martes, 15 de noviembre de 2022

'Tierras muertas', de Núria Bendiche Giró

Estaba por escribir mi opinión acerca del activismo ecológico que últimamente se ha introducido en los museos para fastidiar la conciencia (tan proclive a elevarse sobre la vil materialidad y las meros seres humanos) de los/las amantes del arte, pero como los sospechosos habituales ya se han retratado con su rasgamiento de vestiduras y aspavientos por el ultraje sobrevenido (desde los representantes de la ultraderecha más grosera hasta los de la izquierda más exquisita), me remito a lo dicho en el Polillas de Radio Guiniguada.

Menudo espectáculo lamentable, y no me refiero al protagonizado por las ecologistas. 

En otro orden de cosas, pocas novedades se "saludan" estos días en los medios de comunicación. Lo que no deja de ser una muestra de alivio espiritual y de ahorro energético, dada la enorme cantidad de baba que suele gastarse y que podría destinarse a otras actividades más lúbricas y, tal vez, más placenteras. A veces parece que, si no publica Alexis Ravelo (al que le deseamos una pronta recuperación) el mundillo literario/editorial canario parece como manso, quieto, estancado, incluso afectado por una profunda acedia. 

Para paliar esta situación, tal vez un síntoma, como suelen decir los pesados profesionales, "siempre nos quedarán los clásicos". Por lo que a mí respecta, me he hecho con el doble ejemplar de bolsillo de El hombre sin atributos, de Musil. Uno de esos tantos libros (lista casi infinita) que sirven para que nos sintamos culpables por no haberlos leído, ya que pertenecen sin duda (y sin respiro) a la conversación culta, a la cita de autoridad, a los juegos de distinción, etc. Ahora solo queda arrimarse, lo que no es baladí. Alguna otra novela tengo por ahí a la espera de un poco de calma.

De todos modos, no se mesen los cabellos como señal de desesperación. Como conocen ya la preocupación que siento por establecer un criterio reseñador que se aparte de la directriz hagiográfica imperante en los medios de comunicación en Canarias y entre los filólogos ansiosos por caer bien y ser aceptados en sociedad, pronto volveré a leer y a escribir acerca de la obra de nuestros/as escritores/as.

Hoy, respiremos un poco, y dirijamos nuestra mirada más allá de este archipiélago (que ya está bien). En concreto, a Cataluña.



Tierras muertas (Editorial Sajalín) es por lo que tengo entendido, la primera novela de esta joven escritora, Núria Bendiche Giró. Ambas características, juventud y primeriza, no son rémoras para esta obra que me resulta potente y convincente. Un aire a William Faulkner, sin duda. En concreto, con aquella novela que reseñé en el blog hace algún tiempo: Mientras agonizo: la miseria sin redención, la brutalidad sin justificación, la naturaleza humana como una tierra muerta. No obstante, la autora logra marcar su propio paso. Su estilo no es tan difícil (por calificarlo así) como el del autor estadounidense, y la escenificación de la tragedia familiar aun a pesar de no utilizar fechas ni topónimos (solo algunas palabras, como los nombres propios de los personajes y escudella y masía) es inequívocamente catalana (recordemos que está escrita en catalán, traducción al español de Ana Crespo). Eso sí, es bastante más truculenta que aquella, y Faulkner no era precisamente pudoroso.  Ante todo, tenemos una historia muy potente contada con firmeza, sin pretenciosidades juveniles ni caídas de estilo descorazonadoras. 

La muerte, la violencia y la corrupción son la tríada siniestra y, sobre todo, fatídica de esta novela, que se narra en tercera persona por un personaje diferente cada capítulo. Este entrecruzamiento de perspectivas no solo muestra el punto de vista particular, sino que hace progresar la trama. En este sentido, la estructura dista de ser tan simple como sería la simple suma de narraciones, sino que contribuye, con analepsis y prolepsis, a los consiguientes descubrimientos y reconocimientos.

Tenemos una familia nuclear numerosa: el padre, la madre, tres hijos y una hija; de ellos, un hijo tullido. Tenemos un cura, tenemos un mentecato, tenemos una prostituta, tenemos asesinos, tenemos violencia, malos tratos e incesto; tenemos miseria y mezquindad. Tenemos, por si aún no se han dado cuenta, a una familia condenada también a cien años de soledad, con sus propios estigmas, que no dejan de sangrar, sin esperanza de cauterización. Caínes y Abeles. Aquí y allá se deja traslucir una nota de comprensión o de bondad, pero son raras, y es dudoso que semillas escasas germinen en tierras tan áridas como el corazón de sus poseedores. Pecado y sufrimiento sin redención.

