En el mundillo del marketing literario, las reflexiones sobran: dado que la novela es un producto para ser consumido y ya no hay lectores sino fans; no hay escritores, sino proveedores de contenidos; y no hay reseñadores, sino promocionadores, lo que prima es vender sensaciones o experiencias, cuando no mostrar un signo de distinción. Aparte de esa satisfacción de la fantasía que supone el alivio por salir de un mundo (el real) fatídico o deprimente, surgen en estos tiempos de conexión la embriaguez por pertenecer a un club (aunque sea virtual) de lectores que legitima el propio gusto, el orgullo de disfrutar de la amistad feisbukiana con un autor (vivan las redes sociales), etc. Por tanto, el análisis sosegado o espídico da bastante igual. Cojan cualquier comentario estampado en la faja de un libro y podrían arrojarlo a cualquier otro: novelas necesarias hay ya tantas que me pregunto cómo un lector podrá morir en paz sin sentir el desgarro que provoca esa necesidad no satisfecha.
Lo cierto es que lo que conozco del mundillo literario -y no sé mucho- da asco: la mediocridad abruma. Y no me refiero -es lo que menos me importa- al talento literario, sino a la forma de conducirse en el mundo. Es probable que lo primero haya conducido a muchos a lo segundo. Es natural, por otro lado, que, como seres humanos, como seres sociales, aspiremos al reconocimiento de nuestros semejantes. Sin embargo, el reconocimiento que vaya más allá de nuestra identificación como vecino o ciudadano en general, es decir, que venga motivado por algún tipo de mérito requiere, por lo general, esfuerzo y talento, y quizá, en muchos casos, cierta valentía. Es más sencillo para muchos, que dispongan en cambio de habilidades sociales o de cierto capital relacional o amical, disfrazarse de autor poniendo por delante de su vacilante capacidad creativa su disponibilidad a ser él/ella mismo/a un producto que se pueda consumir vía tertulia de radio, columna de opinión o entrevista (en cualquier medio que tenga esa sospechosa manía).
Y heme aquí que, con todo eso en la cabeza, decido leer Noir.
Me atrevería a decir que ya no se pueden escribir novelas como las de Raymond Chandler. Incluso como las de John Connolly, que son nuestras coetáneas. No es que no se pueda, es que responden a otra época, con otras certezas, otras inquietudes y, sobre todo, con otras concepciones del tiempo, del espacio, de la propia sociedad y del ser humano. Noir responde a esa inquietud, digamos filosófica, sobre la falta de esencia de personas y cosas. Es una duda, como se le suele llamar, posmoderna, con la que -se ha dicho muchas veces- se impugnan los grandes relatos sobre la humanidad.
Si ya Marx decía que con el capitalismo todo lo sólido se desvanece en el aire y Bauman que todo se vuelve líquido, a su manera Coover nos muestra que todo es sombra en distintos grados, todo es círculo y laberinto que se refuta a sí mismo. No tengo duda -perdónenme la prepotencia- de que la forma de ¿relatar? Coover esta historia de crímenes, viudas, matones, policías y el detective de rigor emana de un contexto de neoliberalismo económico y moral, que encubre un totalitarismo social en el que al ciudadano corriente se le exige individualismo y competitividad frente a los demás, pero que se le solicita sacrificio -compartido también con los demás ciudadanos- respecto de las imposiciones de una economía sujeta a parámetros, necesidades y vaivenes fuera de su alcance, al igual que un cometa distante a miles de años luz. Contradicciones existenciales que solo pueden dibujar un mundo confuso.
En Noir, para el no avisado, se urde al comienzo una historia propia del género: viuda bella y misteriosa que encarga trabajo a duro y cínico detective. Sin embargo, pronto la narración nos confunde, negándonos asideros firmes de tiempo y de espacio. Cuando creemos que el relato es lineal, volvemos a revisitar una escena, o a un momento anterior a una escena ya relatada. Los callejones por los que transita Phil Noir ¿son siempre los mismos o son diferentes? ¿Son otras calles o las mismas bañadas por la oscuridad? ¿Esa niebla ubicua es cierta o la niebla está en su mente?
