Además, la gran pregunta: ¿Quién es esa lectora/lector que lee específicamente o solo en verano?
Una vez aireadas mis protestas, hoy la reseña pre-veraniega sin ánimo de lucro ni de jodienda es de El banquete celestial, de Donald Ray Pollock, una de esas raras personas que no ocultan su segundo nombre o que sólo dejan la inicial.
Debe de ser un apestado, sin duda.
A veces me pregunto, respecto de estos escritores amantes del aforismo, del taller literario o de las miserias cotidianas, cómo, con todo lo que dicen leer, no advierten la diferencia abismal entre aquello de lo que disfrutaron o que reverenciaron y su propia obra. Es que no me cabe en la cabeza. Está claro que escribir una buena novela es empresa harto difícil, que requiere tanto de una buena historia como de un buen estilo, o, bien mirado, de un estilo soberbio que consiga engrandecer cualquier historia, por muy nimia que parezca ser. Por tanto, lo raro no es que se escriba mucha mediocridad, que es a lo que tendemos todos, sino que consiga ser publicada (ya no hablo de la autoedición). Es por eso por lo que las culpas deben recaer especialmente en los editores, que las publican, y en los reseñadores, que nos engañan. El autor, la autora, al fin y al cabo han hecho lo que han podido (a veces, también, menos de lo que habrían podido, señalémoslo también). Para que conste, repito: les agradezco siempre a los escritores el esfuerzo, ya que no el resultado, que depende.
Así, uno lee El banquete celestial y se dice, joder, da gusto: historias paralelas cuyos personajes se entrecruzan y confluyen con sentido, en el que el lirismo ocasional combina bien con la sordidez y la tosquedad. Personajes, coño, personajes, que en la paradoja que consiste en que sólo están hechos de palabras, se sostienen casi solos y cuyo relato nos complace seguir, tanto en sus miserias como en sus grandezas, sean cotidianas o extraordinarias. Es posible que se les pudiera llamar perdedores, en ese anglospanish tan de periodista, pero en nuestra cultura, todavía diferenciada, sería mejor llamarlos desgraciados. Pero con dignidad, sean aparceros reconvertidos a atracadores de bancos, sea un inspector de letrinas, un granjero pobre, el hijo borrachín del anterior o sea hombre de buena cuna y homosexual metido a oficial del ejército. También están los que no tienen ni eso, como Sugar o Pollard, pero la miseria moral y la crueldad de sus actos también arrojan luz sobre nosotros mismos. Todos ellos, contra un mundo que funciona de modo simultáneo como machacadora y trituradora, dejándolos sin opciones, despojando de cualquier significado a la libertad. Y ahí están vagando de un sitio a otro, atacando o defendiéndose, con hambre y con sed, con la dignidad ultrajada o ultrajándosela a otros.
Por si se lo preguntan, los personajes no se pasan el día llorando.
Cob era el hijo mediano, bajo y fornido, con la cabeza redonda como un garbanzo y unos ojos verdes y líquidos que siempre parecían mirar desenfocados, como si le acabaran de pegar con un tablón. Aunque era igual de recio que dos hombres juntos, Cob siempre había sido un poco corto de luces, y salía adelante principalmente a base de seguir a Cane y no quejarse demasiado, por muy grande que fuera el marrón y por pequeña que fuera la torta. Era, por decirlo toscamente, lo que en aquella época la gente solía denominar un tonto. Te podías encontrar a aquella clase de hombre casi en cualquier lado, acuclillado en cualquier gasolinera, esperando a que alguien le dijera hola en tono amigable o a que algún buen ciudadano de paso le diera algo, alguien con la bastante compasión como para darse cuenta de que, si no fuera por la gracia de Dios, podría ser perfectamente él mismo el que estuviera sentado allí en triste y desmañada soledad.
