Iba a escribir (más bien, ya lo tenía escrito) unas cuantas banalidades sobre los reality-shows, como síntoma de las sociedades capitalistas tardías y del espectáculo, en las que hasta el ocio no es ocio si no es competitivo, coronados por esa lógica tan anglosajona de un/a único/a ganador/a después de las sucesivas purgas. No esperaba que fuera nada demasiado original, pero me apetecía compartir mis reflexiones al respecto.
Sin embargo, he aquí que cuando ya las tenía preparadas, leí una entrevista a Domingo Luis Hernández (cuya novela Veneno en el paraíso fue objeto de reseña en este blog). Ya saben que en esta querida tierra nuestra (así, en abstracto) se ha perdido toda timidez, todo pudor, en nuestros/as artistas en cuanto a glosar la propia obra. Tenemos incluso hasta reseñadores, como el inefable Sr. Santana Sanjurjo, que reseñan su propia obra. En este caso, nuestro bienamado Hernández, respondiendo a una pregunta del ínclito, meditabundo y casi siempre críptico García Rojas, acerca de su próximo libro de relatos, afirma, mediante la figura del narrador interpuesto, lo siguiente: "Un amigo leyó el manuscrito en su punto y final y me dijo que había obrado por maravilla, que cada una de las sesenta y seis narraciones del libro es un prodigio. Exagera. Pero si puedo dar esa sensación por lo logrado, mi alma se reconforta".
Por si eso fuera poco, el entrevistador, seguramente azuzado por esa respuesta, le pregunta por otro próximo libro de Hernández, este no de ficción, sino de esa cosa tan contestada que es la literatura canaria. Transcribo:
- Está a punto de presentar ‘Una literatura vertebrada’. ¿Qué pretende contarnos con este libro?
“Sí. Espero que para octubre próximo ya esté impreso. Una literatura vertebrada es no solo un libro singular para Canarias, por lo que el libro es y encara por primera vez aquí, sino absolutamente necesario para dar a entender y razonar eso que se llama, y con razón, Literatura Canaria
Necesario. Un libro "necesario" no estimado así por el público, ni por sus pares académicos, ya que todavía no se ha publicado, sino por él mismo. ¿Cuántos libros necesarios no necesitados se publican cada año en Canarias, en España? A mí me daría vergüenza decir algo así, ni siquiera pensarlo, pero ya no me sorprende encontrarme con estas vanaglorias a cada paso.
Hay más perlas, así que les paso el enlace y ya se maravillan Vds. mismos, que no es cuestión de dárselo todo masticado.
A lo nuestro:
El libro que hoy traigo para el manoseo público e impúdico es Literatura fantasma, de Bruno Mesa. De este escritor ya analicé su libro No guardes nada en tus bolsillos, allá por 2019, año I antes de confinamiento, cuando mucho de lo que ocurre hoy no parecía posible. Es un libro de relatos, así que quienes esperaban aforismos, apotegmas o cosas parecidas, o tal vez, y yéndonos al otro extremo, la novela canaria definitiva, se sentirán decepcionados.
En fin, tras la lectura, uno se queda con la sensación peculiar de que, junto a escenas, párrafos o momentos de gran brillantez lingüística, hay otros, tal vez demasiados, en que al autor parece sobrarle siempre un adjetivo (suele agruparlos en tres o cuatro), o un complemento del nombre o una frase. Un poco de refilado, de pulimentado no habría venido mal. De todos modos, el problema no radica ahí.
