lunes, 2 de julio de 2018

'Al fondo hay ruido', de Pablo Fajardo

Voy a compartir con Vds. una impresión que se ha ido solidificando como certeza desde hace un tiempo, sólo puesta en duda por determinadas, escasas, lecturas. Una certeza que, imagino, no habré sido el primero en alcanzar, sobre todo en esta época de "industria cultural" y de "cultura de masas" y desde aquellas vanguardias del siglo pasado y posteriormente del posmodernismo. De todos modos, no se preocupen, que este post no reivindica el elitismo vargasllosista de la cultura ni de la enésima muerte de la novela. De lo que vengo a hablar no es de otra cosa que del agotamiento del lenguaje. Una hartura hofmannsthalsiana, pero en sentido inverso.

No me refiero a las variedades de neolengua de regímenes traslúcidamente dictatoriales o de los democráticos más impostados, no hablo aquí de lo que se ha venido en llamar "posverdad", que es más o menos lo de siempre: engaños y mistificaciones, fetichismos y manipulaciones. Pretendo ceñirme al ámbito literario, más específicamente al género novelesco. Cierto es que todo permea y al final todo lo recoge la literatura, pues los/as escritoras/es viven situadas en el espacio y el tiempo, y sus cabezas recogen desde la inteligentísima y costosísima campaña del departamento de marketing de Apple en TV y en las redes sociales hasta la publicidad en la camiseta de Mecánicos Pérez; desde la última soflama del líder (?) de Vox hasta la estudiadísima puesta en escena del ahora presidente del Gobierno, por ejemplo. La literatura es la letrina donde va a parar todo lo que excretamos. El talento del escritor radica, entre otros elementos, en que crezcan verduras y hortalizas de tanto excremento social. Si es que no podemos escapar de las metáforas...

Sin embargo, y aquí volvemos a esta impresión mía vuelta certeza, no puedo dejar de percibir (no deja de molestarme) la constante, la ubicua, presencia de frases hechas, de párrafos hechos, de escenas hechas, incluso de cuentos, de novelas enteras hechas, productos previsibles de principio a fin: trama, diálogos, personajes, estructura. No es mera copia, no, pues siempre podríamos recurrir al talento, a la originalidad, o incluso al palimpsesto o al collage más o menos ingenioso o lúcido, en fin, a cualquier cosa que lo mejorara. No es mera copia, insisto. Ni siquiera, aunque abunde, el problema se encuentra solo en la pereza mental, en el relajamiento egocéntrico, en la creencia en el relato de la genialidad hecha a medida o en la simple falta de capacidad. 

Creo que la crisis es más profunda, y tiene que ver con un pensamiento conformista, un pensamiento que considera al lenguaje como una herramienta innata, en fin, como algo dado, no como un generador de realidad, no como apertura al y del mundo. Un pensamiento, además, tan maleabilizado, tan machacado que logra no expresar nada salvo sumisión y mansedumbre, por mucho que vista ropajes de rebeldía más o menos oportunista, más o menos banal. Estamos vapuleados y no nos damos cuenta. De ahí la escritura fácil, de ahí la consideración de las palabras como simples piezas con las que se pretende erigir historias "que interesen", de ahí, también, los empalagosos "descubrimientos" líricos que encontramos en la prosa, de la verborrea, en definitiva. Es lógico, hasta diría que natural. Pero creo que el español que se escribe en España y en Canarias, sobre todo en Canarias, ganaría más si se esgrimiera como un cuchillo o se utilizara como una perforadora. Tengo la impresión de que, en realidad, no se escribe, sino que se fotocopia o se manda a imprimir; son las escritoras/es tan autoconscientes, tan obsesionados/as consigo mismos, que no hurgan, ni hieren, ni ofenden, ni rajan, ni rasgan, ni rompen, sino que se fotografían, se vanaglorian, se masturban y, en fin, se dejan llevar, acariciados/as por la brisa. Una actividad que es posible que en momentos idóneos los/as haga felices, pero a mí, concluyo, no me interesa. Parafraseando a Bourdieu, diría no que escriben, sino que les escriben.

Es más, diría que hay que mirar el mundo de otra manera e inventar palabras. No solo: también de plantar la mirada, hablando cinematográficamente, desde otro ángulo. También pienso: si se trata de inventar mundos, si se trata de aportar (lo que implica novedad), ¿por qué usamos palabras gastadas? ¿Por qué seguimos contando, además, las mismas historias, la misma manera de contar historias? No nos limitemos a jugar con las palabras, creyéndonos malabaristas del lenguaje, vayamos más allá y, como los niños exploradores, veamos que tienen dentro las palabras. Cojamos la realidad y estrujémosla. Lo que sea, menos este aburrimiento lingüístico, menos esta apatía vital.

Vamos a lo nuestro:






Este libro escrito por Pablo Fajardo cuenta con el dudoso honor de haber ganado un premio institucional (convocado y premiado por la Viceconsejería del Gobierno de Canarias), sin duda como respuesta al creciente clamor social por la falta de premios literarios en Canarias. Premio que está destinado a menores de 35 años, que es otra manera de calificar a la juventud y de identificar a esta con el concepto de potencial "autor emergente".

Además, este conjunto de relatos denominado Al fondo hay ruido comienza sobresaltándome por dos motivos: a) Lo prologa Alexis Ravelo. Esto, en sí, no tendría nada de malo (ni de bueno), si no fuera porque, como establece ese tipo de consensos no escritos en ningún lado pero que funcionan como leyes grabadas en piedra, está repleto de naderías y de buenas intenciones que nos podríamos haber ahorrado sin pérdida cognitiva ni añoranza emocional alguna; b) Después de una primera línea de diálogo, el párrafo siguiente comienza así: "Aquellas palabras suenan como música celestial". Siguiente frase: "Malena chasqueó los dedos y marcó el número del anuncio con determinación" (la cursiva es mía). Pues comenzamos bastante mal.

Si seguimos con las frases hechas, tenemos luego, en la página 17: "Es lo que me repito a mí mismo como un mantra mientras lucho por hacerme un hueco en el metro de las 7.25". Un poco más abajo, algo que no me atrevo aún a calificar de tópico, pero que tiene que ser uno de esos hallazgos lírico-pastoriles más que dudosos: "Merezco una justificación que me ayude a sobrellevar esta yincana emocional". Otro hallazgo de esos: "Un fuego abrasador me invade por dentro mientras una gota de sudor recorre mi frente como un funambulista".

También están los adjetivos en función adverbial que acompañan a los verbos dicendi en las únicas páginas de diálogo, como "afirma sombría" (pág. 18), "reacciona enojada" (pág. 18), "afirmo convencido" (pág. 19). Gracias por ahorrarnos el trabajo de deducir.

Todo lo anterior pertenece al primer relato, titulado La grieta, que es una historia  onírico-festiva con fragmentos de filosofía política de bar de la esquina y ramalazos de sumisión conyugal que creo que pretende ser chistoso. A mí, ideológicamente me parece una historia deplorable, y además sobrellevo mal los defectos de estilo que he señalado. También, la conclusión, o si se quiere, la enseñanza, es una tontería pseudorromántica.

La segunda historia, El último viaje, tiene algo más de gracia. Se permite un vuelo de la imaginación respecto de un conductor de guaguas que no es desdeñable, aunque Fajardo se empeñe en afear el relato con sus hallazgos poético-filosóficos, que imagino son consecuencia de quien se juzga a sí mismo con demasiada benevolencia. Podría haber dado bastante más de sí.

