viernes, 16 de junio de 2023

'La casa de mi padre', de Pablo Acosta

A veces, se juntan demasiadas lecturas. Al menos en mi caso, suelen ser de lo más dispar en cuanto a género y temática. Por ejemplo: Salidas de caverna, de Hans Blumenberg, sobre el mito de la caverna en La República de Platón. O El legado de Humboldt, de Saul Bellow. O Rompiendo algo, de Belén Gopegui. Por qué no, Ciudad Mori, de Sergio Mayor. También, Leopardo negro, lobo rojo, de Marlon James. Finalmente, La casa de mi padre, de Pablo Acosta. Esto es lo que llevo leyendo desde nuestro último encuentro. Cuando termine de escribir este artículo, no sería de extrañar que hubiese incorporado algún otro título más o menos extravagante.

A este respecto, he acabado, al menos, la colección de artículos y ponencias de Gopegui, libro que para todo aquel que no se plantee sólo escribir sino para qué en nuestros tiempos debería ser lectura forzosa¡. No sería extraño que cambiara su punto de vista (si es que tenía alguno) sobre la función o funciones de la literatura y del arte en general. Si no es así, al menos, resultará zarandeado. Ante las tesis de Gopegui uno se siente obligado a tener una posición, ya sea a favor o en contra. Obligado a pensar: si uno no escribe contra, ¿escribe a favor? En todo caso, el libro resultará útil para todos aquellos habitantes de la República de las Letras que abogan por la estricta separación entre política (o, al menos, su concepción de la política) y arte (lo mismo: según lo que entiendan por ello). 


La escritora trató de aprender de cuanto había leído, visto y escuchado y llegó a una conclusión. Se dijo, y dijo también a los demás, que ella no escribía por qué sino para qué. Poco a poco fue elaborando una teoría que la calmaba. La teoría rezaba más o menos como sigue: "Escribir novelas es un modo de representar la realidad, es componer historias que podrían haber sucedido y componer a la vez el mundo en que podrían haber sucedido. Componer, en fin, una realidad paralela que, entre otras cosas, nos permita establecer una comparación. Para eso escribo, pretendo construir una posición que nos faculte para mirar nuestro mundo no sólo como algo dado, inamovible, inevitable, sino también como un proyecto que se realiza a través de cada acto, de cada elección". (Pág. 227)


Ese empeño por ser apolítico en términos artísticos es lo que convierte a los artistas (muchos de los cuales se califican a sí mismos de "progresistas", de "izquierdas", etc.), en palabras de Gopegui, en "vanguardia flotante". "Prefieren ser la vanguardia de nada antes que la retaguardia de algo imperfecto, pero real" (pág. 285). Aquí lo dejo.

En otro orden de cosas, permítanme que les recuerde que dentro de nada volverá a abrir la feria de libros de Las Palmas de G.C. No por nada especial, sino porque es esta ciudad donde vivo, y desplazarme a otros lugares como Agaete o Telde, mucho menos a otra isla, para eventos similares se me antoja tarea imposible, un ocho mil sin oxígeno. Me imagino como Sócrates, que apenas salió de Atenas (para servir como hoplita). En realidad, sólo soy muy gandul.

En fin, acabada la deplorada regencia de Jorge Balbás, por fin han revelado la identidad de los miembros del nuevo equipo. También, los escritores y escritoras (o gente famosilla, en general) que vendrán, firmarán, hablarán, decepcionarán o cancelarán a última hora. Habrá que ver a quién se le otorgará tratamiento VIP (carpa Alexis Ravelo) y quién el de común. La mayoría, claro, se limitará a poner morritos frente a los ejemplares de su novela sentado en una silla. Por lo menos, acarícienles el lomo. Salúdenles, denles una galletita.

A la sazón, sería injusto afirmar que las ferias de libros (en realidad, solo me refiero a la feria del libro de Las Palmas GC) me decepcionan, porque, de entrada, nada espero. Cuando voy, encuentro lo que ya me imaginaba: casetas con los mismos libros, presentaciones entusiastas y predecibles, gente paseando con ligero desinterés, el parque de los perros en San Telmo lleno de esas bestias, etc. En las ciudades de provincias cualquier cosa que sea gratis reúne a muchas personas ociosas o que encuentran una oportunidad para salir, mas brevemente, de su marasmo vital. Por otro lado, sé que hay letraheridos (Juan Cruz, un saludo) entre Vds. que se vuelven locos por saludar al escritor o escritora de turno, ya sea por genuina admiración, ya sea por ver si se pega el aura de la fama, el fetichismo de conseguir la firma del ejemplar de su último libro... Recuerdo que una vez vino Vargas Llosa a nuestra ciudad y hasta los más izquierdistas de nuestros periodistas le llamaban, con empalagosa devoción, "maestro". 