Ahora Slater ya no estaba seguro de cómo reaccionar. Aunque ya no le sorprendía en absoluto la ignorancia de algunos de los lugareños, de pronto se preguntó si Ellsworth no le estaría tomando el pelo. No conocer la ubicación de un país extranjero era una cosa, pero confundir un gran océano con una laguna para pescar de la pedanía de Huntington era otra bien distinta. Hasta aquel predicador chiflado, Jimmy Beulah, uno de los hombres más retrógrado que Slater había conocido, tenía un conocimiento rudimentario de la enormidad de la tierra, aunque seguía creyendo que era igual de plana que una torta de sartén. En fin, en cualquier caso, cuanto antes les contestara a sus preguntas, antes podría volver a su música. Estaba a punto de terminar su primera composición original, una lenta y triste pieza en ocho movimientos escrita para reflejar el miedo del educador a regresar al aula después de la felicidad de las vacaciones de verano. Titulada provisionalmente "Me dan ganas de ahorcarme", había estado trabajando en ella de forma discontinua durante los últimos años.
Después de pasarse unos minutos sentado contemplando su imagen ahora silenciosa en el espejo, envolvió el rifle en la manta y lo volvió a guardar en el armario. Luego dejó caer sus pantalones y se desabrochó el braguero. Un fino haz de luz dorada del sol donde se arremolinaban las motas de polvo resplandecía a través de una abertura en las cortinas. Se sacó la polla, su maldición personal y la cruz que llevaría mientras estuviera en el mundo, se la agarró con las dos manos y se dedicó a golpeársela contra el costado de la cajonera de roble hasta llorar. Por fin dejó de aporrearla, echó una meada con sangre en un cubo que había en un rincón y se la volvió a remeter dentro de los pantalones. Cansado por el esfuerzo, bajó la escalera y se bebió un vaso de agua, después se encogió en el sofá de su madre y se fue a dormir con todos los santos de yeso de ella observándolo con tristeza, comprensión y piedad, que es como suelen observar los santos.
Consideraciones nada baladíes y muy cabronas sobre el arte y los artistas se regalan, por cierto, a lo largo de la novela aquí y allá. Nunca me cansaré de aplaudir la desmitificación del artista. Tampoco, de elogiar su esfuerzo en el acto creativo:
Varias horas más tarde, el guardaespaldas volvió con un dúo montado en la parte de atrás del carromato, un intérprete de banjo sin dientes y un chaval descalzo y de pelo alborotado con una armónica. Aunque todo en ellos, desde los harapos salpicados de vómito hasta los globos oculares inyectados en sangre, indicaba problemas graves con el alcohol, Henry no se lo había pensado dos veces y se los había traído de vuelta al campamento. Nunca había conocido a nadie que ganara la vida tocando música y que no estuviera jodido de alguna forma triste o depravada; lo mismo pasaba con la gente que pintaba cuadros, escribía libros o mariposeaba en un escenario recitando los diálogos del melodrama de turno. En su opinión, solo a la gente realmente desgraciada se le daban bien empresas artísticas de cualquier tipo.
Tenía la ambición de convertirse en dramaturgo famoso, de ganar prestigio en la escena teatral y de viajar por el mundo acompañado por un séquito cambiante de hermosas amantes y de parásitos lameculos. Sin embargo, después de varios veranos de llenar un cuaderno tras otro de lo que por fin se dio cuenta de que era bazofia vacía e insulsa que con total franqueza habría hecho vomitar a un perro, lentamente se fue haciendo a la idea de pasar la vida sumido en un plácido anonimato y la opción empezó a resultarle más y más atractiva.
En definitiva, una novela espléndida: la estructura, compuesta de una multiplicidad de puntos de vista está atravesada, en su contenido, como hemos dicho, por la miseria y por la sordidez, por la violencia y por la insensatez. Narración en tercera persona que se funde con la visión del protagonista en cuestión. Sin embargo, por muy desquiciada que pueda parecer a veces, no deja de resultar reveladora la novela, inquietantemente cercana a nuestras propias servidumbres y bajezas. Diálogos de frases cortas, pero cargadas de sentido. Cada personaje, con su propia voz. No hay nada impostado. El autor logra, por decirlo de otro modo, que todo su mundo resulte coherente y creíble.