A pesar del aire de familia, como digo, de Faulkner (y ciertos momentos, al tremendismo como el que se etiquetó a La familia de Pascual Duarte), Bendiche escribe una novela con voz propia (perdónenme el cliché): es decir, logra que el lector (yo) no solo lea una historia, sino que habite una atmósfera familiar sin apenas oxígeno: se hace difícil pensar que algún organismo sano pueda prosperar en ella. Eso sí, la dificultad de que personajes pobres, a veces analfabetos, se expresen con naturalidad se solventa aquí utilizando un lenguaje digamos no marcado, sin giros coloquiales, vulgares o con expresiones dialectales que yo pueda apreciar, al menos en la versión en español. No estoy seguro de que sea la mejor manera de resolverla, aunque también es cierto de que existen riesgos de otro modo.


Pero no fue hasta que se acabó el vaso de vino que le había dejado sobre la barra cuando me atreví a preguntarle qué había pasado. Entonces él, sin contestarme, me cogió de la mano, como cuando me acariciaba para darme a entender que necesitaba acostarse conmigo, a mi lado, y yo me levanté y eché el pestillo de la puerta de entrada para que nadie intentara ensuciarme el local sin estar yo presente y él me guio hasta mi cuarto. Me desnudó, y yo me dejé penetrar por esas cosas que tiene el amor, por culpa del cual, pese a saber que pasa algo y que seguramente ese algo no te va a gustar, te dejas llevar e intentas que el momento de gloria se alargue al máximo como si tuvieses miedo de despertarte. Y cuando él terminó -y yo no, mi cerebro no se podía concentrar porque sabía que Jaume traía una fatalidad metida en la boca-, se puso a manosearme y mientras me sobaba los pechos me dijo: Me caso. (Págs. 58-59)


Te puedes quedar hoy y mañana y todos los días que necesites, si quieres, le dije. No, me iré mañana. Y al día siguiente se fue, sin llevarse nada, pensando que ya acumularía cosas más adelante, como si todavía le quedase mucha vida por tejer, como cuando eres joven y crees que todo está por hacer sin darte cuenta de que todo lo que has hecho ya ha empezado a entrelazarse, de que todo lo que has pensado ya te ha definido y difícilmente nada nuevo te definirá más adelante. Pero el periplo solo le duró tres años. Nunca acabó de huir del todo, y cuando cayó en la cuenta de que se trataba de una desbandada inocua y de que nunca llegaría a salir del lugar donde la vida le había puesto, regresó a la masía y una vez allí lo sorprendió la muerte. Ahora volvía a estar en el pasado, entre la sangre que lo había engendrado y al mismo tiempo destrozado, habiendo nacido solamente para oxidarse, para expulsar cualquier pensamiento tierno y todo el esfuerzo que en aquella familia se tenía que hacer para resistirse a vivir como un desgraciado. (Pág. 79)


Le quedaban pocos dientes. Con la saliva iba ablandando el pan y con la lengua garrapiñaba pedacitos que se desprendía húmedos y que no masticaba y se tragaba de golpe. Cuando acabó de engullirlo todo, insistió: Ha sido él. ¿Quién es él, señora? ¿De quién habla? La bestia. Lo ha matado la bestia. Y entonces, de pronto, las palabras de la vieja dejaron de salir de sus labios y empezaron a salir de la boca de mi madre, que en paz descanse, primero trémulas, arrugadas como un recuerdo clausurado, y luego más clarividentes; palabras que cada año, cuando celebrábamos mi cumpleaños, contaban la misma historia. (Pág.110)


Una novela tan dura que parece mentira que pudiera albergarla una autora tan joven, pero qué sé yo de sus circunstancias vitales y de su imaginación. Al fin y al cabo, juzgamos las obras por sí mismas (como los argumentos en una discusión), y no por quien las escribe (ni por quien blanda aquellos). Yo me acerco a la literatura en busca de emociones fuertes: los resabiados como Marías o Cercas o los blanditos como Vilas no me dicen nada. Bendicho, sí.


P.D. Como suelo hacer, las reseñas de la obra en cuestión que ofrezco las leo después de haber escrito la mía. Una crítica, que me ha parecido muy interesante, aquí. Otra, aquí. Y una última, aquí. Eso sí, me ha quedado claro que no fui muy original (quizá tampoco errado) en mi comparación con Faulkner...




No hay comentarios:

Publicar un comentario