No olviden, empero, que es una feria de libros, no una feria de la literatura. Así que podemos ser breves y comedidos en la indignación si un/a youtuber viene a promocionar su libro de consejos sobre maquillaje o un presentador de la tele quiera contarnos también en ese formato cómo superó la enfermedad X (elija la que quiera) o cualquier variación delirante sobre asuntos triviales. Eso sí, ojalá esas birrias sirvieran, como compensación, para que la organización se animara a traer a escritores/as interesantes. Claro, aquí está el problema: defínanme "interesante".

En mis fantasías, el dueño de mi librería también lee a Proust, a McCarthy y a Coetzee cuando no tiene clientes, lee a Hierro en el retrete y los fines de semana se dedica a repasar a Foucault y Bourdieu.




En lo que al libro de hoy respecta, La casa de mi padre, del tinerfeño, bien que residente en Barcelona, Pablo Acosta, viene precedida por una reseña entusiasta del voraz y omnívoro Eduardo García Rojas. Sabemos que García Rojas, salvo alguna excepción llamativa, tiende a la acritud crítica sólo cuando se dirige a los cargos políticos culturales, en especial, a Juan Márquez (de quien alguien pensó que valía para el cargo porque era músico, ya ven), lo que me parece muy bien. En lo que se refiere a las obras literarias, suele ser más blandito. Cada uno es como es.

Pues bien, La casa de mi padre no es una novela, ya nos advierte el autor. Más bien, es un viaje literario introspectivo para, como se solía decir durante un tiempo con esa expresión tremebunda, exorcizar sus demonios interiores, o, también, algo más laica, lidiar/ajustar cuentas con su pasado. En este caso, representado sobre todo por su padre. Esto no debería hacer retroceder al crítico o empujarle a caer en la tentación de utilizar el cuchillo de la margarina en vez del de la carne. Por mucho desgarramiento sentimental que se muestre, por mucha empatía que uno pueda sentir por el sufrimiento ajeno, por las variadas ordalías espirituales que haya superado, el autor no ha escrito una obra para sí mismo y guardado en el cajón, ya más sereno de espíritu por haber expulsado a Belcebú, sino que la ha, fíjense, publicado.

Resonancias bíblicas tiene el título, no obstante (Juan 14:1-3), pero lo que nos importa es que no se puede negar que el autor posee un estilo propio, un idiolecto concentrado, rítmico y, por momentos, repetitivo, lo que viene bien a ese intimismo por momentos ligeramente opresivo. Salvo alguna expresión, la prosa tiene altura, sin ser compleja, y es de lectura sencilla.

Por otro lado, el narrador en primera persona se dirige, en principio, a nosotros, como guía de un recorrido doméstico corto en extensión, largo en duración. A veces, nos sustituye por su padre, que es añorado y vituperado. Su muerte es un hito vital que propicia esta narración o, más bien, recapitulación.


Quiero extraerla de mi mente, montarla como un juguete recio, sin resquicios, tabla a tabla del parqué, esquina a esquina manchada, en estas páginas. Si esto no es un libro, es decir una novela, es porque no conozco la trama (no hay una trama), ni las motivaciones de los personajes (no hay personajes), y todo esto no son tan solo trucos de un narrador en primera persona. Así, muchas de las historias que contendrá nos llevará a callejones sin salida, porque en ellos me encuentro yo tantas veces, y mi vida no es un videojuego en el que tengas que mover un ladrillo del muro para que una puerta se abra (Págs. 11-12)


Hace años se inundó la casa de mi padre. Sin avisar, un día, cayó una tromba impensable sobre la isla y por fin la gente, al reventar de las alcantarillas, pudo echarse a la calle como tantas veces habían visto en los reportajes. Sacaron los botes hinchables del trastero para ir al rescate de viejas que venían de la compra, se habían quedado de agua hasta los sobacos y esperaban atascadas en rotondas. Los coches flotaron y se dejaron bogar hacia el mar; primero suaves nenúfares por las carreteras, después kayaks embravecidos rodando por los barrancos... (Pág. 17)


Hagamos algo. Mostraré dos imágenes del estudio que me vinieron en sueños. Primero, como en un juego, saldremos y volveremos a entrar. Miraremos lo que soñé un día, volveremos a salir y al entrar por segunda vez ya nos quedaremos allí, buscando objetos para fijar la memoria. ¿Estamos preparados? Mantendremos los ojos abiertos o no, da igual, porque mi padre aparecerá y tendremos que mirarlo con unos ojos o con otros pues mi padre en el estudio es. Y tenemos que mirarlo. Cogemos la manilla dorada, la presionamos hacia abajo. (Pág. 41).

