lunes, 15 de junio de 2020

'Cien años después', de Alberto Vázquez-Figueroa

Tengo la impresión de que la mayoría de los escritores que se arrastran sobre la faz de nuestras islas querrían ser Alberto Vázquez-Figueroa. Que cualquier cosa que escribieran se vendiera, y mucho (según dicen de este autor), y así, por fin, ser capaz de ser libres, muy libres, LIBRES CON MAYÚSCULAS. Quizá, entonces, poder escribir lo que les diera la gana; también, decir muchas tonterías sabiendo que la recepción de esas tonterías no minaría su aura, sino que acrecentaría su figura pública. Sí, esa persona a la que, independientemente de su campo de actuación, se le pregunta de cualquier caso, desde ósmosis inversa de agua de mar hasta el origen del covid-19 pasando por la clonación o cualquier cosa que le echen delante.

De hecho, tenemos numerosos aprendices de brujo en el mundillo literario (y artístico) que parecen tener una opinión para cualquier momento y de cualquier asunto. Un día están en la radio, un par de horas después graban un programa de televisión y al día siguiente conceden una entrevista. No nos confundamos: no son intelectuales. Más bien, charlatanes. Pero hasta los charlatanes tienen una función. Ser un charlatán con ínfulas literarias y sin éxito de público produce una impresión bastante desconsoladora, la verdad. Cada uno arrastra su sombra por este mundo como puede y como lo dejen, por lo que hasta cierto punto hay que mirarles más con lástima que con desprecio. Escribir bien es difícil, pero conscientes de esa dificultad, muchos se conformarían con ser Vázquez-Figueroa.


No dejo de recordar ese párrafo que le dedica Vicente Luis Mora a la crítica de la promoción de los escritores. Escribe que dicha crítica está basada en la falsa asunción del escritor como profeta, que no podría manchar su mensaje con los reclamos de la publicidad de su obra. Es posible que, en parte, tenga razón. Sin embargo, como ya he dicho en alguna ocasión, en numerosas ocasiones parece que el escritor o escritora se dedican a promocionarse, mientras la editorial le elige asunto o le escribe la obra, cuando debería ser a la inversa: el escritor escribe, la editorial promociona. El loco empeño de la promoción personal tiene que ver con el status, con la ocupación de lugares en la jerarquía social o social-literaria, y menos con la capacidad creativa o artística, aunque esté relacionada con ella. No es la época para el rapsoda, tampoco para el sacerdote literario, pero tampoco debería serlo para el publicista a tiempo completo.





Toda evaluación siempre arrastra una o varias comparaciones. En Cien años después, una novela sobre la pandemia inspirada en el/la covid-19 y cuyo título nos retrotrae explícitamente en las primeras páginas a la gripe española, Alberto Vázquez-Figueroa nos dibuja un escenario visto, leído y oído un millón de veces: el aislamiento de un grupo humano (en este caso, una familia) ante un acontecimiento catastrófico que arrasa el mundo. Aislamiento que se debe, en este caso, a la evitación del contagio y a la prevención de la violencia de otros supervivientes. Como vemos, el autor no hace alarde de originalidad. "Ni falta que me importa", diría alguien. Lo que le importa es que enganche.

¿Engancha, acaso esta novela? Los best-sellers, para funcionar, tienen que contar con la asunción por el público lector de un estado de cosas. Tal estado, digamos, puede ser el sentido común o las expectativas generalizadas sobre algo. En este caso, con buen sentido, el autor rehúye una originalidad situacional. Eso, además, ahorra esfuerzo, que puede dedicar a desarrollar la trama. Esta la construye sobre diálogos, muchos diálogos, con los que puede ir repartiendo perlas informativas sobre historia o ciencia que, para un público que acostumbra a aprender historia leyendo novela histórica, servirá para presumir de nuevos conocimientos frente a la paella y con un botellín en la mano.

Entonces, ¿engancha o no engancha? Los personajes principales son los miembros de una familia: un padre, una madre, el hermano del padre, la hermana de la madre y dos hijos. De estos dos, una hija vive con ellos y puede decirse que es el eje a partir del cual se cuenta la historia, al menos la mitad de ella. La otra mitad corre a cargo del hijo, que estaba fuera estudiando cuando la epidemia convirtió el planeta en una distopía. Aunque los diálogos, a veces, tienen un aire a antiguo, que, por pretender parecer moderno, suena extraño, los personajes tienen cierto perfil propio que evita que se conviertan en meros nombres sobre el papel. Suele decirse de escritores como Vázquez-Figueroa que tienen oficio. Si por ello se entiende construir una historia sobre cimientos tan básicos, sin duda que este autor no carece de él. Otra cosa es que esperemos prosa cervantina, una trama a lo Chirbes o un ingenio como el de Orejudo.

Sin embargo, Vázquez-Figueroa se muestra imperturbable. El mundo le ha dado A y él quiere llegar a B, y recorre ese camino, o más bien lo escribe, sin titubeos. Un poco de violencia por aquí, mucho amor por allá, un personaje pintoresco por el otro lado, otros famosos fácilmente reconocibles como estrellas invitadas a este lado, una hermosa amistad en escorzo por otro... También, un par de dilemas éticos que despacha con desparpajo y campechanía. Sin que apenas nos demos cuenta, a pesar de algún extrañamiento estilístico que otro, este texto. construido a base de párrafos cortos y con una prosa sencilla, nos conduce con facilidad a su desenlace. Muy cuico, este escritor.

