Ignoro si nuestro novelista es de los que se lo pasan de puta madre con autores de éxito de público y crítica o es de esos que nos miran con sonrisa sarcástica (pero que pretende ser irónica). Al menos, lo que sí sé es que su prosa y su inteligencia narrativa rayan a buena altura, y sin tanto aspaviento y ubicuidad, aunque bien es cierto que tampoco es un desconocido, ni mucho menos, en los medios de comunicación.
Tengo, lo reconozco, el defecto de haber idealizado la figura del/la artista-escritor/a: la de una persona entregada a su tarea creativa con pasión y obsesión, empeñada en decir algo nuevo, profundo y revelador sobre nosotros mismos, con voluntad de estilo, con voluntad de cognición y de sensibilidad. Sin dejarse seducir por sinecuras, pesebres, charlas-coloquio en algún país sudamericano a cuenta del erario ni talleres de escritura organizados por instituciones públicas. Alguien a quien toda promoción de su obra debe de parecerle redundante, pues ya vale por sí misma. Alguien, en definitiva, que desdeña todo juicio de valor literario anclado en toponimias, etnias, clanes o filias partidistas. Que solo se remite a su obra y a nada más. En definitiva, que no estaría todo el día dándonos la brasa.
Quizá es mucho pedir.
Quizá es mucho pedir.
Así las cosas, como digo, abordé la lectura de la novela que nos ocupa con cierta prevención, pues, salvo excepciones, como Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, no me siento proclive a entusiasme con la novelización de la Historia. Lo cierto es que cuando quiero saber de Historia, leo un libro de Historia. Pero, bueno, de todo tiene que haber, incluso "dragones en los bastidores del mundo", que diría Cormac McCarthy.
En este caso, Álvarez sitúa su obra en 1599, en el Real de las palmas: vamos, en lo que ahora es Las Palmas de Gran Canaria. La trama no es que sea de una complejidad catedralicia, ni sus reflexiones, de honduras abisales, pero la lucha de poder entre el inquisidor Ximénez y el gobernador Herrera, y el desarrollo de las subtramas paralelas interesan y divierten. Yo, que soy de natural pesado y con tendencia casi cabalística a querer interpretar y reinterpretar cosas y sucesos, echo de menos una reflexión más profunda y matizada del significado del poder en estas dos vertientes: religiosa y civil. No olvidemos, además, que si bien la Inquisición era una institución religiosa y de cometidos antiheréticos, era también, y quizás sobre todo, un arma que la monarquía utilizaba para reprimir y suprimir la disidencia política, primero contra las veleidades de autonomía de los reinos y ciudades, y más adelante contra el incipiente liberalismo que cuestionaría el poder real.
Aunque la muerte y la esclavitud están presentes, aprecio cierta idealización de la sociedad de aquella época: resulta agradable pensar que los habitantes eran hasta cierto punto felices, o que vivían unos y otras con armonía hasta la llegada del inquisidor. Imagino, sin embargo, que la realidad sería bastante diferente: la pobreza, la dominación, la esclavitud, etc., desempeñarían un papel bastante más protagonista, quizá asfixiante, sobre todo en lugares pequeños. Los personajes, están, en general, bien delineados, distinguibles tanto por su lenguaje como por sus acciones. Por otro lado, es tal vez la focalización en la concupiscencia y en el enredo lo que nos divierte, pero es también lo que priva a la novela de mayor riqueza psicológica. Sin embargo, Álvarez dibuja un mundo ficticio bastante coherente, aunque la trama se cierre de modo un tanto apresurado y haya alguna subtrama de corto recorrido que no termina de insertarse en el conjunto de modo completamente satisfactorio.
Por otro lado, el lenguaje es natural y el autor no hace hablar a sus personajes como si fueran Góngora, ni dicen "vuesa merced" todo el rato, como esas películas españolas de espadachines con las que dan ganas de morirse varias veces. En ese sentido, y sin querer ni siquiera conocer el grado de precisión lingüística y etimológica, Álvarez nos sitúa de manera convincente en una atmósfera histórica bien distinta a la nuestra y que damos por buena.
Así pues, una historia sencilla, entretenida, con dos bandos claramente delineados (desnivelado hacia los que se resisten al poder inquisitorial), en el que triunfan los que nos caen bien y así se cumple, una vez más, esa justicia poética que tanto gustirrinín proporciona. No es poco. Un tratamiento más pausado y matizado habría dado para más, insisto. No sabemos, pues, dado que ha demostrado que sabe contar una historia, si fue falta de ganas o de capacidad lo que ha evitado que el autor escribiera una novela con mayor densidad y complejidad; una novela, en definitiva, con mayores aspiraciones.
