miércoles, 10 de mayo de 2017

'Cuentos', de Kjell Askildsen

Aunque soy del gusto de títulos chocantes tales como "Fluyan mis lágrimas, dijo el policía", "Si una noche de invierno un viajero" o "La insoportable levedad del ser", a veces la sencillez cautiva. Así, "Cuentos", que es como la editorial Lengua de Trapo decidió titular una colección de relatos de Kjell Askildsen, contiene todo lo que debe. Para qué más. Aunque admiro el barroco, me sigue impresionando la solemne sencillez del románico, aunque tardío. Qué le vamos a hacer.

Por otro lado, parece ni más ni menos que de pésimo gusto que la colección en la que se insertan dichos Cuentos se denomine Serie Business Class. ¡Business Class! ¿A qué mente se le ocurrió que podría ser una buena idea? ¿El glamour de la clase de los negocios, del business, que atraería a lectores con aspiraciones a elevarse por encima de la clase media a dejar sus dineros? Business y Class, Business Class: los que pueden pagar por no hacer cola, los que se pueden permitir los asientos cómodos y la comida en el avión o en el tren, los que reservan los mejores camarotes en los cruceros por el Egeo o el Báltico, que lo mismo da. En cambio, a todos aquellos que profesamos cierta devoción por teorías democráticas igualitaristas y redistributivas nos da mucho por saco. Diría, incluso, que nos irrita hasta el punto de la indignación. En fin, ahora como siempre, a muchos, sin duda, les seduce la idea de la distinción, aunque sea una distinción low class

Muy rojos no deben de ser, los de Lengua de Trapo, salvo que sea ironía de la fina, que todo es posible.

Dicho lo anterior, centrémonos en los Cuentos.




Askilden (me) gusta porque tiene muy mala leche. De la que molesta: una retranca venenosa a la par que cómica. Con un lenguaje seco y simple, es capaz de penetrar todo ese denso follaje exculpatorio que cada uno cultiva como refugio para hacerse con la savia de nuestra miseria moral y echárnosla por encima. No nos vayamos a creer que somos personas sin mácula.

A este respecto, sus personajes predilectos son los ancianos, los viejos, como él mismo. Cuentos en que  los personajes se intercambian frases cortas y contundentes que nos mueven tanto al desprecio como a la compasión: mezcla difícil. Oh, esos diálogos. Al mismo tiempo, y quizás solo deba referirme a la versión ofrecida por el traductor, se aprecia en algunos de los relatos un ritmo singular sin el cual lo narrado no tendría el mismo sentido. En la literatura lograda, continente y  contenido, como se sabe, son indisolubles, y tanto expresan uno como otro. Abundando en el estilo, podríamos decir que la (aparente) sencillez de la prosa nos desarma, en el sentido de que no da excusas a la pretenciosidad ni a discursos pseudofilosófico-panteístas que tanto mortifican al lector desprevenido. Los Cuentos son la obra de un señor que parece más allá de la vanidad, de alguien que ha dejado atrás la ilusión por el devenir, pues todo lo importante, todo lo que tenía algún valor, ha ocurrido ya. El amor marchito, la convivencia rutinizada, el infantilismo de personajes maduros, la promesa falsificada de la pasión sexual, el odio entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos, entre todo lo que tenga consciencia de sí, en definitiva, son varios de los temas que cruzan esta colección. Sin embargo, conviven con la picardía casi senil, el mal humor que conjura el fatalismo, la chispa de la resistencia a la muerte pese a todo. Una enmienda casi a la totalidad de las relaciones familiares.

Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo sólo unas cuantas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, me pregunto dónde lo habrá aprendido.


Estaba bajando por la escalera de un bloque de cinco plantas al este de la ciudad; acababa de hacer una visita a mi hermana y no había sido una visita agradable, pues ella tenía muchos problemas, la mayor parte imaginarios, lo que no mejoraba en modo alguno la situación. Nunca la he querido mucho, ella nunca me ha tenido en tanta estima como debiera.


Pues bien, allí estaba yo sentado, sin nada pendiente conmigo mismo, cuando de pronto divisé a mi hermano gemelo, Johannes, que se acercaba renqueando por la acera. Tuve la ardiente esperanza de que no me hubiera visto, pero en ese momento oí su voz:-Ajá, Paul, finges no haberme visto.Así ha sido siempre, brusco e indiscreto.

Ella era la que más me gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era el mejor padre del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero no era culpa suya, lo había heredado de su madre. "María -dije-, eres realmente tú, tienes buen aspecto". "Sí, bebo orina y soy vegetariana", contestó. Me eché a reír, hacía mucho que no me reía, imagínate, tenía una hija con sentido del humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento hermoso. Pero me equivoqué, qué fastidio que uno no consiga quitarse las ilusiones de encima.

