martes, 20 de junio de 2017

'Hombres en el espacio', de Tom McCarthy

El mundo no necesita críticos literarios ni de arte. En realidad, al mundo no le hacen falta los críticos en general. Fíjense lo bien que estábamos de cazadores-recolectores: coge esas semillas, mira a ver si saben bien, ten cuidado no te envenenes, no te ahogues, por cierto, o vamos todos allí al bosque que igual nos cruzamos con un tapir y ya conseguimos proteínas. En esa época, si lo hacías mal, no comías, o, en el peor de los casos, te comían a ti. Los críticos, literalmente, sobraban. Tampoco necesitaron durante mucho tiempo a los escritores, a decir verdad, ni a los artistas como tales. Era el mundo de la oralidad, de la memorización, y por tanto del ritmo y de la repetición. Imagínense: un mundo sin escritores ni críticos, solo algún tamborileo los fines de semana y a echar el rato con los parientes jocosos. Una pasada. Si me permiten la maldad, eran un tanto remisos a crear fundaciones en honor a ancianos mantenidas con los recursos de la tribu. Probablemente, la media de edad no superara los 40 años, lo que evitaba problemas tipo "mis paisanos no me han reconocido lo suficiente".





Viene todo esto a cuento de la novela que reseñamos hoy, Hombres en el espacio, del británico Tom McCarthy. En una reseña ya me he encontrado con "escritor imprescindible", "caleidoscopio ácido" (me encanta, "caleidoscopio, qué haríamos sin un caleidoscopio para comenzar el día) y "humor insospechado marca de la casa". En otra, "cada pieza encaja exactamente en su lugar" (¿cómo se puede saber exactamente si ha sido exactamente?).  Aparte, parece ser que a Vila-Matas le encanta el muchacho. A Rodrigo Fresán también se le cae la baba con él. En fin, aunque no popular, popular, el bueno de Tom goza de simpatías en el espacio literario en lengua española. ¿Para qué ser crítico si sólo se escribe de lo que a uno le gusta? Aunque bien pensado, eso generaría buen rollo por doquier. Me saludarían por la calle, qué digo, irían a mi encuentro con los brazos abiertos y gritando mi nombre sin pudor alguno. Las palomas alzarían su vuelo, alarmadas, y las campanas de la Catedral tocarían a rebato. Quizá hasta disfrutaría del placer de compañía farandulesca, que como todos sabemos, es la que más lustre social proporciona.

En todo caso, a mí me parece que esta novela está bien: hay una trama criminal de búlgaros que operan en Praga, y hay artistas jóvenes y no tan jóvenes que están todo el día en fiestas follando y colocándose. Es Praga en 1993: se está malgestionando el derrumbe del sistema comunista, las mafias operan a sus anchas, y la parte checa y la eslovaca van a conformar sendos estados independientes. Esa Praga de mafiosos y artistas será para muchos la bohemia dentro de Bohemia. Lo que sin duda es llevar una vida doblemente bohemia. Lo más.


Puede que haya treinta, cuarenta personas en la habitación. Está Nick, sentado en lo alto de la escalerilla haciendo pompas con un juego infantil de hacer pompas; pero Heidi no quiere lanzarse hacie él como si le necesitase, como una especie de ticket de entrada; además de lo cual, ahora mismo no es que él sea exactamente santo de su devoción, después de haberla medio jodido con el rollo de la puerta de la calle y la cabina telefónica. Además de lo cual, Roger es bastante mono y potable para un rato. Éste parece conocer a los del grupo: mientras la dirige hacia un proyector que hay sobre una mesa situada ante la tarima y enfocando la sábana (y Heidi se pregunta si será sangre menstrual, o si el tal Jean-Luc habrá estado desvirgando a quinceañeras checas; ¿quién es el tipo, a todo esto?), se le acercan dos de ellos. Dan un trago de la cerveza de Roger, se ponen a hablar de cosas técnicas sobre enchufes y voltaje o lo que sea; para lo cual Roger parece poseer el vocabulario, cosa que da pie a Heidi a pensar si sus padres no serán checos o algo, aunque no verbaliza la pregunta.

Lo importante, a mi modo de ver, no es tanto el desenvolvimiento de una trama en la que conjugan obras de arte con falsificaciones, crímenes y mafia, que tampoco está mal y se lee con interés, sino el desmenuzamiento de vidas que, aunque parezcan formar parte de una red de relaciones, actúan como átomos aislados, rebotando aquí y allá, formando episódicas moléculas inestables. La imagen, a la que se alude en el título y se nombra varias veces en la novela, es la del cosmonauta letón, antes soviético, abandonado en el espacio porque en la Tierra todos se desentienden de él: ya no existe la Unión Soviética. No parece muy complicado, entonces, interpretar esa desgraciada situación como una metáfora de la condición humana.

La novela se desarrolla en presente histórico, la voz del narrador se funde de manera natural con los pensamientos del personaje de turno. Ese uso se adecua bien a las acciones de los personajes, que no parecen estar nunca en reposo. Sus diferentes rumbos se entrecruzan en ese escenario y alrededor, aunque sea de manera elíptica, de la copia de un icono bizantino de gran valor robado en Bulgaria. Los personajes están bien caracterizados: eso quiere decir que Anton no se parece a Ilievski ni este a Nick. Ivan no es Mladan y Heidi no es Helena ni Karolina. Parece fácil, pero ¿cuántas veces hemos tenido que ir para atrás en una novela para saber quién era quién? Esos personajes opacos que se limitan a ser excusa para la verborrea de un autor con ínfulas. 

