lunes, 5 de junio de 2017

'Interregno', de Roberto A. Cabrera

Después de un lapso algo más largo de lo habitual (aunque no mucho más), estamos aquí para constatar, una vez más, y ya van unas cuantas, la enorme distancia que separa el mundillo de los/as reseñadores/as de la experiencia literaria de un lector poco acostumbrado al engaño o al maravillosismo. Digamos un lector medio, que toca todos los palos, que no siente especial aversión por ningún género (llamémosle noir, llamémosle sci-fi) y que tiene entre sus lecturas una razonable proporción de cervantes, shakespeares, tolstois, dostoievskis, faulkners, hemingways, unamunos, mccarthys, chandlers, chéjovs, carvers, barojas, bradburis, ballards, philipkdicks, galdoses, chestertons, greenes, stevensons, austens, bröntes, yourcenars, íbsenes, stendhals, flauberts, paveses, zweigs, walzers, woolfs, borgeses, cortázares, etc., etc., por citar solo algunos/as de los/as novelistas, cuentistas o dramaturgos más canónicos. Este lector, de natural confiado, tiende a pensar que el reseñador ha disfrutado de un volumen de lecturas comparable, como mínimo. Sinceramente, espera que más. Espera también que, dado que no tiene mucho tiempo para estar al día de todas las novedades literarias y que tiene casi agotados los grandes nombres, el reseñador del suplemento cultural de su periódico favorito o el de ese programa de televisión en La2, o ese periodista que tiene una página en Internet, lo guíe con honradez, ya que con sabiduría sea quizá mucho pedir.

En esas estamos todavía. Sin embargo, mi experiencia como lector ha sido (y sigue siendo) nefasta tanto en lo que se refiere la literatura española, en general, como a la canaria, en particular. Casi cuarenta años dando por sentado que Almudena Grandes, Javier Cercas, Javier Marías o Muñoz Molina no sólo eran buenos, sino geniales y que yo, al aburrirme al leerlos, al no interesarme ni su estilo ni sus temas, era el singular. Busquen, busquen las reseñas y lean, lean. Ya me contarán.

Lo mismo ocurre en Canarias. No sé si por un confuso sentimiento de identidad pervertido en conformismo o por una constatación de que, como ha dicho Emilio González Déniz, "no tenemos ningún Vargas Llosa" ni lo tendremos, el caso es que, de modo paradójico, a juzgar por los/as reseñadores/as de literatura canaria, siempre tan amables con lo nuestro, las obras maestras invaden las estanterías, abarrotan las vitrinas, salen disparadas por la presión del número y la escasez del espacio de las librerías a la calle, golpeando, sin reparar en sexo, credo o filiación política, las testas de los transeúntes, en una singular encarnación del concepto "irradiación de cultura", muy a lo Chirino, por cierto.

Esto quizá vaya más allá del "sólo reseño cosas que me gustan", "no hay nada de malo en reseñar a un amigo cuya obra sinceramente admiro" o "reséñame bien que luego te reseño bien yo a ti". Es posible que tengamos instalado tanto en el módulo del gusto como en el de la honradez una actualización que nos impide detectar los defectos en la obra de los autores/as canarios/as y, por ende, escribir sobre ellos/as. Esa actualización, sobra decirlo, ejerce una influencia irresistible en el código de las buenas maneras así como en el estado de nuestra literatura, condenada a una mediocridad que espanta. Esta mediocridad se vuelve casi insuperable, ya que el canon que se ofrece como ejemplar es un batiburrillo de pretenciosidades y feria de las vanidades que aplastaría a cualquiera que no disponga de un talento excepcional.

Todo esto viene a cuento no sólo por la reseña de González Déniz sobre la última ¿novela?, ¿paño de lágrimas?, ¿sesudo análisis sociológico de las víctimas del capitalismo financiero? de Santiago Gil, que podríamos encuadrar con generosidad bajo el epígrafe "Es mi amigo y qué" (me temo que su capacidad de reseñador es la misma que la de escritor en El tren delantero) y que sigue, por cierto, la delirante estela de Ibrahim Chamali en Dragaria, sino que es una constante que se repite en cada lanzamiento (por decirlo así) de cada nueva cosa con páginas y portada que algunos llaman novela; otros, cuentos; y los de más allá, yoquesés.

El último menosprecio al lector ocupado e ingenuo lo constituyen las reseñas que se perpetran aquí y aquí. También, aunque es más bien un lavarse la manos, aquí. La novela en cuestión es Interregno. Pasión e instante en la vida de Humberto Laredo, fotógrafo, de Roberto A. Cabrera.








