Así pues, todo un reguero de obras maestras caleidoscópicas, muchas de ellas con rasgos metaliterarios, algunas con compromiso social y todo, han ido jalonando la historia de la cultura canaria (cultura mixta, híbrida, tricontinental, macaronésica, europeo-africana, mestiza, anglófila, anglofóbica, atlántica, independentista o todo lo contrario, etc.) hasta llegar a nuestro actual y grandioso momento en que todo apogeo es poco. Es el maravillosismo (neologismo acuñado por Javier Moreno). Que esa cultura tan extraordinaria, irradiadora de energía positiva y estimuladora de corazones henchidos de gozo y levitaciones místicas, sea compatible con niveles de pobreza, desigualdad, marginación, abandono escolar y violencia muy por encima de la media española y europea es una circunstancia que nunca deberíamos olvidar, y que yo al menos no me cansaré de repetir.
En el mundillo literario canario (o más bien isleño, ¡oh, siete islas sobre el mismo maaar!), en realidad todo es cuestión de buenas maneras, de normas no escritas, pero no por ello menos vigentes. Se trata de etiqueta y de su contraparte de velada amenaza; de amistad, real o fingida, y de una latente promesa de venganza. Es la ley del buen rollo y del compadreo porque, en definitiva, todos se dedican a lo mismo, y más te vale que si no.
Es por eso por lo que cuando un escritor y crítico literario como Rafael-José Díaz , en principio independiente gracias a su propio trabajo en la enseñanza, irrumpe en la esfera pública y afirma que se publica mucha "basurilla" y que le preocupa "la endogamia y el provincianismo" por el que "unos autores reseñan a otros e incluso algunos se llegan a autorreseñar a sí mismos bajo pseudónimo" no puedo por menos que sentir una fuerte simpatía por él, a pesar de la redundancia. Algo, a mi juicio, llamativo es que, salvo una pataleta facebookiana de Alexis Ravelo (que suscitó, cómo si no, gran entusiasmo entre sus fans) y una intervención de Javier Moreno en un programa radiofónico, nadie ha salido al paso, y me refiero en los medios de comunicación, para negar aquellas acusaciones o, aprovechando la ola, para sumarse a ellas. Al menos, habría sido interesante la reflexión de esos artistas, intelectuales o periodistas culturales al respecto, teniendo como tienen fácil acceso a plataformas mediáticas de gran repercusión. Silencio en el desierto.
Así pues, y dado que la entrevista era, sobre todo, un medio para promocionar su última obra, una colección de relatos titulada El letargo, consideré que podría ser de interés leerla y reseñarla. Me dije: "Piquemos el anzuelo, a ver qué tal..."
Asimismo, en la vida, uno a veces tiene la sensación de que hay cosas o sucesos de la misma naturaleza que ocurren de manera seguida. Quizá sea solo un problema de percepción, de naturaleza psicológica, o, tal vez, efectivamente sea así, sin más. Últimamente, por ejemplo, leo cuentos. Véase, sin ir más lejos, la reseña de los Cuentos de Kjell Askildsen, cuya lectura provino de una indagación respecto de un relato que terminaba algo así como "Y su padre trabajaba en Hamburgo y tenía dos secretarias". Aún no he averiguado ni cuál es ni quién lo escribió (escríbanme si lo descubren o lo recuerdan).
Y ya ven, aquí estamos, con más cuentos.
Sin embargo, tras la lectura de El letargo, me resisto a calificar los cuentos que lo componen de cuentos. Puede que sean otra cosa: extrapolaciones, desarrollos, transformaciones, mistificaciones de sucesos cotidianos en unos casos, de anécdotas en otros, escenas, en definitiva, que tienen como centro al autor. Un autor que, quizá sea un defecto, no se transmuta en otro: el narrador, cuando es en primera persona; el protagonista, cuando es en tercera. Nada tengo, en todo caso, contra los relatos autobiográficos. Podríamos denominarlos de otra manera, como esfuerzos expresivistas por el que Rafael-José Díaz que en ocasiones obtiene réditos en cuanto al acabado, pero que, en la mayoría, resulta banal, cuando no tedioso en esas 2-4 páginas en las que se sustancia cada cuento, pasaje o lo que sea. Como dice él mismo: "No son relatos al uso". Hay cierta nostalgia que convive con la insatisfacción de una sociedad extraña, de tintes, en ocasiones, fantasmagóricos. También el erotismo impregna muchos de los relatos.
El autor adolece (esto es una manía mía, lo reconozco) de ese polifacetismo tan propio de los literatos de las islas. Me preguntó si habrá algún poeta que no sea también cuentista o novelista. Debe de ser que el ansia creadora devora todo freno o contención, que el deseo de expresión busca, como si de agua se tratase, vías por las que escapar, a toda costa. También podría denominarse pluriempleo. Lo señalo porque hay ocasiones en las que me parece apreciar cierto lirismo, cierto deleite por la imagen poética que no encaja bien en el relato. Tampoco es que encuentre evidente una decidida voluntad de estilo que lo explicara. Los textos no son preciosistas, ni difíciles. El vocabulario es accesible. Sin embargo, repito, lo que nos cuenta el autor no logra interesarme, tanto por el fondo, que no evoca nada especialmente sugerente, que me haga reflexionar sobre las limitaciones o posibilidades, sobre mis virtudes o defectos, o sobre el mundo, tanta veces espantoso, como, sencillamente, por la forma:
Van siendo demasiadas palabras para tan pocas frases, me temo, pues o bien estoy intentando comprimirlo todo sin atreverme todavía a decir nada de lo que ocurrió entre el comienzo y el final de la historia o bien todo es tan indefinidamente desplegable como esos instantes que, se diría, no acaban nunca de empezar y no terminan nunca de acabar. Esta cuarta frase que ahora comienza abordará, ya inevitablemente, la continuación del comienzo, pretenderá demostrar que no fueron pura fantasmagoría los despendolados arrumacos que nos dimos en uno de los garajes de la calle General O'Donnell, esa travesía de reminiscencias irlandesas y de decrépita elegancia chicharrera a la que habíamos ido en busca de un nuevo pub que, según el uruguayo -y disculpen si no lo presento, pues su nombre es uno de los datos que se quedaron por el camino en esta historia-, habían abierto unos amigos suyos (...).