Por otro lado, leer estos cuentos supone enfrentarse a literatura seria, literatura que no pretende el ensalzamiento vacuo del propio autor, sino hacernos pensar a partir de la reflexión e imaginación de aquel. Un bosquejo de sociedades futuras o alternativas a partir de las posibilidades latentes o de las realidades que ya estamos viviendo. No obstante, el juicio que se puede hacer uno por uno es dispar:
Respecto del primero, El sendero, es la historia de un secuestro y programación de una mujer por una organización maléfica que pretende infiltrarse en todos los Estados del mundo para hacerse con el poder. Es una organización, llamada así, la Orden, y que lava el cerebro a sus acólitos y los convierte en meras herramientas de su propagación. La historia carece absolutamente de originalidad, y forma parte de esa moda distópica -moda que aparece y reaparece en ciclos como el de los pantalones de campana- en la que todo es terrible, opresivo y desesperanzado. Ya Zamiatin y Orwell parecen lejanos, demasiado lejanos, para volver a citarlos. Eso sí, el estilo de Bruno Mesa, su manera de conformar frases, su elección de las palabras muestran inteligencia y originalidad. Pero poco puede hacerse con un contenido visto mil veces y, por tanto, predecible a cada paso. Es posible que con esta historia Mesa no pretendiera en absoluto mostrar algo nuevo sino librarse, vía escritura, de una insoportable sensación de opresión mental o espiritual que le atosiga o la manera de exorcizar una historia como esa que tenía ocupándole espacio en la cabeza. No obstante, por mucho que uno pueda empatizar, creo que no hacía falta publicarla. Leerla, desde luego que no.
Lui no estaba dispuesto a seguir un minuto más con aquella farsa de los buenos misioneros, los axiomas delirantes y ese espantajo al que llamaban verdad, esa palabra con la que se llenaban la boca y que debía ser transmitida con precisión absoluta, una verdad que debería extenderse por el mundo como una medicina. No, Lui se sabía muerto y enterrado, se sentía lejos, y no estaba dispuesto a vender sus últimas horas en aquel vodevil. No era complejo imaginarse la escena. A un lado un hombre desesperado de sesenta y tres años, ahogado en aquel encierro, hastiado de repetir las necedades megalómanas de Ducicki, aquella apología del odio en nombre de una fantasía de esplendores uniformados y jerarquías, de algo que solo era un primitivo engaño envuelto con el papel de regalo de la pureza, apenas una trampa para ciervos en mitad del bosque. Al otro lado estaba el buen y honesto tribunal, los cuatro cazadores, Carla, Tonia y los dos blanquecinos evaluadores recién llegados, tan severos en su labor (Págs. 24-25)
El segundo relato, Literatura fantasma, me parece una sátira solo ligeramente inventada (con respecto a nuestra época) de la literatura como mero producto para la venta en el mercado. Producto que ya no necesita, he aquí lo singular, ni su soporte lingüístico, su contenido, porque bastan unas reseñas ampulosas y unas cuantas entrevistas para que, a quien se designe como autor/a, disfrute de una fama efímera, que sirve, a su vez, para alimentar el espectáculo mediático, que es de donde la empresa extrae sus beneficios. Aquí la ironía, por no escribir sarcasmo, está más trabajada, más amplificadas sus consecuencias en la trayectoria moral del protagonista (que escribe esas reseñas sobre libros inexistentes e imposibles). Tiene este relato un toque borgiano no solo por la relación con las reseñas inventadas sino por una adjetivación paradójica, casi siempre acertada, aunque, como ya escribí antes, a veces le sobre alguna palabra. No obstante, me parece un relato brillante porque en esta especie de parábola se expresa de manera sobresaliente una potencialidad demasiado cercana de nuestra sociedad, y plantea bien el dilema moral que supone para el protagonista reseñador. Para mí, el mejor cuento con diferencia.
Theo Gignac fue digerido por la Organización y aplaudido por su Departamento de Promoción. Esa facilidad para convertir mi crítica en espectáculo, para fagocitarlo todo, me desesperó. La maquinaria de la publicidad se puso en marcha y no falló en su objetivo. A veces se distrae, pero nunca falla. Theo Gignac se convirtió pronto en un joven y prometedor escritor, la nueva esperanza de la novela total, el enojado revolucionario estético, otro muñeco en el escaparate, otro autor de un solo libro que parece propietario del futuro, un genio más en el omnipresente bazar de la literatura fantasma.