En este caso, Álvarez sitúa su obra en 1599, en el Real de las palmas: vamos, en lo que ahora es Las Palmas de Gran Canaria. La trama no es que sea de una complejidad catedralicia, ni sus reflexiones, de honduras abisales, pero la lucha de poder entre el inquisidor Ximénez y el gobernador Herrera, y el desarrollo de las subtramas paralelas interesan y divierten. Yo, que soy de natural pesado y con tendencia casi cabalística a querer interpretar y reinterpretar cosas y sucesos, echo de menos una reflexión más profunda y matizada del significado del poder en estas dos vertientes: religiosa y civil. No olvidemos, además, que si bien la Inquisición era una institución religiosa y de cometidos antiheréticos, era también, y quizás sobre todo, un arma que la monarquía utilizaba para reprimir y suprimir la disidencia política, primero contra las veleidades de autonomía de los reinos y ciudades, y más adelante contra el incipiente liberalismo que cuestionaría el poder real.
Aunque la muerte y la esclavitud están presentes, aprecio cierta idealización de la sociedad de aquella época: resulta agradable pensar que los habitantes eran hasta cierto punto felices, o que vivían unos y otras con armonía hasta la llegada del inquisidor. Imagino, sin embargo, que la realidad sería bastante diferente: la pobreza, la dominación, la esclavitud, etc., desempeñarían un papel bastante más protagonista, quizá asfixiante, sobre todo en lugares pequeños. Los personajes, están, en general, bien delineados, distinguibles tanto por su lenguaje como por sus acciones. Por otro lado, es tal vez la focalización en la concupiscencia y en el enredo lo que nos divierte, pero es también lo que priva a la novela de mayor riqueza psicológica. Sin embargo, Álvarez dibuja un mundo ficticio bastante coherente, aunque la trama se cierre de modo un tanto apresurado y haya alguna subtrama de corto recorrido que no termina de insertarse en el conjunto de modo completamente satisfactorio.
Por otro lado, el lenguaje es natural y el autor no hace hablar a sus personajes como si fueran Góngora, ni dicen "vuesa merced" todo el rato, como esas películas españolas de espadachines con las que dan ganas de morirse varias veces. En ese sentido, y sin querer ni siquiera conocer el grado de precisión lingüística y etimológica, Álvarez nos sitúa de manera convincente en una atmósfera histórica bien distinta a la nuestra y que damos por buena.
Y allí mismo, en mitad del camino y mientras se iba juntando la gente, Nemesio resumió el pregón y confió en que pronto todos los vecinos se dieran por enterados, para retomar su rumbo camino de Texeda, donde nadie sabía aún nada de la aparición del arcángel y mucho se guardó Nemesio de dar noticia alguna, no fuera a ser todo una fantasía y después anduviera su nombre en bocas por propagar falsas apariciones. De allí salió con buena luz aún para enfilar los ásperos riscos que debía cruzar antes de llegar a Tirahana, en lo hondo de una caldera bien profunda donde todos viven en cuevas y tampoco se han enterado de la aparición, mayormente, porque casi todos son canarios, cuando no negros, y muchos aún no entienden otra lengua que la suya y pocas veces hacen caso alguno de cualquiera de sus pregones.
La víspera de la lectura del Edicto de la Fe, la mancebía es un trajín. Son muchos los hombres que ya han llegado del campo para la misa mayor del domingo, la única misa ese día en la isla, y la Farfana merodea por los alrededores de la mancebía; sabe que no hay mujeres suficientes para satisfacer a tanto macho caliente y que el rato que tienen que esperar hasta que quede una hembra desocupada es su mina; y a pesar de su edad, a veces, aún encuentra algún filón, si no de oro de cobre acuñado en Castilla o Portugal que tanto le da. Cierto es que su aspecto no invita a la lujuria, casi sin carnes y sin tetas y ni un solo diente en las encía -aunque esto último es lo que mejor la faculta para ofrecer algunos servicios especiales por los que comienza a tener reputación-, le quedan tres muelas atrás y ninguna es del juicio. Sólo la ansiedad y desesperación que la espera de hembra les produce y unas cuantas palabras bien dichas sobre las formas de aplacar la hombría, los vuelve ciegos o visionarios y ven en ella a la joven, o al mozo, que de todo hay, que cada cual quiere ver.
Así pues, una historia sencilla, entretenida, con dos bandos claramente delineados (desnivelado hacia los que se resisten al poder inquisitorial), en el que triunfan los que nos caen bien y así se cumple, una vez más, esa justicia poética que tanto gustirrinín proporciona. No es poco. Un tratamiento más pausado y matizado habría dado para más, insisto. No sabemos, pues, dado que ha demostrado que sabe contar una historia, si fue falta de ganas o de capacidad lo que ha evitado que el autor escribiera una novela con mayor densidad y complejidad; una novela, en definitiva, con mayores aspiraciones.
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