Amenazantes, solemnes, incansables, las once o doce moscas que desde el principio de la tarde ocupan el salón de mi vivienda parecen sentirse a gusto trazando conexiones invisibles entre puntos indeterminados, ángulos esquivos en las coordenadas más comunes, abismos de milímetros entre unos cuerpos y otros. Yo leo tranquilamente una colección de relatos sobre patologías cotidianas. No hace frío ni calor, no se nota ni sequedad ni humedad en el ambiente, no es temprano ni tarde (es media tarde), no estoy triste ni feliz, no tenga ganas ni dejo de tenerlas de proseguir con lo que hago o de pasar a otra cosa.
Lo que se apodera de nosotros, a veces, en las partes traseras de las guaguas, mientras un atardecer aminorado por todas las gradaciones de un gris polvoriento, o incluso del polvo en su más sólida presencia, es decir, como humo, como polución engastada en las fosas nasales, como toxicidad propulsada por motores que arrancan, aceleran, frenan, se detienen e inoculan directamente en los pulmones la malsana raíz de todos los venenos; lo que se apodera de nosotros, protegidos por un tiempo en las partes traseras de las guaguas, defendidos por los altos, rotundos ventanales que nos brindan la contemplación de la promiscuidad del gentío es una especie de sórdida desmesura de nuestra visión agazapada.
Es una prosa insatisfactoria: ni aguda ni clarividente ni bella. Todo esto lleva a plantearme cuál era la intención de Rafael-José Díaz al publicar El letargo. Quizá pretendía que cualquier crítico quedara retratado si se atreviera a hacer un juego de palabras con el título. Tal vez, quería publicar los cuentos, pero no estoy seguro de que, a tenor de lo que declara en la famosa entrevista, quisiera que se leyeran. Lo que parece un contrasentido, en principio, pero quién puede elaborar una teoría de la mente infalible. Dice:
Era un libro que necesitaba exteriorizar. Quería pasar a otra fase de la escritura y los textos estaban molestando.
Entiendo que los textos le "molestaran". Incluso que le aburriera escribirlos, y, todavía más, leerlos. Me atrevo a dudar de que su publicación constituya esa experiencia catártica que le permita seguir desarrollándose como literato. A mí, como lector, no me gustaría que me utilizaran más como un medio que como un fin.
En definitiva, un ejercicio de solipsismo al que no sé si estábamos invitados sino por compromiso.
Estimado Ubaldo Suárez: me complace que haya tenido usted la ocasión de leer mi libro "El letargo". Como habrá comprobado, concibo los textos que he incluido en él como fragmentos de prosa que giran en torno a algún personaje (que puede ser trasunto o no del yo autoral) o en torno a algún hecho o imagen. Es esa la razón por la que los llamo "relatos", pero perfectamente estaría dispuesto a admitir que no lo son. O que lo son y no lo son al mismo tiempo. Que le haya interesado a usted más o menos (más menos que más, creo) lo que yo allí digo o escribo es asunto que, desde luego, se escapa a mi "control", y es bueno que así sea. Se escribe en soledad (o al menos yo lo hice al componer esos textos), me refiero a que uno, "en la intimidad del hogar", como diría con gracia un buen amigo, dialoga con uno mismo mientras escribe. No se tiene en mente a un lector concreto ni a un grupo de lectores. Cuando el libro se publica, de algún modo, los textos se desprenden por segunda vez del cuerpo que los engrendró (hay algo físico en escribir), ahora de un modo definitivo. Es a ese tipo de liberación al que me refería en la entrevista que usted leyó. No siempre, desde luego, se consigue interesar o implicar al lector en lo que se escribe, pues la distancia entre lo vivido por cada cual es siempre inmensa. Pero a veces basta con que uno solo de esos textos, o al menos uno de sus párrafos, o una simple imagen, pueda compartirse. Como una epifanía. Quizá en sus críticas, que están muy bien como ejercicio de autenticidad lectora y a veces de demolición incontestable, uno quisiera en ocasiones leer alguno de esos momentos de encuentro, que seguro que los hay, entre el lector que usted es y el libro que lee. Reciba un cordial saludo. Rafael-José Díaz.
ResponderEliminarEstimado Sr. Díaz: Creo que fue Octavio Paz quien dijo que un solo poema redondo o perfecto justificaba toda una obra poética. Es, si lo miramos bien, una curiosa inversión de la frase hamletiana:"Un átomo de imperfección degrada la materia hasta el nivel de su propia degradación". Ya me gustaría a mí encontrarme más a menudo con "esos momentos de encuentro" a los que Vd. se refiere. En realidad, abordo cada obra que leo por primera vez con esa esperanza. Un saludo cordial.
EliminarTotalmente de acuerdo con Paz y con Hamlet. Y con su forma de abordar los libros. Otro cordial saludo.
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