Todo comenzó hace veinte años, antes de conocer a Lidia, en el año 2041. Nadie desconoce que un libro que no existe será siempre, en cualquier orden crítico, muy superior a un libro vulgarmente real. Cuando un libro no existe no es posible derribarlo, no hay ningún batallón de críticos que pueda siquiera hacerle el más mínimo rasguño: el vacío es su perfección. (Pág. 46)
El tercero, La última invención de Gabriel Domin, quizá podría considerarse como un ajuste de cuentas o algo parecido, dedicado a los encuentros de escritores/as, aquí en La Palma (recordemos aquel ridículo manifiesto con ocasión de su cancelación por la erupción del volcán). Quizá sea el menos logrado porque, salvo la idea de la suplantación del protagonista, no deja de repetir lo que ya se ha convertido en todo un tópico: la execración contra este tipo de eventos literarios y los personajes que lo pueblan. Creo que ciertos temas, por resobados, solo admiten ya una mirada punki o navajera, a la par que inteligente (lo que me recuerda en lo que fracasó aquella pésima novela de Elio Quiroga, Berlinale): tarea nada sencilla, claro. Todos sabemos que de los encuentros literarios no puede sacarse nada bueno, salvo algunos cotilleos, y a la inutilidad se le añade el oprobio cuando están financiados con dinero de las instituciones públicas. No creo que ningún/a escritor/a haya experimentado una epifanía literaria tras la obligada ingesta de canapés en estos eventos o en mitad de una ponencia acerca de las dificultades de traducir la literatura macaronésica a un idioma continental. Alguna vez leí, en clave pragmática, que era bueno que los escritores asistieran a estas cosas con el fin de hacer contactos. No hace tanto tiempo, el artista tenía un agente, tal vez un representante si se le multiplicaban los deberes. En esta época, y por razones de la digitalización, la fusión de las grandes editoriales, etc., es posible que para la mayoría de los/as que aspiran a vivir de la escritura (o de cualquier arte) no haya otra salida que la de convertirse en personas-orquesta. Al final, quiérase o no, lo que no puede calcularse o subvencionarse es el talento, por mucha red amical/profesional de que se disponga, aunque, en ocasiones, el artificio y la impostura pueden disimularse un tiempo.
En todo caso, creo que el autor no acierta con el tono ni logra proporcionarles carnalidad a los personajes, en especial al protagonista. Quizá una narración menos vitriólica, algo más fina, y también más extensa, porque las motivaciones no están demasiado claras, habrían desembocado en un relato estimable.
El segundo día de festival se empezaron a formar grupos, corrillos herméticos, cápsulas de seguridad, pandillas etílicas y pelotones de fusilamiento estético. Por un lado estaban los latinos exiliados en España, que hacían piña, afilaban el colmillo y se reconocían el heroísmo; el gallináceo club de los provincianos iba como descuajeringado, atravesado por discusiones lingüísticas y fábulas de capirote; la trinidad oficialista despachaba gestos abaciales, recogía agradecimientos y devolvía consejos paternales; en el cogollo de los novelistas castellanos se hablaba un idioma testicular y se deploraban los exotismos gastronómicos; no faltaba el departamento de los profesores universitarios, amarillento como un cuaderno de notas nunca actualizado, donde crecían las enredaderas más robustas; estaba la descompuesta familia de los periodistas que cubrían el festival, solo unificada por los lazos de la urgencia, la precariedad y la socarronería; y luego existía media docena de ramas con seres sin brújula, poetas con producción espontánea de salmos urbanos y mohosos, tímidos aforistas, principiantes solitarios, traductores del iraní, cirróticas glorias olvidadas a las que nadie saluda, espectros que acompañan a otros espectros que alguna vez escribieron algo que mereció un premio más o menos irreal. En una de esas ramas estaba él, increíble y cierto, posado como un pájaro orgulloso, casi Gabriel, casi Domin. (Págs. 79-80)
En cuanto al cuarto, El arte del espacio, tengo opiniones encontradas. Por un lado, el comienzo me resulta prometedor y muestra el germen de una idea que, sin ser la cima de la originalidad, sí que podría haber dado lugar a algo interesante: la progresión o deriva del arte moderno y su imbricación con la sociedad que la ha generado, el papel del/la artista y su influencia transformadora, la connivencia del mecenazgo político con una determinada función del arte, etc. Por otro, el desarrollo del relato no resulta satisfactorio: lleva a situaciones no solo que resultan inverosímiles, sino desquiciadas. Pero no es un desquiciamiento fértil, sino, digamos, nihilista, que malogra aquella idea llevándola a un callejón sin salida.