 

El estudio queda atrás, enfilamos el pasillo. Es de día: a mitad de recorrido hay una ventana. Entra una luz inconcreta de patio de luces que se extiende como una mancha por la pared de la izquierda. Esa pared se divide en dos aglomeraciones colgadas: desde el recibidor hasta la mitad del chorro de luz, la colección de mariposas disecadas de mi padre (siempre fue un coleccionista a rachas: todo durante unos años y nada en adelante). Alas brillantes o ya cuarteadas, con el eje de extraterrestre seco, con la careta de gas del gusano microscópica, invisible, pero que imaginamos agujereada, deshaciéndose polvorosa. (Pág. 55)


Pero la lectura de La casa de mi padre no tarda en cansar. Ese recorrido habitación por habitación, que suscita recuerdos de momentos vividos con su padre y sueños, que provoca emociones y reflexiones, pronto se vuelve letárgico porque el interés decae tras unas cuantas páginas. Es posible que esto se deba, a que carece de la densidad y riqueza verbal de, por ejemplo, Georges Perec en su novela, también topográfica, La vida instrucciones de uso (y las mil y una historias que despliega el escritor francés, que toma como referencia las estancias de un edificio de viviendas). Además, esta historia es tan autocontenida, tan firme y sólida en su desarrollo (lo que debería ser una virtud) que, de modo paradójico, tiene como consecuencia la falta de capacidad de salir de sí misma, de relacionarse con nosotros, los lectores.

Me explico: creo que la razón principal de que, a medida que se avanza, uno se pregunte por qué debería interesar este asunto personal, los problemas del narrador con su padre, su obsesión por él, consiste en que estos no adquieren grandeza ni trascendencia más allá de la vida privada del escritor-narrador. No aprecio ni en la figura del padre ni en la del hijo elementos para admirar, asombrarme o detestar, nada ejemplificador, nada que me suscite una reflexión especial. 

Ya digo que tanto el dolor, el gozo como las buenas intenciones no bastan para conformar una novela aceptable (o unas memorias, si se quiere), ni mucho menos para que la crítica deba soslayar las imperfecciones. Aun así, podría haberme sentido conmovido por esta relación paterno-filial, lo cual ya habría sido algo valioso, pero tal sentimiento, lamentablemente, no llega nunca. 

Además, y es algo que se explicita dentro de la obra, a veces da la impresión de haberse construido con retales: un texto de aquí, otro texto de allá (esa rememoración de los sueños) y qué bien encaja todo, lo que ahonda, a mi juicio, en ese distanciamiento emocional:


Al principio, cuando me fui de las islas dolorido por tantas cosas (un amor obsesionante dejado allá, mi padre aún caliente en el cementerio y yo usando su dinero para continuar mis estudios en Barcelona), me compré mi primer portátil y creé un archivo que se llamaba La casa de mi padre. En él fui escribiendo durante más de diez años mis recuerdos, los sueños relacionados con él que iba teniendo, conversaciones ficticias que se iban por un sumidero. Esas páginas estaban llenas de ira y de una incomprensión que solo deseaba saber. (Pág. 88)

 

Aun así, esta obra merece consideración. Percibo una voluntad seria de creación literaria, por no hablar del mentado estilo propio del que hablé al principio una voz singular, sin duda. Es posible que mi falta de empatía no se corresponda con la de otros lectores y que lo que a mí me resulta indiferente, hasta el punto del aburrimiento, a otros/as les suscite grados variables de interés.


P.D. Otra reseña más, aparte de la de García Rojas, aquí.


2 comentarios:

  1. La verdad es que la reseña desanima a leer el libro; con dudas, pero desanima. Lo viniste a comparar con Perec, y no con el más monótono y aburrido de Perec, que los tiene -- si se puede hablar de monótono y aburrido aplicado a Perec. Claro que se puede, tiene un libro que se llama "las cosas". Y le encantan las enumeraciones de cosas --, podías haberlo comparado con Ciudad Mori, ya que lo mencionas, y al que, por la descripción, se parece más, por el tono indagatorio y reflexivo sobre sí que parece tener. Pero me gusta ese final que le has dado a tu reseña, es sutil, eso de la falta de grandeza, de la falta de universalidad de la que si carece un libro se queda en nada. Y no es fácil identificarlo, es más bien una intuición, ¿donde está la grandeza, la universalidad de la historia de un tío que se pasea, todo un día, como uno de sus días cotidianos, entierro incluido, y paja en la playa, por su ciudad? Pues ahí lo tienes hecho un grande. Es que hoy es el día de Bloom. Saludos.

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  2. Al final, es el cómo. ¿Por qué el Ulises, sí y La casa de mi padre, no? ¿Por qué una historia aparentemente cotidiana conmueve y otra no? La palabra justa, la frase que se clava, el pensamiento que subyace.

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