lunes, 6 de febrero de 2017

'Blanco sobre negro', de Rubén Gallego

Si comenzara esta reseña afirmando que la prosa de Gallego me recuerda en numerosos pasajes a la de Chéjov, podrían tildarme de exagerado. Especialmente, si han leído a Chéjov y, sobre todo, si, como yo, aprecian su prosa. Un Vanka tullido y aún más triste y desgraciado es lo que se me viene a la cabeza. A pesar de todo, aunque no lo hubiesen leído ni, todo es posible, tampoco les agradase su estilo, comprenderían que estaba elogiando Blanco sobre negro. Así es. 




La novela de Rubén Gallego se compone de reflexiones y fragmentos de su vida en diferentes orfanatos de la Unión Soviética. El tránsito de la niñez a la adolescencia, su, llamémoslo así, proceso de formación en una condiciones físicas terribles (parálisis cerebral que se sustancia en su caso en la imposibilidad de caminar o utilizar las manos: sólo era capaz de reptar) y en un entorno institucional (orfanatos, hospitales, asilos) que pasaba de lo insuficiente a lo deplorable. Sin embargo, Gallego prefiere quedarse con el lado bueno de sus circunstancias: su capacidad de resistencia, las amistades que iba forjando a lo largo de su tortuosa vida, la bondad de algunas personas como las niñeras o maestras, de sus compañeros de tribulaciones o de una estudiante española). Aquí y allá, Gallego nos muestra destellos de humanidad en pequeños actos como el regalo de una ración de comida, el compartir un chorizo, el cuidado de un perro, también tullido, como otros de auténtico espanto como el deambular de una rata gigante por los pasillos de un asilo o la frialdad con que la maquinaria institucional envía a personas como él a morir con ancianos, también abandonados a su suerte.


Cuando era muy pequeño soñaba con tener una mamá. Soñé con la idea hasta los seis años. Luego comprendí, o mejor dicho, me dijeron, que mi mamá era una puta de mierda y que me había abandonado. Me resulta desagradable escribir estas palabras, pero fueron los términos que emplearon.


Llegué a aquella casa de niños directamente de la clínica, donde durante dos años intentaron sin éxito ponerme en pie. El procedimiento era sencillo. Enyesaban mis piernas torcidas, luego cortaban el yeso periódicamente en determinados lugares, apretaban las articulaciones y fijaban las piernas en una nueva posición. Al medio año, las piernas quedaron rectas. Intentaron ponerme sobre muletas, vieron que era inútil y me dieron el alta. Durante el tratamiento, las piernas me dolían constantemente, yo no razonaba como es debido. Según la ley, todo escolar en la Unión Soviética tiene derecho a la enseñanza. Aquellos que podían asistían a las clases escolares de la clínica, el maestro visitaba al resto en su pabellón. A mí también me vino a ver un par de veces una maestra, pero al comprobar mi completo cretinismo me dejó en paz. A los maestros les daba pena aquella pobre criatura y en todas las asignaturas me ponían "suficiente". Así iba pasando de una clase a otra.


En el asilo lo colocaron en un pabellón con dos abuelos. Dos abuelos inofensivos. Uno, zapatero, hacía cola de pegar en un hornillo eléctrico; el otro, un terminal, casi no se enteraba de nada, de su cama caía la orina. A Seriozha no le dieron muda. Le dijeron que los pantalones se cambiaban cada diez días. Seriozha se pasó tres semanas en el pabellón sumergido en el olor a mierda y a cola de zapatero. Se pasó tres semanas sin comer nada, procurando beber lo menos posible. Atado a su bolsa de orina, no se atrevió a arrastrarse desnudo hasta el exterior para ver por última vez el sol. Murió a las tres semanas. Al cabo de un año a ese asilo me habían de llevar a mí. Serguéi tenía manos, yo no.

La vileza humana carece de límites, pero en sus intersticios florece también la solidaridad, y junto a ella la esperanza. Gallego ha sido afortunado en sobrevivir, y su novela no sólo es testimonio de la hipocresía de una moral utilitarista disfrazada de hermandad socialista que despreciaba a los inútiles y en la práctica los condenaba a muerte. También lo es de la fuerza que puede albergar un ser humano. Él ha vivido para contarlo, cuando todas las apuestas estaban en su contra.

Me sacaron del autobús con la silla. A pesar de todo, yo era un minusválido privilegiado. Los que abandonaban el orfanato no tenían derecho a tener una silla de ruedas. Los llevaban a los asilos de ancianos sin silla, los depositaban en la cama y allí los dejaban. Según la ley, el asilo estaba obligado a proporcionarle otra silla de ruedas en el curso de un año, pero eso era según la ley. En el asilo de ancianos al que me llevaron sólo había una silla de ruedas. Una para todos. Aquellos que podían montarse en ella desde la cama paseaban en la silla por turnos. El paseo se limitaba al porche del internado.

En cuanto a la prosa de Gallego se caracteriza por frases cortas, punzantes. Párrafos intensos, también, normalmente, de pocas frases. No es amigo de largas descripciones. La intensidad del sufrimiento y de la alegría la expresa con contundencia, pero con sobriedad. La lectura es sencilla, por si eso resulta valioso para quien lea esta reseña; la repercusión en la conciencia se mide por la reflexión que nos genere, y no creo que yo constituya una rareza si digo que es honda y duradera. De repente, volvemos a apreciar el valor de la bondad en las pequeñas cosas y a los más perjudicados en esta lotería trucada que es el mundo. 

Eso sí, como objeción en el plano narrativo podría aducirse el abrupto paso de su adolescencia, justo cuando estaba en un asilo tenebroso, a su estancia en Estados Unidos con su mujer. Algo se ha omitido por el camino, se tiene la impresión de que algo importante se nos ha escamoteado. Lo cual quiere decir, por otro lado, que uno podría haber seguido leyendo sin tregua doscientas páginas más de sus aventuras y desventuras. 

Toda una historia, sin duda.






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