El tercer relato es La gran evasión, y va de sombras que huyen. Nada que señalar que sea positivo. El cuarto, Al otro lado de la luna, es una versión 2.0 de Un ramito de violetas. Como se dice, o debería decirse, en las guías turísticas de alguna ciudad: "Pase de largo sin detenerse". Por decir algo de estos dos relatos, la originalidad del contenido es nula, y el autor emergente incide en expresiones como "se propagó como un virus", "precisión cartesiana", "montaña rusa", "encajado como piezas de un Meccano"o "enganchado hasta las trancas". Vamos, para morirse.

El quinto se titula Solo una vez. Y que uno pueda leerlo sin nerviosismo ya dice algo. Sin embargo, se intuye el final y, bueno, comparándolo con los anteriores pues hasta parece aceptable aunque predecible. O predecible aunque aceptable, como prefieran.

El sexto es Éxodo: demasiadas páginas para algo tan nimio y soporífero. El séptimo es Amor en tecnicolor. La historia mejora los anteriores, pero no deja de ser un relato apresurado del envejecimiento del amor, sin nada nuevo que añadir. Aparte, una pregunta: ¿Les resulta el título tan espantoso como a mí?

Octavo: La espera. En mi opinión, el mejor relato de todos. A pesar de empeñarse en introducir, diría que de un modo exasperante, el humor para mostrar el papel sumiso del cónyuge masculino en las relaciones heterosexuales, Fajardo logra un relato que resuena. Un trastero como metáfora, sin profundidades de pacotilla ni melancolías cursis. Un relato que, aun así, comienza vacilante, pero que se robustece a medida que vamos leyendo.

Noveno y último: el cuento cuyo título da nombre a este conjunto de historias: Al fondo hay ruido. El segundo mejor relato. Este y el anterior justifican, al menos en parte, la compra del libro. Tiene momentos que trascienden, que justifican la historia, porque nos revelan algo de las personas, de nosotros mismos. Se realiza una indagación moral que aspira a comprender, más que a explicar. Muy bien los dos, salvo esos defectos pulibles como las frasecitas hechas a los que ya he aludido ("cabezas enterradas cual avestruces", (pág. 99), por ejemplo). Fajardo es mejor cuando no quiere ser gracioso o irónico, cuanto más desnuda es su escritura. 

Mi conclusión es que siendo en general bastante flojos los primeros relatos, al menos tengo la impresión de que el autor se empeña en ir más allá de sí mismo, intenta descentrarse: es decir, imagina la literatura como algo más que hablar de sí mismo, lo que, visto el material último que he reseñado, es algo destacable. Como si Fajardo hubiera jugado a escribir a ratos sus cosillas, a las que, sin duda, debería haberles prestado más tiempo y dedicación.

Las dos últimas historias, en cambio ya muestran a un escritor. En ciernes, si se quiere, pero tangible. En mi opinión, Fajardo debe asentarse sobre la base de estos dos relatos y a partir de ahí desarrollar su estilo y sus historias, si es que tiene la intención de continuar escribiendo literatura.






P.D. Por si les interesan las opiniones del joven autor, aquí tienen una entrevista amable.






2 comentarios:

  1. ¡Amén, hermano! Y no es cinismo, estoy completamente de acuerdo.También yo percibo ese constreñimiento de las concepciones literarias a un minúsculo redil de lugares comunes que, a mi juicio, obedece al deseo de ser leído, al deseo de ser considerado. Y es que entre el público mayoritario hay unas concepciones literarias y artísticas en general tan estrechas que basta con que tengas un poco de "personalidad" literaria, ya te quedas fuera. Pero esto, la búsqueda de una personalidad propia era el objetivo de toda la vida en todas las artes; hasta que el arte entró de lleno en el mercado.

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  2. ¡He ahí la función de la crítica! Por eso aborrezco a los que la consideran como mero soporte publicitario o "apoyo" entre colegas. Las reseñas de los suplementos culturales (suelen tener ese nombre) son similares a los cuadernillos de automóviles: no hay un vehículo malo: publicidad encubierta, nula credibilidad.

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