viernes, 21 de octubre de 2022

'Doble cristal', de Nicolás Dorta

Hay mil razones para quejarse de la vida, del mundo, de la sociedad, del sistema capitalista, de la compañía eléctrica, de la sopa de sobre, de la cuñada pija, del suegro de extrema derecha, de las malas hierbas, de los insectos, del presidente de la comunidad de vecinos, de los premios Nobel, de los premios Canarias, de los premios en general, y de la mediocridad de todos y todas menos de la de uno mismo, pero la queja más habitual entre nuestros/as literatos/as no es ninguna de las anteriores sino la de la degradación social, que se encarna, cómo no, en la incapacidad de "las masas" o, simplemente, de la gente común de apreciar las obras que escriben aquellos/as. O, en su versión nostálgica, en afirmar que antes (fecha indeterminada) sí se sabía apreciar la calidad literario-artística y ahora, no.

Es posible que dichas voces y su mensaje, cantinela que amenaza con convertirse en plañidera música de fondo cultural, se tornen en algo así como sentido común. A mí, la verdad, no me parece que ningún momento del pasado constituyera una edad de oro: ni de la cultura, ni de la literatura, ni siquiera del periodismo. Mucho menos, de los valores morales. Quizá, al fin y al cabo, en el caso de nuestros escritores, sobre todo, hombres, lo que se evidencia es la percepción de una disminución de estatus: tal vez personal, pero, en especial, de la figura del hombre de letras, del escritor, tal vez del periodista con aspiraciones de intelectual. Estatus que se ha visto desafiado por los cambios culturales, en especial por los movimientos sociales (nuevos y viejos) democratizadores, y también por los tecnológicos (digitalización, Internet) y económicos (concentración empresarial, desaparición de intermediarios, precarización de los empleos). Ya esas figuras del escritor/artista intelectual, normalmente cercano al PSOE o al PP (en nuestro ecosistema, también CC), que sentaban cátedra desde su columna en el periódico o en el suplemento cultural de turno han desaparecido. Y sentaban cátedra sin discusión porque, salvo que uno fuera otra estrellita, otro guardián cultural, no había posibilidad de impugnar el discurso, de esgrimir contraargumentos, de plantear objeciones o de vocear reproches.

Hoy en día, sin embargo, uno puede, con diversa fortuna, escribir y hablar desde una multiplicidad de lugares desde los cuales, hasta cierto punto, puede hacerse oír. Incluso plantear escenarios de acción colectiva contra discursos de dominación como, sin ir más lejos, el machista o el clasista. Esto inaugura escenarios de contrarréplicas e impugnaciones que han dejado confundidos e indignados, en muchos casos, no solo a aquellos literatos-intelectuales que pontificaban a salvo de reproches (digamos los Javier Cercas, Pérez-Reverte o Javier Marías) sino gente más joven (digamos Alberto Olmos, Soto Ivars o Víctor Lenore: más jóvenes, pero ya talluditos). La última incorporación a este grupo, y lo cito por su cercanía al contexto cultural canario, más que por su relevancia social o cultural, es Nicolás Melini.

Esta es la segunda ocasión, y espero que la última, en que nombre a este escritor en cuanto crítica de la crítica, porque sería cansino para todos nosotros insistir en un asunto cuya importancia, no obstante, no es baladí. Vayamos al grano: si en algo se empeña Melini en sus escritos es en focalizar como enemigo de la cultura, de la libertad y, esto lo interpreto yo, de la Humanidad, a los colectivos feministas. Cualquier lector o lectora algo avisado/a sabe que la corriente filosófica y social más importante a la hora de abrir espacios sociales y de luchar contra la dominación política y económica ha sido el movimiento feminista. También, que la libertad se conquista y no se concede. No obstante, Melini no lo sabe, o tal vez no le parece relevante. A él lo que le pone nervioso es que en un recóndito pueblo de EE.UU. (Wisconsin, Missouri, tal vez en Columbia) alguien feminista consiguió que no se incluyera en el catálogo de una biblioteca un libro determinado o que en nuestro país se boicoteen conferencias en el paraninfo de una universidad. Puede ser: como ya señalé en el artículo anterior, cualquier idea, cualquier movimiento, cualquier reivindicación, por loables que puedan ser sus objetivos, siempre cuenta con personas cuyos actos pueden ser censurables. Esto, debería ser obvio, no desacredita el movimiento ni los objetivos. 

Melini parte de que las protestas feministas son moralistas, como si hubiera una zona cero, libre de moralidad: la suya, por ejemplo. O como si hubiera una moral buena, la que había, por poner una fecha, en los años 70 (por no remontarnos a la etapa franquista) y desde entonces solo ha habido subversión y degradación. Parece obvio señalar que con sus mismos planteamientos es posible acusar a Melini de lo mismo que acusa a los movimientos sociales feministas: de ser un moralista recalcitrante.