Esto va más allá del gusto personal, de la subjetividad, de la biografía particular de cada uno o de si soy zurdo o diestro. Si uno aborda una novela para reseñarla tiene que exponer sus virtudes y sus miserias, en caso de que se disponga de la capacidad crítica necesaria para ello. Si no, uno se vuelve en un mero propagandista, quizá en un amable vendedor, de esos que no dan mucho la lata, pero cuya tarjeta acaba en tu bolsillo. Lo más probable es que si uno persiste en esa actitud acabe siendo, como creo que es el caso en que nos ocupa, en un simple apuntador de la agenda comercial de editores y libreros. No digo que no sea una ocupación digna, pero que no ejerce la labor de reseñador, de eso no albergo la menor duda. Además, no se le hace ningún favor ni al escritor, en particular, que persistirá en sus errores creyéndolos grandes cimas estilísticas, ni a la literatura canaria (o hecha en Canarias) o española. Si encumbramos medianías como prodigios literarios y a obras mediocres como maestras, ¿qué ocurrirá cuando nos encontremos con algo realmente valioso? ¿Nos faltarán manos para aplaudir? ¿Tendrán que salir los actores no tres, sino treinta veces al escenario? ¿Habrá que inventar un nuevo término, tal como "súper-mega-obra requetemaestra? Volvamos al principio: ¿Por qué nos conformamos con lo mínimo sólo porque sea de aquí? ¿No nos merecemos nada mejor?

Interregno es una novela prescindible. Eso para empezar, y casi para acabar. Consiste en una sucesión de escenas deslavazadas, la mayoría de las cuales no suponen un avance argumental ni un desarrollo psicológico o existencial de los personajes. Prueben a intercambiar capítulos y verán que no tiene efecto alguno sobre la trama. Descripciones minuciosas que no nos aportan nada, irritantes a más no poder, que aparecen por capricho, como si el autor quisiera convencernos de su ingenio, de su capacidad de observación, de su clarividencia descriptiva. Aquí dos citas, y disculpen: son necesarias:


Humberto se dirigió a la pecera con el sobre de las fotos. El espacio que media entre el cuarto oscuro y la pecera puede recorrerse de diversas maneras. Una bien propia y no despreciada por Humberto consiste en salvar la distancia en línea recta sin distraer la mirada ni a izquierda ni a derecha. Otra forma de encaminar los pasos es ensayando una suerte de zigzag azaroso que consiste en desviarse cada vez que se tropieza o se cruza con alguien, bien a la izquierda bien a la derecha (esto último por turnos). Claro que esta manera de avanzar (la preferida por Humberto cuando sufre uno de esos días que él califica "de subsuelo") puede producir situaciones paradójicas (léase: desear llegar hasta una puerta y alejarse cada vez más, y no por decisión propia sino porque una cadena de encuentros con el personal deambulante desvía los pasos de acá para allá, dificultando la tarea de llegar adonde nos habíamos propuesto ir (¿se entiende?). Pero no crea el lector que nuestro héroe se atiene escrupulosamente a su sistema. Con frecuencia, sucede que los azares se vuelven insidiosos y hacen perder la esperanza de llegar alguna vez a la puerta de la pecera. Entonces, Humberto escoge entre dos salidas (ambas igualmente honorables): la primera, expedita, consiste en enfilar los pasos hacia la pecera, ensayando la línea más corta; la segunda, una versión desnaturalizada del modus operandi que limita la observancia a trechos. Así pone a salvo Humberto sus intereses profesionales y defiende, de paso, la salud de sus facultades mentales ante quien osara ponerla en duda, de palabra o mediante gesto circular ensayado por el índice ante unas sienes. (págs. 25-26) 


García frunce los labios y alza una ceja y luego la otra (y es admirable esa acrobacia, harto difícil según puede el lector comprobar por sí mismo.) El imberbe Aparicio, como corresponde a su juventud, que le impide emular la pose estoico-rumiante de su colega, ya da muestras de impaciencia. "Y qué mierda hacemos ahora?". "Probemos suerte arriba"., dice García. "Hay que consultar esto". Y Aparicio eleva los ojos, lentamente, hacia el techo mientras se pone en pie armonizando el movimiento ascendente del cuerpo con el de los ojos, que se acompasaban con el mismo tempo più lento. Y de pronto la pecera se inmoviliza y brota ante los ojos de nuestro héroe un cuadro místico del que cabría lamentar la penosa caída de los brazos de Aparicio, que estropea el conjunto. Es de obligado buen gusto, de rigor incluso, como se sabe, elevarlos con gracia, al menos hasta que las extremidades superiores, con las palmas abiertas hacia arriba, los dedos ligeramente separados -y flexionados apenas el anular y el meñique-, alcancen la altura de las orejas (...). (págs. 41-42)

Y sigue un rato más, no crea, que entusiasmo por escribir no le falta al autor.

O la escena en la que el protagonista se hace una paja pensando en Matilde, que no transcribo por si hay menores leyendo.

O en la que a Matilde le dan diarreas, que no transcribo porque la paciencia aunque grande, no es infinita. 

