los cubiletes y saltan sobre una caja de cartón boca abajo. La atmósfera me parece algo más tensa que de costumbre. Y, en efecto, apenas me he hecho esta reflexión, cuando brota una hoja al extremo de un puño tendido, mientras la otra mano arrambla con las apuestas. La hoja vibra junto a la panza de un negro monumental que se pone gris, como en los libros. Pero Hadouch (masticaba indolentemente un pedazo de regaliz apoyado en la pared del figón), Hadouch ha dado un salto. El canto de su mano cae sobre la muñeca del árabe, que suelta el cuchillo con un aullido. Si no le ha roto la muñeca, está hecho de acero templado. Hadouch mete la mano en el bolsillo del árabe y la saca con el objeto de litigio: una moneda de cinco francos que entrega al senegales. Luego, puesto que me he acercado, dice: 
-¿Te das cuenta, Ben? Meterse con un enorme negro por una perra chica es realmente la crisis. (Págs. 88-89)

Además, Pennac logra hilvanar la existencia de esta familia, cada uno de cuyos miembros tiene una personalidad bien diferenciada, con una trama policíaca que tiene como epicentro el Almacén, donde el protagonista trabaja de "Chivo Expiatorio" (o en lo que en nuestro castellano imperial suele llamarse cabeza de turco) y como hipocentro histórico, la Francia ocupada. Todo tratado con un sentido del humor al que toca denominar peculiar, pero como aquí no somos de adjetivos pintiparados, lo dejaremos así, pelado. Nuestro autor disfruta y nos hace disfrutar con su ironía (¿suave?) combinando la narración en presente histórico (generalmente) en primera persona con pequeñas anotaciones en monólogo interior.


EXCURSO: Desde de un punto de vista, digamos, sociológico, leemos en esta novela la existencia de una sociedad en la que conviven ideologías encontradas, junto a una obvia variedad étnica y cultural. Además, podemos observar que el sistema económico en que se encuentran insertas las relaciones entre empresario (o directivo) y trabajador son de tipo paternalistas, propias de un régimen de acumulación fordista, y no posfordista o financiero. Valga esto para decir que, aun siendo materia quizá para otro tipo de blogs o de artículos de otra índole, la literatura no debe leerse solo como emanación de un sujeto individual que produce, a partir de su sensibilidad, un discurso que llamaremos literario, sino que sin quererlo, los autores/as plasman con sus obras la sociedad de su momento. Es más, incluso la misma idea de autor/escritor y la de novela o literatura tiene su fecha de inicio y es producto de unas circunstancias históricas y sociales concretas. Nada nuevo, pero vale la pena recordarlo. ¿Con qué lente analizamos el texto?
(Fin del excurso.)


Dado que no podemos abarcar todos los libros publicados ni conocer a todos los autores, y más si uno tiene una gama de lecturas que no se reduzcan a la ficción, estamos a cada rato descubriendo a unos y a otros. Lo que no me parece nada mal, y proporciona incentivos para agudizar el oído, pescar en caladeros ajenos (siempre que no sean de suplemento cultural: "maravilla", "prodigio", "orfebre", "maestro", "talentoso", etc) y con humildad estar siempre dispuesto a recibir la sugerencia en cualquier recodo. 

Así, La felicidad de los ogros ha supuesto tal descubrimiento, y si digo que me la he leído en dos tardes, comprenderán mi reconciliación con el mero placer de leer una historia interesante, hecha interesante, repito, por la galería de personajes que Pennac nos muestra, por una trama bien construida que nos introduce en ciertos horrores que bien podrían ser ciertos (¿qué horrores quedan por asombrarnos?), y por unos diálogos vivaces y bien armados que en ningún momento nos abotargan ni nos hacen poner los ojos en blanco como acostumbran a hacer nuestros ya no tan jóvenes valores locales. 

El placer de leer, sin duda.




P.D. La lectura de este libro es un homenaje, pequeño, modesto, irrisorio, mísero, a una persona que murió el pasado marzo. Era profesor de instituto. Por lo que dicen, un docente comprometido con sus alumnos y con la enseñanza. A pesar de no ser amigos, sí que éramos, al menos eso quiero creer yo, lo que los rusos dicen "buenos conocidos" (joróshie znakomie). Nos encontrábamos en la calle y podíamos pasarnos una buena media hora charlando cada vez. En la facultad de Traductores, donde nos conocimos, era una de las mentes más brillantes, y como todas las mentes brillantes de aquella generación de Traductores, acabó asegurándose el pan aprobando las oposiciones a profesor de Bachillerato. En Facebook, me enteré de su muerte. Al indagar, leí que había recomendado la obra de Daniel Pennac a una amiga suya. Así llegó este autor a mí. Así se lo hago llegar a Vds.








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