Tenía buen ojo y buen pulso pero un pésimo oído. 
Consciente de sus limitaciones pero inasequible al desaliento, solía alejarse cada mañana y cada tarde con el fin de practicar en un bosque del que hasta las ardillas se apresuraban a huir.
Curiosamente, su cuñada, a la que le encantaba ordeñar, aseguraba que cuando Anabel tocaba las vacas daban más leche y se tiraban menos pedos, detalles dignos de agradecer. 
Era cosa sabida que a los animales les encantaba la música pero no que las vacas tuvieran tan mal gusto, aunque quizás el hecho de pasarse el día rumiando les permitiera captar ciertos matices negados al tímpano humano. (Pág. 18)

Cuando comenzaron a correr rumores sobre una extraña enfermedad que se había iniciado en una remota región de la China más profunda, habían surgido voces que negaban a los cirus que se suponía que la trasmitían el derecho a denominarse seres vivos, dado que no podían reproducirse por sí mismos y tan solo infectaban células extrañas sin poseer metabolismo propio. 
No obstante, dos biólogos americanos habían comparado las estructuras de las proteínas de varias células y virus, encontrando tipos relacionados entre sí pero separados desde hacía siglos. Según ellos, las familias virales que pertenecían al mismo orden se habían ido distanciando de un virus ancestral común. 
Parte de la confusión se debía a la abundancia y diversidad de virus puesto que aunque tan solo se hubieran identificado unos cinco mil, algunos expertos aseguraban que podían existir casi un millón.
Los que causaban las enfermedades imitaban el sistema de fabricación de proteínas de la célula que habían invadido y hacían copias de sí mismos que de inmediato se extendían a otras células hasta apoderarse del individuo. (Págs. 29-30)

-¿A qué se debe el placer de su visita, encantadora señorita? 
-Me aburría. 
-Si le respondieras eso a un pretendiente te mandaría a la mierda y con razón. 
-¿Qué pretendiente? Si algún día tengo un pretendiente lo único que pretenderá será robarme un cerdo. 
-Más vale que te robe un cerdo que la virginidad. 
-¿Estás seguro...? 
-Bien mirado, no. Criar un buen cerdo lleva su tiempo. 
Permanecieron un rato balanceándose hasta que pidió: 
-Cuéntame algo. 
-¿Sobre qué? 
-Sobre algo que no sepa. 
-Pues podría pasarme diez años hablando. 
-¡Cretino! 
-¡A que te doy un sopapo! 
-Por favor. 
-¡De acuerdo! Vamos a ver... ¿Sabías que la teoría de la evolución de las especies tiene su origen en otra epidemia? 
-No, pero lo considero absurdo. ¿Qué tienen que ver una cosa con la otra? (Págs. 47-48)

Tras haber realizado un minucioso estudio sobre su rentabilidad teniendo en cuenta que andaban escasos de abono, pese a que se recogían cuidadosamente excrementos, cosa harto desagradable y fastidiosa, casi una tercera parte de la granja permanecía semi abandonada y sus muros parecían cada vez más débiles. 
No es que estuvieran a punto de derrumbarse como los de Jericó, pero Aurelia tenía la desagradable sensación de que estaba soportando una presión excesiva pese a que hasta el momento nadie hubiera tocado trompetas o se hubiera atrevido a escalarlos. 
Al fin una noche se atrevió. 
Los perros ladraron colocándose justo en el lugar del muro por el que los intrusos pretendían acceder por lo que su padre corrió hacia allí y disparó a bocajarro a un hombre que luchaba por librarse de la alambrada de espinos. 
Se quedó allí colgado y desangrándose no solo por la herida, sino por los incontables cortes que le habían producido las concertinas. (Pág. 81)


 No resulta, pues, una tortura como algunas de las novelas que he reseñado en el blog. Tampoco es que resulte un placer. Es, ¿cómo decirlo?, un pasatiempo para tener ocupada la mente, como una sopa de letras o una partida blitz de ajedrez entre amiguetes. Ahora que estamos en un periodo de normalidad, puede leerse en una hamaca junto a una piscina, o en la playa, con un refresco y un bocadillo. Si no disponen de esas posibilidades, pues justo antes de la siesta, para abandonarse con placidez al subconsciente.

Dicho todo lo cual, insisto: muchos autores quisieran ser Vázquez-Figueroa. Digo más: ojalá lo fueran para no sufrirlos como son ahora.










P.D. Una entrevista:

4 comentarios:

  1. Al César lo que es suyo. Este hombre, como aquel Jordi Sierra i Fabra, son auténticos artesanos con espíritu emprendedor que se han hecho a sí mismos en el mundo literario (que no en la literatura, a mi juicio). Creo que tienen una "mecánica" que les permite crear un producto mínimamente digno porque no pretenden otra cosa. Su gran virtud es que ellos no quieren "hacer literatura".
    Ese propósito de "hacer literatura" es lo que echa a perder muchas obras.

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  2. Estoy de acuerdo. En ese sentido, me parece un trabajo 'honrado': no suscita expectativas de otra cosa que lo que ofrece.

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  3. Sintético: me pareció MALÍSIMA.

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    Respuestas
    1. Me gustaría estar de acuerdo o en desacuerdo, pero lo cierto es que a estas alturas no me acuerdo de nada. Así que no creo que la novela me resultara memorable, ni mucho menos.

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