Por otro lado, las descripciones son correctas, precisas, pero a la vez significativas. Narración sobria, además, pero no exenta de color y dinamismo:


Ellos asienten. El conductor tira de una palanca; la compuerta se abre y libera del camión un torrente de agua por el que desciende una cascada de carpas hacia el depósito; a los costados, tras un ojo alzado, las escamas despiden a su paso destellos plateados bajo una fina película de líquido.  Tras escasos segundos el tanque está lleno hasta el borde; el agua mana a chorros sobre la acera. Y carpas: el conductor está intentando cerrar la compuerta, pero la palanca está atascada, no se mueve. El hombre maldice, sacudiéndola mientras las carpas bajan a toda velocidad por el tobogán, sin pausa. Salen despedidas de la masa arremolinada de colas y aletas y aterrizan sobre la acera, se revuelven por el bordillo boqueando, sus cabezas chocan con los pies de la gente, con las ruedas de cochecitos... Una se ha detenido ante Iván. Su boca se abre una y otra vez, por momentos con mayor dificultad como si luchase contra la atmósfera insoportablemente pesada de un planeta alienígeno sobre el que ha sido arrojada. Los ojos le sobresalen de la cabeza. Ivan se estremece, cierra los ojos, vuelve a girarse y se dirige hacia su casa.

Fíjense, además, en la imagen de los peces boquiabiertos con la que resulta de este párrafo, cuando Ivan concluye su encargo:


Cuando termina es de noche, quizá la cuarta o quinta que lleva en vela trabajando. No puede barnizar de inmediato. Se supone que hay que esperar semanas, hasta que la pintura esté completamente seca, pero Anton le dijo que no importaba en tanto la copia se pareciese al original. Aunque todavía tendrá que aguardar unas horas. Entonces aplicará una capa de barniz de resina de poliéster y cera de abeja. Necesitará una media para la resina. Le parece recordar... sí, ahí está, al lado de la cama, cuando va a mirar: una media suelta, con una carrera. Podría ser de Heidi o de Klárá. Los cristales de resina tienen que disolverse durante varias horas, suspendidos en un tarro de aguarrás caliente. Debería dormir. ¿Qué día es? Llamará a Anton ya, para decirle que puede venir mañana. ¿Cuál le dará? Coloca las copias junto al original, una a cada lado. Ambas son perfectas. Una vez enceradas, las tres deberían parecer idénticas. Telefoneará a Anton, dormirá, barnizará las pinturas y cobrará su dinero. El teléfono está desenchufado de su toma y arrinconado, junto a la planta. ¿Hizo él eso? Debería moverse y telefonear a Anton. Pero no quiere, no quiere despegar los ojos de las tres imágenes; cuatro, si se cuenta el espejo donde está reflejado en este instante, de pie, envuelto en una sábana manchada del mismo carmesí que la túnica del santo, con el pelo encerado peinado en surcos, boquiabierto.

En mi solipsismo intelectual quiero convencerme que de este paralelismo no se ha dado cuenta el autor. 

Qué va.

Sigamos: toda esa primera parte de la novela, en la que pululan artistas bohemios checos, ingleses, norteamericanos, etc., resulta realmente divertida e interesante, además de que permite, si uno está en esa disposición del ánimo, variadas reflexiones sobre la naturaleza del arte (qué es original, qué es copia, qué palimpsesto, etc., etc.) y del artista (genio creador, místico copiador, intertextualizador...) que pueden ir más allá de la charleta de bar o de la reunión de camarilla provinciana tipo somos todos los que estamos. McCarthy me parece a mí, con su singularidad artística, el típico escritor anglosajón que trabaja a fondo la novela, que vuelve una y otra vez sobre ella hasta eliminar cualquier error técnico. Y no es sólo cuestión de documentarse más o menos sobre Bizancio o sobre las disputas teológicas del siglo XI, sino de pensar y repensar el estilo, la forma, el diálogo, hasta el humor. Quizá, en cambio, le salga natural y pueda escribir una novela cada seis meses, que todo es posible. Cosas más raras y maravillosas se han visto en esta tierra, plataforma tricontinental y hespérida y no sé cuántas cosas más.

La segunda parte, cuando ya predominan las aventuras policiaco-mafiosas, me interesa menos. No digo que me aburra, que no, pero ya me parece más una escritura de oficio, necesaria para poder acabar la novela de manera lógica. Digamos que la primera parte ha sido, de un modo u otro, vivida y recreada, y la segunda, simplemente escrita. Bien escrita, inteligentemente escrita, eso sí.

En fin, quizá no tengamos entre nosotros a ningún Vargas Llosa. La verdad es que con la grima que da, mejor no tenerlo. Yo me conformaría con un Tom McCarthy. Aunque si nos pusiéramos pejigueras y mccarthianos, elegiría a un Cormac. 

A ver si se me pasa lo de Suttree



No hay comentarios:

Publicar un comentario