domingo, 23 de febrero de 2020

'Liberty Bar', de Georges Simenon

Soy de la opinión de que la gran ventaja de la literatura respecto de la mayoría de las demás posibilidades creativas y artísticas de las que es capaz el ser humano -y lo que motivará su supervivencia a pesar de crisis, desastres y un futuro probablemente marcado para la mayoría de la humanidad por la escasez, por no hablar de conflictos externos e internos, dado que es bastante difícil pensar en un progreso moral de aquella a corto plazo- es su simpleza tecnológica y la casi completa ausencia de necesidad de capital en el ámbito creativo (que no en el de la distribución y en el de dar a conocer).

Esto se ve con facilidad cuando asistimos al desfile de series de televisión cuyos planos, argumentos, personajes y diálogos parecen sacados todos de un mismo patrón. La necesidad del retorno ampliado del enorme capital invertido en una serie ambiciosa incentiva la búsqueda a toda costa del éxito del público, que es el que paga directamente o por ellas o por su suscripción al canal, llámense HBO, Netflix, etc., y eso se hace mediante -no digo nada nuevo- la repetición de  fórmulas que en un momento u otro han supuesto ese éxito. Lo mismo ocurre con el cine o con los programas de televisión. Hasta cierto punto es normal imitar las claves del éxito de otros, pero para el que se toma en serio el arte, los reclamos, ansiedades y desafíos económicos del capital solo nos interesan en la medida que perjudica (o beneficia) a aquel. 

La literatura, bien lo sabemos, no está exenta de esa búsqueda desaforada del beneficio por las empresas editoriales, exacerbada en nuestros días, por el creciente número de ellas absorbidas por corporaciones de tamaño internacional y de alcance global, cuya relación con la literatura es la de mera mercancía. De ahí, la búsqueda incesante del siguiente best-seller, de los premios de cartón piedra y de todas esas miserias que de vez en cuando salen a la luz. Sin embargo, al fin y al cabo, para escribir solo se necesita, en principio, una persona, un instrumento con el que trazar letras y una base material sobre la que trazarlas. Casi lo mismo podría decirse de la pintura, nos susurran las cuevas del Paleolítico.

Un asunto sencillo, en definitiva. Luego, comienza a complicarse.




Liberty Bar (traducción de Núria Petit), como otras obras del prolífico Georges Simenon, bien puede leerse en una tarde. Además, sin que sea necesaria una cláusula adversativa, su influencia puede durar para siempre. Que alguien, negros (o asistentes en la escritura no explicitados) aparte, sea capaz de escribir más de 2 novelas al año durante su vida como escritor debería inducir a la sospecha. ¡En Canarias, tenemos un par de escritores con la afición a publicar una obra cada año y ya nos parece excesivo! 

Es posible, y esto prefiero dejarlo para los académicos, que Simenon trabaje con un marco más o menos fijo. Esto le evita tener que estructurar cada obra suya de nuevo, además de contar, como en las novelas del comisario Maigret, con un personaje bien definido: esto, como en todas las sagas, le evita tener que dar demasiadas explicaciones a sus lectores habituales. Aun así, y fijándonos solo en esta novela, el contenido y el estilo desbordan el marco.

¿Por qué? Aparte de lo llamativo que me resultan algunos pasajes de la novela, de gran altura literaria, destacaría la economía de medios. No es Liberty Bar una novela de párrafos extensos, de largas listas e inventarios abultados, de exhibición de verborrea. Por el contrario, la elipsis y lo implícito en la narración son tan importantes o más que el argumento, que, al fin y al cabo, nada tiene de extraordinario. 

¿Novela policiaca, negra? Simenon decepcionará a quien busque psicópatas, asesinos en serie o truculencias en diversos grados de aberración a las que nos hemos acostumbrado desde hace ya demasiado tiempo. Un rico venido a menos, William Brown, muere en su villa, donde convive con su amante y la madre de esta, tras haber sido apuñalado por la espalda. Maigret es enviado allí para, con "discreción", investigar el caso. Antibes y Cannes son las localidades donde se desarrolla la acción. La brillante descripción de esos lugares, con sus terrazas, sus yates y sus millonarios, nos recuerda al mundo de los ricos descrito, por ejemplo, en La muerte de mi hermano Abel, que se contrapone a lugares más sórdidos, tan solo a unos metros, tras doblar una esquina. No hay luz sin oscuridad, ni riqueza sin miseria, etc. Que creamos o no que un autor no debe limitarse a contraponer mundos como máxima exhibición de denuncia y esperemos o queramos (o no) que se faje en este aspecto es asunto para otro debate, que no solo concierne en este caso a Simenon y a otros/as muchos, sino al papel de la literatura y del arte, en general.

En lo que se refiere a las capacidades del autor, fijémonos en cómo cuenta Georges Simenon, vía Núria Petit:


La primera sensación de Maigret al bajar del tren fue que estaba de vacaciones: el sol que bañaba la mitad de la estación de Antibes era tan deslumbrante que sólo era posible ver a la gente como sombras en movimientos. Eran sombras con sombrero de paja, pantalón blanco y raqueta de tenis. Había un zumbido en el aire, palmeras y cactus bordeando el andén, y un jirón de mar azul más allá de la lamparería. (Pág. 7)


Maigret tomó el autobús. Al cabo de media hora estaba en Cannes y se dirigió al garaje que le habían indicado, cerca de la Croisette. Todo era blanco: ¡inmensos hoteles blancos!, tiendas blancas, pantalones blancos y vestidos blancos. Y en el mar, velas blancas. 
Era como si la vida no fuese más que un espectáculo de revista, un cuadro blanco y azul. (Pág. 28)

¡Siempre lo mismo! Ya eran más de las doce. Caía un sol de justicia en las calles. Maigret tenía ganas de abordar a un guardia municipal como un turista con ganas de juerga, y preguntarle:  
-¿Dónde está el barrio donde uno se divierte? 
De haber estado allí, la señora Maigret habría notado que le brillaban demasiado los ojos: llevaba unos cuantos vermuts. 
Dobló una esquina, luego otra. Y de pronto aquello dejó de ser Cannes, con sus grandes edificios blancos brillando al sol; era un mundo nuevo, callejuelas de un metro de ancho, ropa tendida en alambres que iban de una casa a otra. (Pág. 31)

Los diálogos no tienen la contundencia de un puño americano como los de Raymond Chandler. Pero nadie más que el estadounidense podría haberlos escrito y, además, Simenon es más de guante de seda. Las conversaciones de los personajes nos hablan de ellos, esclarecen situaciones y hacen avanzar la trama. ¿Qué más podemos pedir?


-¿Hace mucho que regenta este bar? 
-Unos quince años. Estaba casada con un inglés que había sido acróbata, y por eso teníamos como clientela a todos los marineros ingleses y también a los artistas de music hall. Mi marido se ahogó hace nueve años durante unas regatas. Competía por una baronesa que tiene tres barcos y a la que usted debe conocer. 
-¿Y desde entonces? 
-¡Nada! Conservo la casa. 
-¿Tiene muchos clientes? 
-No me interesan demasiado, son más bien amigos, como Yan, como William. Saben que estoy sola y que me gusta la compañía. Vienen a beberse una botella, o me traen rascacio o un pollo, y yo cocino. Llenó los vasos y observó que Maigret no tenía. 
-Deberías traer un vaso para el comisario, Sylvie. 
Ésta se levantó sin decir palabra y se dirigió hacia el bar. Debajo de la bata, iba desnuda, y en los pies sólo llevaba unas sandalias. Al pasar, rozó a Maigret y no se disculpó. La otra aprovechó que Sylvie estaba en el bar para murmurar: 
-No se lo tenga en cuenta, ella adoraba a Will, ha sido un golpe muy duro. 
-¿Duerme aquí? 
-A veces sí y a veces no. 
-¿A qué se dedica? 
Entonces la mujer miró a Maigret con aire de reproche, como diciendo: "Y usted, un comisario de la Policía Judicial, me lo pregunta?". 
Y enseguida respondió: 
-Es una chica muy tranquila, nada viciosa. 
-¿William lo sabía? 
De nuevo la misma mirada. ¿Acaso se había equivocado al juzgar a Maigret? ¿Es que no entendía nada? ¿Había que decírselo todo con pelos y señales? (Págs. 36-37)

Este diálogo, además, podría servir para comunicarles la idea anterior de la economía lingüística del autor. Nosotros somos, pues, como Maigret, y debemos estar concentrados para no perdernos detalle. Además, la novela, narrada en tercera persona, troca todo el tiempo en estilo indirecto libre, tanto con el comisario como con otros personajes, lo que permite una fina penetración en su subjetividad que no es baladí: comprendemos mejor las razones que motivan sus acciones que, quizá, con un narrador omnisciente. Aun así, toda la trama se desarrolla teniendo como referencia a Maigret, por lo que solo tenemos acceso a la información a través de él. 

EN DEFINITIVA, una novela amena y fácil de leer, con estilo propio, personajes fuertes y frases brillantes. Literatura, qué más quieren. Liberty Bar está tan bien hecha que parece fácil de escribir, lo que quizá resulte cierto solo para su autor.









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