viernes, 21 de julio de 2023

Bisutería auténtica, de Daniel María

Ante la emergencia (y consolidación) de partidos políticos, movimientos y corrientes de opinión antifeministas y antitransgénero, es decir, antiigualitarias, y que suma a la falta de empatía la ausencia de compasión con los grupos humanos que más han sufrido en nuestras sociedad liberal-burguesas, la literatura puede desempeñar un papel reivindicativo no sólo desde reclamos estéticos sino también cognitivos de primer orden.

Dejando de lado genotipos, cromosomas y fenotipos, la persistencia en infligir sufrimiento de las personas trans y lgtbiq+ en general nos enseña que no pertenecer al grupo canónico de una sociedad se castiga cuanto más intolerante sea esta y más rígida su manera de establecer identidades, que se presuponen fijas, y censurar comportamientos heterodoxos o desviados. A este respecto, deberían avergonzarse aquellos/as que, en el seno de una sociedad como la nuestra, que se dice democrática, se empeñan en no respetar la autonomía de los demás. No hay mérito alguno en convivir con los semejantes a nosotros. Nuestro desarrollo ético se perfila en el contacto con otros diferentes, que, a su vez, respetan nuestra identidad y libertad. 

Es por ello asombroso  y revelador a la vez que el vector antifeminista y tránsfobo haya contribuido a la relevancia política de un partido como Vox en España, que no se esconde en su propósito de recortar derechos a los sectores sociales más vulnerables, además de favorecer a los más privilegiados. Es evidente que no ha surgido de la nada, sino que ha arraigado en un suelo nutricio favorable a él: tal vez, la nostalgia de muchos hombres resentidos con un tiempo y un mundo que ha dejado de ser comprensible y previsible. Aquel en que incluso siendo uno un explotado don nadie, siempre quedaba ser el rey de la casa, mantenedor de mujer e hijos/as, autoridad indiscutida. En muchos casos, con la seguridad de la continuidad laboral dentro de una misma empresa a lo largo de toda la vida. 

Los que ya acumulamos peso en el carnet de identidad y tenemos algo de memoria recordamos los 70 y los 80, cuando la violencia de género en el seno de la familia no era infrecuente y cuando si se recurría a la policía, se te decía que eso era "un asunto familiar"; cuando los chistes vejatorios -siempre a los discriminados: putas, maricones, sarasas, bolleras, marimachos, travelos, etc., amén de negros, moros y gitanos por no hablar de los piropos asquerosos y el menosprecio público a las mujeres- eran un pasatiempo habitual,  aplaudido con regocijo y levántense para la ovación. Siempre recuerdo el gran éxito de Martes y Trece en 1990 con su gag del "mi marido me peggggaa...". Nos partíamos la caja (que conste que Millán Salcedo ya se disculpó hace años).

Que digo yo que ya podríamos -todos y todas- mostrar compasión por los sufrientes, por los parias de este mundo, y no hacer restallar nuestro resentimiento -todos/as hemos sufrido también afrentas e injusticias, faltas de reconocimiento, pobreza en diverso grado de intensidad, etc.- en las personas que están aún peor que nosotros. Por qué apoyar a partidos y movimientos que hacen de la discriminación y del gueto su bandera, por qué sentir nostalgia por conquistas e imperios -ninguno se ha hecho sin guerra, sangre, muerte y explotación brutales-, por qué añorar edades de oro que nunca existieron ni existirán. 

Vergüenza debería darles, por la parte que toca en este blog, a esos escritores y artistas, casi siempre varones, odiadores y resabiados que hacen del menor desliz, de la menor equivocación -también las/os feministas y los/as bienintencionados/as se equivocan; sí, también los inmigrantes son capaces de cometer delitos y tomar decisiones erróneas- una causa general contra cualquier intento de hacer una sociedad mejor y más igualitaria, tal vez un mundo más acogedor o, por lo menos, no tan jodido. Tener a una mujer bajo el yugo no es un privilegio, es despotismo, y como todo despotismo, embrutecedor para las dos partes. Agredir a una persona por sentirse atraída por otra de su mismo sexo es síntoma de ruina moral. Claro que solo una de las dos es la que se lleva los golpes y humillaciones

Empujar a la marginación por razones étnicas, sexuales, religiosas o de cualquier otro tipo es colaborar con los explotadores, que, dicho sea de paso, tampoco dudarán en explotarles a ellos. El fracaso propio no debería servir de excusa para hacer sufrir a otros/as, tal vez sólo para reflexionar sobre las veleidades de la fortuna y, si se tiene algo de visión, para mostrar algo de grandeza: las ocasiones no abundan. 

Volviendo a lo que señalé al principio: la literatura puede no solo deleitar, sino también instruir:




Bisutería auténtica, de Daniel María (de quien ya hablamos por ser coautor de la novela gráfica Saritísima, en la pasada feria del libro de Las Palmas GC), es una colección de relatos que tienen como protagonistas principales a uno los grupos sociales más vilipendiados y pisoteados: las travestis. Lo destacable del asunto es que no se limita a poner el foco a personas secularmente invisibilizadas y marginadas, sino que lo hace de un modo literariamente digno de encomio. 

Ya he escrito en otras ocasiones que las buenas intenciones no bastan en al arte y la literatura. Puedes querer realzar el papel imprescindible de los periodistas o reivindicar la figura de mujeres eclipsadas y terminar escribiendo una tontería sin valor alguno. De esta tesitura, sale triunfante Daniel María, con una prosa exuberante, potente y brava. Aquí y allá pueden encontrarse pequeños fallos de estilo que bajan un poco el nivel, alguna frase corriente, algún adjetivo que me sobra, pero, en general, la forma de escribir del autor resulta más que convincente, llegando en algunos momentos a conmover, a pesar de cierta tendencia al histrionismo de sus personajes o del mismo relato. 

Aquellos me parecen creíbles, y los diálogos se adecuan sin rechinamiento a su manera de desenvolverse. La manera de contar consigue que cada uno de ellos, tanto el principal como los secundarios obren con naturalidad. No resultan impostados (ya se ha comentado aquí que algo, por ser real, no tiene por qué resultar verosímil en la ficción) sino que transmiten una viveza casi insólita, acostumbrado como está uno a leer prosa cadavérica.

Además, los relatos de Bisutería auténtica, contados todos menos uno en tercera persona, nos introducen en un mundo, al menos para mí, ajeno, mediado como ha estado siempre por estigmas y tabúes propios de una sociedad pacata y represiva, que nunca ha sabido qué hacer ni qué pensar con respecto a aquellos de sus miembros que no encajaban en la norma mayoritaria. Norma, por supuesto, producto de una convención, de cierto consenso si se quiere, pero nunca natural ni unánime y normalmente respaldada y fomentada por el poder. Además, injusta. No estemos tan seguro de ser una sociedad avanzada si todavía mantenemos en la marginalidad a tantos/as de nuestros semejantes.


Ellas, siempre ellas, aprendieron pronto a emprender solas el camino, ya fuera a la gloria o al penal. La ermita era un lugar seguro porque en ella mandaba, sí, mandaba con voz de mando, con espalda de mando, con manos de mando, mamá Gladis. La travesti veterana apenas tenía sesenta años, muy pocos para ser la mayor, la vieja, la anciana, la zorra, la osa, la pantera. 

Gladis, peluca siempre rubia, fuego en las pestañas. Gladis, apenas una melena canosa de sirena pretérita, luz de gas en los ojos, ojos como farolas del mar. Una vieja casi coja por un palizón del que se levantó con las rodillas peladas y la mano abierta. Le cruzó la cara a Antonio el Fiera y le rayó el cachete como un paso de cebra, le marcó de tan bruta que es. Fue como sobrevivir a la selva descalzo, desnudo y sin provisiones. "Un paso de cebra no -decía la Gladis-, un paso de Semana Santa, que no lo maté por no resucitarlo". (Pág. 26)


La Rubia venía una vez al mes y le cortaba el pelo a mi padre. "Igual que en la mili", le decía nada más ponerle la capa. Y la Rubia asentía, también como siempre, en cumplimiento de aquel ritual. Mi madre terminó por encariñarse de la Rubia, aunque al principio se confundía con el trato amable que mi padre le dispensaba. Aquella atención creo que llegó a provocarle celos. Pero es que se dejaba querer enseguida. Pensé siempre que sería muy difícil despreciarla. Hasta que un día me la encontré en la calle y escuché cómo la insultaban, con un odio visceral, festivo, un jolgorio violento que la obligaba a caminar cabizbaja y a paso ligero. No la dejaban respirar. (Pág. 56)


Hasta que daban las cinco de la mañana, que era la hora punta, la hora decisiva, y un silencio de catedral, de honor, se extendía por las calles. Entonces los cargadores sacaban a la Virgen del Carmen y la señora pisaba el barrio, porque era reina, soberana, emperatriz, dueña de todo. Y su niño en el brazo, que ese niño eran todas, que ese niño brillante, de pestañas como abanicos, de piel rosada, delicado, puro frágil y hermoso, con su manita de paloma, de pájara, de pichón consentido, las señalaba, las saludaba, las bendecía. 

Y ella, con su porte de estrella, de única, de perpetua, de primerísima, de inigualable, las tenía a todas a sus pies, ya arregladas, ya copias de su exceso, luciendo sus mismas pestañas de fuego, su mismo pelo impoluto, su mismo joyero de promesas, cargados los dedos, las muñecas, los cuellos, las orejas, con el destello de las piedras, de la bisutería desbocada, de las alhajas de amor y de deseo, porque su magisterio de belleza y de bondad las inspiraba, las impulsaba, las imantaba con su fuerza, su carga de luz, su poder indestructible. (Pág. 91)


Mundo clandestino, furtivo casi siempre, con ocasionales candilejas, el que se explicita en estos relatos, de estética kitsch o camp, según consideren. Eso sí, repleto de energía y pasión. El escritor, sin refocilarse, emplea, a veces, un lenguaje coloquial, o vulgar, con el que dota del tono adecuado a la trama. Tramas breves, que se desarrollan con celeridad en pocas páginas, con un argumento de base: el reconocimiento -el recordatorio- de la dignidad de unos seres humanos llamados travestis, de esas personas que, aún hoy, viven con la amenaza constante del insulto, del desprecio y de la agresión por el transgresor hecho de querer vivir su vida como quieren y de dotarse de la identidad que desean (o a la que se consideran abocadas). Eso, más allá de la pertinencia de un enunciado como "soy mujer en cuerpo de hombre" que, implicaría, paradójicamente, caer en un esencialismo de género por el que se asumiría que "ser hombre" implica tales o cuales maneras de comportarse, gustos, etc., así como "ser mujer", otros. Qué quieren que les diga, soy más butleriano que cortinista. Más constructivista que determinista.

Sea como fuere, Bisutería auténtica me parece una colección de relatos notable. Acostumbrado el público a leer que cualquier nadería sea obra maestra, marque un antes y un después y demás lamentable quincalla jabonosa, puede que le parezca poco. No, créanme, es mucho. Por supuesto, esta obra merece mayor atención que la de otros pesados que pululan por los medios de comunicación mendigando atención. Una obra diferente, como debe ser.


P.D. Otra reseña, aquí. Una entrevista al escritor, acá.



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