Cuando sacas con cuidado tu maltrecho cuerpo del cajón refrigerado, oyes realmente el susurro de los cristales de hielo, que crujen y chascan moribundos, pero al menos te has descongelado lo suficiente para tiritar de frío. Intentas recordar lo que ha pasado, pero el golpe en la cabeza lo ha borrado casi todo. Algo sobre un planeta condenado. Y un donut. O medio. Tu cabeza, lacerada, te duele aún más cuando intentas pensar en todo eso, así que lo dejas. Tus palabras exactas, pronunciadas en alta voz para todos los presentes, son: A la mierda. Del Gusano no hay ni rastro, el local está desierto. Examinas tu corpus delicti en busca de cicatrices. Hay un montón, pero ninguna nueva. Tu ropa cuelga del elevador de cadáveres sobre la mesa de disección, parecen pieles de desollado. Aún húmeda. Fría. (...) (págs. 42-43)
Y entonces -una luz tenue, una puerta cerrada que abres con la llave maestra- la ves. A punto estás de caer de rodillas. Con velo, vestida de negro, medias negras, destacando en medio de una multitud de cuerpos desnudos. De maniquíes. Estás en el sótano de una tienda de ropa femenina, llena de maniquíes y partes de maniquíes, uno de ellos con atuendo de viuda. También hay una novia, una bañista, otra con pantalones de montar, algunas en ropa interior, en camisón o traje de calle. En su mayor parte están total o parcialmente desnudas, calvas, también, algunas desmembradas, sin brazos, sin cabeza. En la pulverulenta penumbra flota la fantasmagórica sensualidad de sus angulosas y provocativas poses, sus firmes y brillantes superficies, rostros como máscaras sonámbulas, rasgos paralizados y miradas sin ojos, glaciales. (...) (p. 87)
Ahora, mientras te fumas un pito y te liquidas la segunda botella de vino bebiendo del gollete roto, con la espalda apoyada contra un muro del túnel de los contrabandistas, recordando con nostalgia los parfaits de Big Mame y meditando lúgubremente sobre la compleja trama de la historia en la que te has enredado, te das cuenta de que el tatuaje del trasero te ha dejado de escocer. Eso quizá significa que te están dejando por fin en paz. Pero ¿quienes son? El problema de las tramas. Cuando estás metido en una, no puedes ver más allá del siguiente lío. Es como estar atrapado en dos dimensiones, sin acceso a una visión de conjunto. Aunque eso resulta imposible desde aquí, quizá puedas echar una ojeada desde abajo. Alzando la vista por la falda de la fortuna. Esa vieja puta. Muy oscuro por ahí, como siempre. Como la ciudad. Rezumando lodo y envuelta en bruma. (...) (p. 110)
"El problema de las tramas"... ¿Acaso el mismo Noir, la secretaria Blanche, el policía Blue, el pianista Fingers no se deslíen, no se diluyen en esta historia líquida? Noir sí que pugna por ampliar los límites de lo narrable, desdibuja nuestras creencias sobre la caracterización de los personajes, llevando hasta el extremo nuestras creencias arraigadas de lector sobre esas figuras ya arquetípicas. Y lo mismo puede decirse de la trama, en la que el decisionismo creador encaja bien en esta historia en la que no hay ángulos rectos. Algo que echo de menos en la mayoría de la literatura actual, sin duda: ese descoser las costuras a las convenciones, incluso a las costuras de los desafíos a las convenciones.
Tampoco albergo la menor duda de que Noir no "engancha desde el primer momento". Es más, pienso que hace un esfuerzo para evitar cualquier gancho, asidero o punto de apoyo. En una atmósfera fantasmal, la acción se circunscribe a cuatro o cinco escenarios y a momentos que parecen repetirse, aunque con una óptica ligeramente distinta. Es por lo tanto, una novela incómoda para un lector acostumbrado a ese naturalismo decimonónico que nunca nos ha abandonado. Sin embargo, y a diferencia de otras, al menos en mi caso, uno no puede dejar de volver a la lectura, por mucho que hayan pasado días, incluso semanas, desde haberla dejado por última vez. Me resisto a calificarla de hipnótica o algo parecido, pero sí que ese micromundo cooveriano suscita cierta fascinación, quizá como la que suscite asistir a una tragedia submarina en un acuario. En este sentido, la expresión "no poder dejar de leerla" cobra un nuevo sentido.
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