El arte del espacio resultó ser una representación teatral que tenía por objeto revelar la brutal naturaleza humana. Todos estuvieron de acuerdo en que no hacía falta esa fanfarria de prohibiciones para demostrar semejante afirmación, y que hubiera bastado con repasar muy levemente un libro sobre la reciente historia de Europa para llegar a esa misma conclusión. Quizá sea pedir demasiado. La exposición de Galina Salnikov era una tautología, y estaba claro que con ella no pretendía iluminar nuestra inteligencia, sino erizar nuestra desesperación.
Podría haberse dedicado a otra labor, pensaron muchos moscovitas. Podría abandonar el ingrato campo del arte y utilizar sus habilidades proféticas dirigiendo una comisaría o vegetando en una embajada caribeña. Se elevaron súplicas. (Pág. 99)
Del quinto, Taxon, de podría decir lo mismo que del primero, lo que resulta fatídico. En este caso, es una corporación gigante, Taxon, convertida en Estado, o un Estado absorbido por esta corporación, que controla a todos sus súbditos, etc. Ya de recordarlo, me sumo en el tedio, a pesar de que ocasionalmente muestra destellos de estilo: el contenido, salvo alegoría sutil que se me haya escapado, no ofrece absolutamente nada novedoso, por visto, leído u oído en tantas ocasiones: a esto ya aludimos antes, sí, Nosotros, sí, 1984, tal vez Minority Report, o Ready Player One, por citar lo primero que se me viene a la mente. En definitiva, un relato, este sí, innecesario.
Es probable que esta noche sea la última. Eso me aterra y me alivia a la vez. Los dos hombres vestidos con el mono gris de los funcionarios se han marchado de la cafetería en la que escribo, pero pocos minutos más tarde han entrado dos mujeres pequeñas, serias, duras, con un gesto de agotamiento en el cuerpo que la cara se empeña en corregir. También ellas podrían ser vigilantes. Cualquiera podría serlo. La cafetería misma debe estar salpicada de microcámaras. Todos los dispositivos, también este en el que escribo, están monitorizados. Las dos mujeres se han sentado no muy lejos de mi mesa, quizá para evitar, por un absurdo instinto humano que aún no hemos conseguido extirpar, la desolación que producen estas cafeterías sobreiluminadas de carretera, inmensas y huecas. Antes de pedir un café una de ellas, la más despierta y temible, ha levantado la vista y me ha mirado, no sé si reconociéndome o si pidiendo perdón antes de que llegue mi hora.
Este año ha sido plácido en Taxon. Las pequeñas guerras se han sucedido lejos, más allá de las zonas de seguridad, allí donde las explosiones y los bombardeos nos llegan como bulbosidades luminosas que llamean en la noche de las pantallas, hongos de fuego que cruzan ante los ojos insensibles, incapaces de entender lo que ese apocalipsis remoto significa.
La guerra se ha transformado en el gran espectáculo nacional, en la diversión para toda la familia. Los invisibles dirigentes de Taxon (ese Consejo de Sabios del que lo sabemos todo y no conocemos nada) comprendió hace muchos años que una sociedad gobernable necesita una narración adecuada que la mantenga en un estado de emergencia permanente, y la presencia de una guerra perpetua contra los salvajes y las ciudades nómadas es una excusa perfecta. (Págs. 142-143)
Para abreviar, ya que estos son los cuentos de mayor extensión, y el resto tampoco me suscitan tampoco un interés particular, creo que la prosa de Bruno Mesa está muy por encima, con excepción del segundo, del contenido o, al menos, del desarrollo final de lo planteado. Le faltan, me temo, temas, lo que no deja de ser singular, pues lo que suele ocurrir es que los escritores estén sobrados de ideas que luego malbaratan con un estilo deplorable, ausentes cualquier atisbo artístico o de voluntad de estilo. A mi entender, a este escritor solo le hace falta un verdadero desafío para que saque, de una vez para siempre, todo ese talento que considero que atesora, a juzgar por su forma de escribir. Un desafío requiere un asunto complicado, del que no sea sencillo escribir, que no tenga casi precedente, para forzar al escritor a pensar y a sufrir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario