martes, 11 de febrero de 2020

'Amores ciegos', de Marcos Rivero Mentado

Lo mejor que puede hacer uno en una tertulia, sobre todo si tiene que ver con el arte, es ser el disidente. Igual que lo que se dice sobre las timbas de póquer: "Hay un tonto al que se le despluma, y si no lo identificas significa que eres tú", lo mismo podría afirmarse de las tertulias de este tipo, pero con un ligero matiz: si no identificas al disidente, apresúrense a serlo Vds. Con eso se consiguen dos cosas: a) no les invitarán más, con lo que b) se ahorrarán la obligación de escuchar tonterías con pretensiones normativas.

Porque si hay un ámbito que se aleje de la situación ideal del habla es el de la tertulia cultural o artística o literaria. Sobre todo, por más que uno lo advierta, cada uno/a de los participantes lleva consigo su propia definición de cultura, de arte, de literatura, etc., con lo que suele ocurrir que mientras uno cree que está hablando de arte, otro está entendiendo economía política, y un tercero el éxtasis místico teresiano. Además, al igual que la literatura común suele estar anclada en el naturalismo decimonónico, la comunicación sobre los/las creadores en cualquier género artístico está hundida en el romanticismo más corriente, con sus trilladas ideas sobre el genio, la rebeldía, la naturaleza, etc.

"A menudas tertulias habrá asistido", podrán acusarme, con razón. Ignoro si hay otras mejores, espero que sí. Pero uno no sabe a qué atenerse cuando figuras públicas no tienen el menor reparo en hacer demostración de su ignorancia. Así, por ejemplo, el simpático y popular James Rhodes ha afirmado hace poco: "Bach y Mozart tenían dones que venían directamente de Dios. No soy creyente, pero simplemente no hay otra explicación posible de la profundidad del genio que mostraron", lo que no deja de ser una estupidez. Por el contrario, a las personas que escriben cosas originales sobre la creación artística, rara vez se les puede ver en los medios. 

Esto que describo, además, es común a todos los partidos políticos: en clave local, solo hay que oír al actual Viceconsejero de Cultura, Juan Márquez, con toda su buena intención; o, en general, a cualquier político sobre las virtudes civilizadoras del arte. Recordemos también al exministro, expresidente del Cabildo y exalcalde José Manuel Soria y su admiración (expresada con voz campanuda) por la "alta cultura". O a la concejala de cultura de turno del Ayuntamiento (el que sea), o a nuestro presidente del Cabildo, Antonio Morales, y sus periódicas exhortaciones a la cohesión social, ora por la vía de la cultura, ora por la del deporte profesional. O por la vía que venga bien en ese momento. Qué les voy a contar, pero no sigamos por ahí.





Marcos Rivero Mentado, según se nos advierte en una solapa de la portada, ha hecho de todo en el mundillo de la cultura: licenciado en Historia del Arte, gestor cultural, archivero, documentalista, museógrafo, catalogador de bienes culturales, comisario de exposiciones de artes visuales, amén de fotógrafo artístico. Además, "ha asistido a talleres de escritura creativa con algunos de los más destacados escritores y poetas canarios", cuyos nombres se omiten, quizá por pudor. Esto es, el artista Marcos Rivero es poliédrico, transversal y polifacético. Vamos, que le da a todo, lo mismo un pito que una pelota. Como ya se habrán imaginado, Rivero expande su imperio creativo a la literatura con esta colección de relatos, cuentos cortos o pasajes vitales denominada Amores ciegos. Recordemos que, tal vez como paso previo o ensayo, se había estrenado en la difunta Dragaria como ditirámbico reseñador de aquella infame novela de Mayte Martín, La espiral del silencio.

Pues bien, aunque no era difícil, el autor es mejor escribiendo que reseñando. Al menos, porque sus cuentos rezuman sinceridad. No obstante, parafraseando a Oscar Wilde, en literatura sinceridad significa poco, mientras que el estilo, casi todo. Tienen los relatos un punto de emoción que no es desdeñable, y en ese sentido, por momentos parece que Rivero está a punto de contarnos algo importante, algo valioso. Eros está presente de manera implícita en los primeros relatos: no es mera evocación o refocilamiento sexual, sino conocimiento. O mejor aún, descubrimiento, quizá anamnesis, de uno mismo. Esto es lo más interesante que puedo destacar de estos cuentos.

Lo peor, todo lo demás. Con esto quiero decir que, con pocas excepciones, los diálogos resultan impostados y artificiales, y la narración tiene menos de trabajo ficcional que de testimonio... construido a base de materiales muy poco nobles. Trabajo de primerizo que se derrumba bajo el peso de la propia ineptitud, por mucho fervor que le imprima y mucha empatía que sintamos. Volveré a repetirlo otra vez: desconfíen de la escritura fácil, duden de sí mismos/as cuando escriban y los folios salgan como si nada, uno tras otro: es muy probable que hayan escrito trivialidades. 

Además, me acucia la sensación de que el autor no domina el vocabulario que emplea, como si quisiera decir una cosa empleando la palabra equivocada. No solo "escuchar" por "oír", sino frases como "En aquellas dos semanas, el agotamiento era perpetuo" (pág. 25)  ¿Querría decir continuo? ¿Que no menguaba?, "nada presagiaba que estaba hasta el culo de drogas" ("¿presagiaba?" pág. 21) o "deambulaban pocas personas por allí" (pág. 49): ¿estaba pensando en pasaban?

Amores ciegos adolece de tantas frases cliché, de tanto sentimiento previsible, de tanto nombre con su adjetivo evidente, de tanto verbo con su adverbio rutinario que el verbo exasperar se que me queda pequeño. 

Un par de ejemplos:


Esteban se volvió misántropo, esquivo, intangible, se escondía del mundo por miedo, desarrolló un desmesurado papel de embaucador mentiroso, proclive al abandono, desaliñado, sucio y desmelenado. A veces, se metía en algún antro y acababa quien sabe dónde, ciego de anfetaminas, cerveza, speed o coca. Cada quince días iba al psiquiatra y le contaba lo que quería, nada presagiaba que estaba hasta el culo de drogas, algo le había comentado a su loquero, lo controlaba todo, siempre parecía mantener el control. Durante unos años fue cambiando de trabajo en Lanzarote, y en ninguno se le notaba su adicción. (Pág. 21)

-¿Has escuchado lo mismo que yo? ¿De dónde ha salido esa voz tan apabullante y marchita? -le pregunté a Pablo que todavía tenía la tez pálida, los ojos ensombrecidos y las manos temblorosas. 
-Sí, la he escuchado. Llegó del fondo de la habitación pero yo no vi nada que testimoniara una presencia. Créeme, es la primera vez que he sentido algo así. No sé si ha sido producto de algún fenómeno acústico extraño o estábamos tan concentrados en localizar las tomas que dimensionamos nuestro miedo oculto. Estos sitios siempre me dan pavor y al mismo tiempo me llenan de curiosidad -me espetó Pablo como si yo también hubiera ido a aquella casa con el miedo metido en el cuerpo, cuando en temas parapsicólogos siempre he sido muy escéptico. 
-Bueno, Pablo. No saquemos conclusiones de donde no las hay. Seguro que tiene una explicación racional o fenomenológica. Aún estoy asustado, te lo aseguro, pero lo que nos ha pasado tiene una base científica o quien sabe, alguien nos ha gastado una broma macabra. Sin lugar a dudas, escuchamos lo mismo y era la voz de una mujer, desencajada y alocada. 
-Mario, si no te importa, recojamos nuestro equipo y vámonos de aquí. Tengo mal cuerpo, la boca seca, necesito beber un vaso de agua. Gracias a que lo dejamos en la entrada pues si vuelvo a entrar en esa habitación, te juro que me da un síncope. 
-No te preocupes. Voy yo. Tú quédate aquí tranquilo. No tardo nada. Solo será un instante. Mientras tanto siéntate en ese muro de piedra y respira. (Pág. 46)

 Dejemos para otro día cuestiones básicas como el uso de las comas, el empleo de las tildes o las conjugaciones de los verbos. Del apartado de las erratas y solecismos debería encargarse la editorial, al menos una competente.

Estamos confinados dentro de nuestra propia humanidad, somos conscientes de que no podemos sentir el hambre como un león, ni ver nuestro entorno como una libélula. A veces, incluso nos cuesta ponernos en el lugar de otro ser humano. El artista-escritor se distingue, al menos en nuestra época, por la originalidad de su enfoque y por la singularidad de su estilo a la hora de tejer la urdimbre de las pasiones humanas, en su trabajo de iluminar nuestras virtudes y miserias. En este sentido, Amores ciegos constituye un fracaso rotundo, por mucho que pudiera haber servido de catarsis a su autor.





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