Hay que reconocer, no obstante, que un par de relatos desentonan. Los admiradores de Askildsen se me echarán encima: "¡Y qué sabrá este!", "¡Sólo se habrá leído las solapas del libro!", "¡Uno no debe hacer reseñas negativas!", "¡Hay que respetar al autor y a su obra!", "¡Ha leído en profundidad el libro atento a cada detalle!", "¡Escritor frustrado!", "¡Busca una tribuna para que le reconozcan!", "¡Es apenas humano!" y lindezas así. Ese suele ser el nivel. 

Bueno, prosigamos con los dos cuentos. Uno de ellos se titula Encuentro, y, Dios me perdone, el autor me pareció desconcentrado. Un relato con el que, para que lo entiendan, Santiago Gil podría haberse inspirado para escribir otro libro, que podría titular, por ejemplo, Los recuerdos atroces, Las derrotas de la vida, El llanto infinito o, quizá, Mundo, por qué me maltratas, etc. El otro es La noche de Mardon, con la misma característica de escritura desenfocada. Siempre hay un riesgo en la escritura reconcentrada. Ya me contarán: es probable que me saquen de este doble error de apreciación. Da la sensación de que el autor no ha logrado transubstanciar una vivencia personal en un relato literario aceptable. En todo caso, soy poco partidario del derrotismo sin matices.

En sus relatos sobre parejas, nos recuerda, en ciertos momentos, a Cheever y la vida familiar en los suburbios, con sus niños y sus jardines, solo que sin tantos niños, pero con huertos. Digan lo que quieran, pero a Cheever nunca he logrado quitármelo de la cabeza: la angustia vital de la clase media norteamericana de aquellas décadas. Y La excursión de Martin Hansen, sin ir más lejos, nos lo recuerda. En otros, como en Elizabeth, el que surge ante nosotros es un Carver. Quizá menos juguetón, más vitriólico, eso sí. Es probable, sin embargo, que este aire de familia se deba a que todos los grandes escritores sean unos magníficos pesimistas o que, simplemente, ya no se hacen muchas ilusiones respecto de los seres humanos, hechos de esa madera tan retorcida con la que, ya se sabe, nada demasiado bueno puede construirse. Es posible que Askildsen sea un crítico de la sociedad noruega, y enseguida nos sobrevienen esas características con las que parecen relamerse en los reportajes de periódico dominical: Estado del Bienestar: soledad, incomunicación, alcoholismo, violencia soterrada, etc. Debe de ser que en las alegres, bulliciosas y buenrollistas sociedades meridionales lo pasamos de cine con un cuarto de la población en paro, un índice de desigualdad grande y creciente, una población carcelaria cada vez mayor, violencia de género a espuertas y corrupción político-empresarial toda la que quieran y más. No digo yo que no lo pasemos bien, pero tampoco que sí. Puede ser que, sencillamente, Askildsen escriba de los tipos humanos que conoce. Perspicaz es de sobra. Es posible que, en clave canaria, fuera interesante hablar no tanto de tipos ideales extremos: los perdedores y los corruptos, como de esos personajes de clase media que asisten impasibles tanto a la miseria de unos como al latrocinio de otros, mientras ellos tengan asegurado el sustento. De la miseria moral y de la mediocridad existencial.

En todo caso, aprecio más, y donde creo que es donde la prosa de nuestro autor se despliega con mayor intensidad, los relatos que no están demasiado dirigidos a contarnos grandes verdades. Expresan más aquellos en que una anécdota trivial o un incidente menor nos revelan las miserias de los protagonistas y, por ende, de nosotros mismo. A veces, con desenlaces impensables.


Era un caluroso día de verano. Fui hasta el jardín próximo al ya desaparecido parque de bomberos, donde suelo poder sentarme en paz. Pero apenas me hube sentado, apareció un vejestorio de mi edad. Se sentó a mi lado, aunque había muchos bancos libres. Bien es cierto que había salido a la calle porque me sentía solo, pero no con la intención de hablar, sino sólo para cambiar de ambiente. Estaba cada vez más nervioso por si me decía algo, incluso pensé en levantarme y marcharme, pero adónde iba a ir, si era ese el lugar al que me había dirigido. Sin embargo el hombre no dijo nada, lo cual me pareció tan amable de su parte que sentí una predisposición positiva hacia él. Intenté incluso mirarlo, sin que se diera cuenta, claro. Pero se dio cuenta, porque dijo: 
-Tiene que perdonarme por decírselo, pero me senté aquí porque creí que me iba a dejar en paz. Si usted lo desea, puedo cambiarme de sitio. 
-Quédese -contesté, bastante perplejo. Obviamente no hice más intentos de mirarlo, me asaltó un profundísimo respeto por él. Y aún más respeto por mí mismo. No le hablé. Sentía algo raro por dentro, como una no-soledad, una especie de bienestar.

Qué quieren que les diga. A mí estas cosas me hacen gracia y me hacen pensar. A veces, de manera simultánea. Es lo que hace a Askildsen especial.











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