En fin, al interactuar en la esfera pública, muchos/as se construyen un personaje, y el personaje que suelen elegir estos literatos es el de aquel que se eleva sobre las abominables masas, sobre el vulgo adocenado, sobre esa inmensa mayoría de gente que carece del menor sentido ético y estético, que solo vive para refocilarse en su mediocridad y en su día a día, preocupada por el mero alimentarse, vivir bajo techo y quizá socializarse un poco. Y aquellos/as que protestan contra el orden que estos columnistas añoran y rechazan su discurso son tildados de enemigos de la libertad. Huelga escribir que muchos de los seguidores de estos columnistas-literatos son otros literatos, literatos en ciernes o simplemente lectores/as, que tal vez para sentirse por encima de su medianía habitual creen pertenecer al menos a un club selecto, dígase el club de las letras. Así aspiran a salvarse de la desesperación que les causa un mundo ciertamente doloroso. Qué lástima que sea despreciando a sus congéneres.



Nicolás Dorta es el autor de esta colección de cuentos titulada Doble cristal. Como recordarán, laminé a este escritor con la agudeza que me caracteriza en la reseña de su anterior libro de cuentos, Las zonas comunes. También tuvo mala suerte, el pobre, de coincidir en su publicación (y presentaciones) con el fenómeno literario y mediático en que se convirtió Panza de burro, de Andrea Abreu. De todos modos, en mi opinión, aquellos relatos eran tan sosos como el título que los recogía. 

En esta ocasión, con Doble cristal, percibo un progreso significativo. Para empezar, los relatos no aburren de entrada como muchos de aquellos. Aunque podamos objetar la trascendencia de las experiencias de vida o las anécdotas materia de ellos, se leen bien. Se nota además, una voluntad de estilo. No es que yo sea un fan de la frase corta y el punto seguido, el pase corto y el balón al pie: en este sentido soy más afín a la prosa de Sánchez Ferlosio que el modelo escolar de Azorín (que tanto daño ha hecho), soy más de Rubén Martín Giráldez y de David Foster Wallace, de George Saunders o, cómo no, Thomas Bernhard, qué le vamos a hacer, más que de Jonathan Franzen o Peter Stamm (siendo como son escritores valiosos). No obstante, nos guste o no, Dorta escribe con su estilo propio, y lo mantiene hasta el final. Yo quitaría muchos puntos y seguidos, subordinaría más oraciones, pero, claro, yo soy yo y Dorta es Dorta.

Volviendo a Doble cristal, diría que por momentos es literatura de la buena: tiene frases. Con esto quiero decir que a veces conmueven, otras hacen vibrar estéticamente. Lo malo es que a veces se pierden entre otras banales o innecesarias por evidentes o predecibles. Incluso en el mismo párrafo. En mi opinión, esto muestra que, aunque está en el camino, a Nicolás Dorta todavía le falta algo para terminar de asentar su prosa. Quizá no demasiado. En ese momento, y si (y sobre todo) tiene algo interesante que decir, algo que a nosotros nos interese leer (y no necesariamente a él escribir), puede ser que asistamos al surgimiento de un escritor digno de ese nombre. 


Y hay un instante, milagroso, cuando todo lo que tenías en la cabeza, luego en la libreta, va tomando orden, sentido. Y entonces la tensión en la nuca empieza (sic) disminuir. Los dedos van bajando la velocidad. Ya lo tienes. Quién, cómo, dónde. No importa el por qué (sic). No importa tanto. Acabas. Lo revisas, lo ajustas, lo envías, cierras la libreta. Y el cuerpo se desinfla. Tus anotaciones ya no sirven. El día ya no sirve. La noche frena la velocidad de las cosas. Calla a las voces de tu mente. El decapitador también oía voces, y les hizo caso. Los coches ya no pasan, como si hubiesen llegado todos a sus casas. Lo has enviado. Puedes ver la estela de fuego cómo se aleja. La noche te deja en suspenso. Y queda la inquietud de no haberlo contado todo. (Pág. 46- El incendio)


Al día siguiente, el sol dejaba en las nubes una luz plateada. Corrí la cortina. Pude ver otras casas separadas por una llanura de hierba. Cerca de aquí aterrizaban cada año los globos aerostáticos. Cruzaban el puente desde arriba entre aplausos. Todos esperaban el momento en que surgían detrás de la colina y caían como algodones en una llanura mucho mayor, con un escenario donde daban premios a los héroes de la travesía: al primer globo que tomaba tierra, al mejor decorado, al piloto más veterano. Eso lo leí en un folleto que una mujer amable me entregó en el aeropuerto. En grandes mesas servían comida de todo tipo. Imaginé carne, salchichas y cerveza. Los grupos locales tocando en directo. Más de mil personas se juntaban aquel día. Siempre era un éxito. Eso también lo leí. Los globos de colores, como peras flotantes, sobrevolaban el vecindario por el lado oeste. Las llamas creaban una burbuja de aire caliente capaz de levantarlos. Pensé en aquello y sonreí. (Pág. 53-El incendio)