Para que me entiendan: es de esas novelas por las que dejas de lado otras novelas, te saltas las comidas, dejas de ir a fiestas, e incluso olvidas a tus hijos, asilvestrados en casa de los abuelos. Es más, desearías tener hijos para olvidarlos por estas novelas, desearías que te invitaran a esas fiestas a las que no te invitan nunca para responder negativamente, que tienes mejores cosas que hacer. Cosas que leer.
Post scriptum
Quizá por desconocimiento, lo que añoro tras reseñar buenas novelas como esta, es leerlas de escritores canarios. En segundo lugar, de escritores españoles. Antes de que me acusen de nacionalista en primer o segundo grado, me apresuro a explicarles que sí creo que puede haber una mirada literaria peculiar por haber crecido o vivido aquí; al igual que puede haber otras desde Palencia, Barbastro o Buenos Aires. Pero yo me sitúo en una comunidad determinada, de la que formo parte, la canaria, con toda su ristra de sucesos gloriosos y lamentables, con su geografía e historia, con su estructura social, económica y política, con sus éxitos y sus fracasos de todo tipo. Supongo que eso va más allá de utilizar el verbo alongar o decir mi niño cada dos por tres.
No sé exactamente en qué consistiría esa canariedad, o ya puestos, españolidad, frente a otras sociedades, otras culturas, otras lenguas. Sólo sé que otras literaturas han logrado tematizar aspectos de su cultura de un modo impresionante consiguiendo revelar su universalidad. Por ejemplo, la frontera, en la literatura norteamericana, o, en su momento, la tensión entre europeización y eslavofilia en la Rusia zarista, etc., etc. En España, un suceso histórico literalizado hasta el hastío es la Guerra Civil, sin que se pueda afirmar que de ahí hayan brotado grandes novelas.
Por otro lado, puede que en este mundo tan interconectado en información, mercancías y turistas con chanclas, aunque existan nodos primarios y otros secundarios o terciarios, la posición de Canarias en esa red ya no sirva de excusa para la ignorancia de lo que se gesta en otros lugares ni tampoco para la repetición de temas y estilos impuestos de un modo u otro no sólo por literaturas foráneas, sino por series de tv y películas estandarizadas hasta el hastío, productos de una industria cultural hegemonizada por corporaciones transnacionales. Puede ser, por el contrario, que nuestra historia de subordinación secular sólo consiga alumbrar hoy en día nada más que literatura subordinada, o algo peor. En mi opinión, esa mirada peculiar a la fuerza debe ser independiente, personal, nacida de las vivencias y experiencias del artista en necesaria combustión con su entorno, no de las instrucciones del académico, político o académico-político de turno ni de la asunción acrítica de la propia cultura, sobre todo cuando esta alberga valores que promueven la desigualdad, la hipocresía, la violencia, la mezquindad, la justificación de la miseria ajena, etc. En última instancia, me conformaría con escritores que al menos intentasen crear desde su singularidad y no tanto promocionarse. Da la impresión de que muchos serían más felices si no tuviesen que escribir, que menudo esfuerzo, de que con la palabra escritor o artista después de sus apellidos ya se sentirían colmados, y mejor con alguna sinecura.
Dudo, en todo caso, que eso se consiga con autores/as eternamente quejicas, con un ojo en el bolsillo y con el otro en el Boletín Oficial; con reseñadoras/es ditirámbicos y maravillosistas a los que todo les parece prodigioso y caleidoscópico; con lectores/as, finalmente, que se contenten con listas de lecturas para el verano, como las que guardamos mal dobladas en el bolsillo del culo cuando vamos al supermercado. ¿Tenemos esas autoras, esas reseñadoras, esas lectoras?
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