Dios mío, por qué.


Además, los diálogos: insufribles entre el protagonista Humberto y Natividad (por ejemplo, el de las páginas 34-37). O con Saturnino, la voz de la honradez y de la experiencia. Pero aún peor es el diálogo de Humberto con la hija de Natividad, con la que (creo) pretende resaltar la inteligencia de la niña, pero no lo consigue en absoluto. Sólo hace que nos preguntemos por la inteligencia del autor. O, al menos, por su esfuerzo: ¿fue un rapto de genialidad? ¿A qué miraba mientras lo escribía? ¿Le quedó bien el caldo de papas mientras lo ideaba? Terrible:


-Tú eres un tonto. Todos los novios de mamá han sido tontos. Pero tú eres el más tonto. El campeón de los tontos. 
-¿Y si te bajo las braguitas y te sacudo el culete? 
-No puedes.-¿Y eso por qué? 
-Ya te lo he dicho. Eres un tonto. Los demás eran tontos falsos. Tú eres un tonto verdadero. 
-Eres un encanto. Estoy conmovido. 
-Porque eres tonto. 
-¿Has dormido bien? 
-Sí. 
-¿Desayunas? 
-Todavía no. 
-Vaya, yo tomaré un café. ¿Adónde dices que fue tu mamá? 
-No sé. Ella va y viene. Es así. Es tonta. 


Así dos páginas y pico más, en lo que supongo que será un despliegue de agudeza por ambas partes que se queda, siento decirlo, en una tarea pendiente para el autor: la de estudiar más el arte del diálogo en la novela. Siempre digo que hay que tener proyectos en la vida. Cuantos más, mejor. Fíjense, en cambio, lo que escribe una reseñadora: "Roberto A. Cabrera domina el uso del diálogo con gran maestría para dejar que sea el propio lector el que se haga una idea de cómo es cada personaje". Ya les digo, lean y juzguen. Si quieren buenos diálogos con niños, me vienen a la memoria Saroyan y Salinger, sin ir más lejos.

Por otro lado, y no menos importante, la descripción del periódico y de los empleados se pretende burlesca, expresionista, gogoliana tal vez, pero quedan, a pesar de su evidente esfuerzo, en caricaturas que no inducen ni a la risa ni a la reflexión. Meras excusas para parrafadas y naderías mentales tanto de Humberto como de esa voz, que se pretende juguetona y desengañada, sí, la del propio novelista. Los jefes son muy malos, el Opus Dei también. Ya lo sabíamos, a otra cosa. 

Asimismo, se mantiene a lo largo de la novela un diálogo constante del autor con el lector que, contra lo que le pudiera parecer al primero, no la hace más honda o metaliteraria, sino que la aligera, la hace presa de una mundanidad quizá deseada, por su empeño en mostrarnos cómo una vida vulgar y corriente se desenvuelve vulgar y corriente, pero que nos hace preguntarnos tres cosas: a) Por qué hicimos caso a los reseñadores; b) por qué la compramos; c) por qué tenemos que seguir leyéndola si nada nos enseña ni nada nos cuestiona. Hay quien escribe, no se lo pierdan, lo siguiente: "El libro, más que golpear, sacude al lector y le obliga a que se mire en el espejo e intente reconocer la imagen que tiene de sí mismo..."

"Más que golpear, sacude". Me quedaré pensando en eso un rato, lo prometo.

Más bien, quienes deberían mirarse en el espejo, un buen rato, son el autor de esta novela y los reseñadores que la han alabado, aunque sea un poquito. Un proyecto literario, qué digo, artístico, sin pretensiones de grandeza forjadas en el yunque del trabajo y la exigencia, no es proyecto, ni literatura, ni nada. Es, que me perdone a quien ofenda, un ejercicio de vanidad travestido en creación literaria. Publicar, por lo que parece, no es tarea complicada. Imagino que las editoriales necesitan estar constantemente ofreciendo productos nuevos a sus lectores-consumidores y que los editores no ejercen su oficio, el de editar, y se limitan a publicar. Sin embargo, tanto el autor como la editorial, al igual que el reseñador amable o maravillosista deben de sufrir tanto más desprestigio cuanto más exigente sea el lector.

En definitiva, Interregno es de esos productos, por llamarlo amablemente, que logran cabrearme. Otra vez. Me recuerda a algunas predecesoras reseñadas en este blog que también fueron elogiosamente glosadas en prensa, radio, tv e Internet como La última homilía de Zacarías MartínLa otra vida de Ned Blackbird, Vs. y El tren delantero. Nada quedará de ellas pasadas las promociones. Nadie hablará de ellas... salvo que nada mejor se escriba en el futuro. Sin embargo, eso es justamente lo que ocurrirá si seguimos alabando lo vituperable y elogiando lo despreciable.





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