La hermana de Alina llevaba la contabilidad del negocio y parecía estar siempre de buen humor. Karla Müller no se reía, sino que sonreía. Tenía una discreción que la hacía invisible. Vivía en silencio. La oficina de los Müller estaba dentro de la casa. Un enorme cuarto más. A veces veía a Karla tecleando como si tomara declaraciones. Giraba la cabeza un instante y subía las cejas. Luego seguía en lo suyo. La madre, en las noches cálidas, cuando su marido, el señor Walter Müller, dormía, pasaba horas sentada en el porche con una botella de vino. Allí la veíamos, al llegar. Se frotaba las manos hasta la obsesión. Parecía que iba a desvelar un secreto, pero nunca lo hacía. Nos invitaba a una copa e insistía en que todavía era temprano para irse a dormir. Sofía Müller ponía nombres a los grillos. "Oh..., ahí está otra vez el señor McIntyre, ¡justo donde lo dejé el verano pasado! ¡Anda! ¡Alina, escucha cómo frota sus alas el viejo McIntyre!", decía. La noche estaba limpia. No dejaba de mostrar más estrellas. La bruma apenas llegaba a la cintura. Surgía del mismo suelo. (Pág. 75-La pequeña Sammy)


La política era también la muerte y los muertos, el Día del Pilar, el domingo de la Fiesta, los fuegos artificiales, la familia que venía de Santa Cruz. La ensaladilla y la carne mechada. La política estaba en los carteles con la cara de mi padre en el coche del Partido. En la sintonía que salía por el megáfono de ese coche y que nos erizaba los pelos. En la caravana del primero de mayo, que acababa en el monte. Los chicos daban golpes al balón en aquel campo de tierra infinito, entre los pinos. Las porterías estaban hechas de troncos de pinos. Los columpios estaban hechos de troncos de pinos. El baño estaba hecho de troncos de pinos. La política se oía por los altavoces, cerca de donde se asaba la carne. La política estaba en la comida y en el vino. También estaba hecha de troncos de pinos, pero sobre todo de cemento, de bloques de cemento. De todo eso estaba hecho la política. (Pág. 102-Líbranos del mal)


Quiero señalar, además, para que no piensen que me estoy ablandando, que a veces he notado cierta complacencia en la repetición, que enlaza con ese gusto por la frase corta y simple: resulta monótono y sólo por poco no lleva al aburrimiento. En ocasiones, tanto nombre sin verbo me recuerda a las acotaciones de las obras de teatro. También, y esto debería ser preocupante si no se corrige, un deslizamiento, para mí de tintes fatídicos, hacia la afirmación apodíctica, a la frase sentenciosa. En ese sentido, percibo el riesgo de santiagogilización: esa pretenciosidad que pretende pasar por sabiduría y ese empalagamiento que pretende pasar por exquisitez. Obviedades esculpidas en mármol. 

¡Escritoras, escritores, huyan como de la peste de esta tentación! Ese es el problema que he reiterado en el blog: si nos empeñamos en calificar como obra genial a cualquier cosa publicada, sobre todo si el autor o autora tienen buena mano con los medios de comunicación, ¿cuáles van a ser las obras de referencia para los/as autores/as en ciernes, para los novatos? ¿Qué va a ser una buena manera de escribir? Aquí, claro, el problema no radica en el autor encumbrado de mala manera, sino de quienes lo encumbran: reseñadoras/es de ocasión sin ética y medios informativos que hacen dejación de funciones, por no decir algo peor.

Por eso, Nicolás Dorta aparte de evitar este riesgo, debería superar el problema de otros/as escritores/as que, más o menos establecidos, ya no saben de qué escribir, y se limitan a gestionar, de manera más o menos decente o vergonzosa, su capital cultural publicando naderías, recopilaciones de artículos periodísticos, novelas infames o cuentos sin aspiración a trascendencia alguna. Ese buscar o encontrar asuntos forma parte también del oficio/arte de los/as literatos/as y artistas, en general. El puro esteticismo ya lo dejamos para otro día, por favor, y solo para los excepcionalmente dotados/as. Recuerden, sobre todo, que al final de la cadena está el público lector que gasta su dinero y su tiempo en leerlos/as. Un poco de respeto, por favor.

En definitiva, para los que somos de maduración tardía, Nicolás Dorta suscita nuestra interés porque, ya cuarentón, está a un paso de consolidarse como un escritor serio e interesante. Eso es siempre una buena noticia.


P.D. Una reseña de García Rojas, aquí. Otra, de Ricardo Pérez, aquí.


POLILLAS AL ANOCHECER, EN RADIO GUINIGUADA






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