viernes, 24 de febrero de 2017

'La voz melodiosa', de Montserrat Roig

Como ya habrán constatado, como reseñador avispado me gusta estar al tanto de las novedades editoriales, leer la oportuna entrevista a la escritora de moda o esperar con ansia fronteriza con la mansedumbre el fallo del premio literario de turno. Si un reseñador no se esfuerza por conocer los pormenores de la vanguardia artística y editorial, ni es reseñador ni es nada.

Es por ello, en lógica consecuencia, que mi reseña se ocupa en esta ocasión de una novela publicada en 1987 de una escritora que murió en 1991: La voz melodiosa, de Montserrat Roig. La traducción del catalán estuvo a cargo de José Agustín Goytisolo y Julia Goytisolo Carandell. La periodista y escritora Rosa Montero escribió el prólogo, por si eso le importa a alguien.







Para quien no le suene de nada o sea joven (no me incluyo en esto último), la escritora fue todo un personaje público, político y literario desde la época de la transición democrática hasta su muerte, sobre todo en Cataluña. Para lo demás, Wikipedia y buscadores de Internet.

Vayamos con La voz melodiosa, pues.

La novela tiene una primera parte muy interesante, digamos hasta el capítulo IV. Hasta ahí, el narrador omnisciente nos cuenta la historia de  un niño educado, profesores/as privados mediante, por su abuelo. Su madre murió un par de meses después de nacer él, sin padre conocido. El abuelo toma la decisión de educarle en casa por dos razones: a) El mundo tras la victoria de las tropas de Franco en Cataluña no merece la pena; y b) El niño, al parecer, es muy feo.

Creo que no revelo nada que no intuya el lector tras ver la portada del libro. En todo caso, al leer la novela se ve que tiene más peso la razón a) que la b), pues feos somos muchos y tampoco es razón suficiente para que nos encierren sin salir. El abuelo es un burgués catalán, no sé si representativo, con dinero suficiente para tener criada, un piso grande en Paseo de Gracia y muchos profesores/as particulares como un poeta, un astrónomo armenio, una traductora y una profesora de piano francesa, entre otros muchos. 


A los seis años, Alpargata conocía ya todos los quehaceres de casa. Pensaba que el olor a cerrado era un olor normal y que todas las casas eran oscuras y silenciosas. Nunca preguntaba de quién eran los pasos que llegaban desde la escalera, ni tampoco por qué se oían ruidos de la calle. Creía que la vida era silencio y oscuridad. Su mundo existía muy lejos de allí, y quizá algún día lo conocería. Eran las mil leyendas que le había contado Dolors, los mil romances tristes que le había cantado. Sin moverse de la casa, había recorrido todo el país cabalgando veloz sobre el caballo del Conde Arnaldo.


-Vivimos en una época, querido amigo -dijo el abuelo al poeta-, en la que sólo la forma nos podrá salvar de la estulticia que nos rodea. La forma es un estilo de vida. Eso y no otra cosa es lo que quiero que le enseñe a mi nieto. Usted le hará leer las grandes obras de nuestra literatura, pero ni hablarle de la prohibición. Aquí no se ha perseguido a nadie y nuestra lengua ha permanecido intacta. El chico, desde niño, ha oído la música de nuestras palabras, su ritmo interior. Lo que Joan Maragall llamaba "la palabra viva"... Se trata de salvarlo de los males exteriores mediante el lenguaje poético, usted ya me entiende. Y ahora, tómese una copita de coñac, que no le sentará tan mal como el aguardiente. Hemos de brindar por el éxito de su labor pedagógica.



Puede, quizás, leerse la figura del abuelo como el trasunto de la pequeña o mediana burguesía catalana cuyos valores declinaban y que, por tanto, opta por refugiarse en un mundo interior estetizado un tanto asfixiante. Quién sabe la de artículos filológicos que se habrán escrito al respecto. En todo caso, la riqueza del vocabulario, la fluidez del estilo y la delineación de los personajes resultan más que convincentes. Sin embargo, a partir del último capítulo de esa primera parte, aparece, de improviso, una nueva narradora. Pero esta voz que habla en primera persona no tiene su correspondiente personaje. No sé si es un error o si he pasado algo por alto. En mi opinión, nada se hubiera perdido si se hubiera optado sólo por una de las dos voces. O, para ser generosos, si la polifonía resultaba imprescindible según el plan de la autora, que la hubiera ejecutado de otro modo. Uno no puede evitar la sensación de que estos cambios no fueron el fruto de un plan meditado, sino de un descuido, o de falta de concentración. O de ambas cosas.

En la colina nos íbamos a reunir con el resto de la manifestación. Nos advirtieron que teníamos que subir hasta la cima donde estarían los demás, nos aseguraron que había centenares de personas, quién sabe si miles. Los cuatro enfilamos por un atajo.Como una imagen tópica parecíamos aguiluchos a punto de levantar el vuelo. Virginia y Juan Lluís caminaban cogidos de la mano y Mundeta rozaba el hombro de Alpargata. Teníamos la lengua de trapo por la borrachera del día anterior, pero las piernas no nos temblaban.

(La cursiva es mía)

A mí es que no me cuadra. Si "los cuatro enfilamos" (primera persona del plural), ¿como se puede enumerar a esos cuatro como si no fuera ninguno de ellos? ¿Quién habla entonces? ¿Quizá esa narradora toma una "distancia" con respecto de sí misma? Si es eso, no funciona. Y así en más ocasiones.

Aparte de eso, en mi opinión la trama flojea en esta segunda parte: hay crítica política, crítica social, crítica de la burguesía, crítica de los jóvenes izquierdistas que no lo son tanto, etc., lo que está bien y celebro con entusiasmo, pero no cuaja. Como si la obra se hubiera ejecutado demasiado deprisa, con un aire, además, de reminiscencia personal que no se ha transmutado bien literariamente. 

Además, hay cierta insistencia en indicarnos el momento clave de la obra (la colina y el pozo) que llega a hacerse irritante, y que llegado ese punto no es para tanto. También hay algún análisis de personajes no demasiado atinado, en plan "he sufrido mucho y no volveré a ser la misma" y tal. El placer de la lectura de (casi) toda la primera parte desencadena unas expectativas que luego se defraudan, lo que lamento. 

El personaje central, Alpargata, es potente, aunque casi podría decirse que más interesante resulta el abuelo. En cambio, sus compañeros de Universidad aparecen más desdibujados, aunque esa voz sin filiación se empeñe en mostrarnos sus más íntimos pensamientos, que tampoco dan para mucho. Quizá la intención de la autora era mostrarnos así su superficialidad, su compromiso de poco calado, su juventud impostadamente irreverente, pero lo dudo. Puede leerse el final en clave de moraleja: el despertar de un sueño, cada cual del suyo, y enfrentarse a una realidad traumática. Dejémoslo así.

Conclusión: se lee con interés hasta el final. No es poco; tampoco es demasiado. 






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