lunes, 20 de marzo de 2017

'Mararía', de Rafael Arozarena

En ocasiones, uno aborda la lectura de una novela con prejuicios. Positivos o negativos, que lo mismo dan. Sólo cuando la lectura lo merece, desaparecen. En mi caso, el propósito de leer Mararía se debió a que la impredecible voluntad del Gobierno autónomo eligió a Rafael Arozarena como el autor (ya fallecido) a quien se dedicó el Día de las Letras Canarias. La necesidad de un día de homenaje es cuestionable, como muchos de los fastos y fanfarrias que, en nombre de la Cultura y cosas así, se decretan desde las instancias políticas. En cualquier caso, independientemente de la opinión que nos merezca dicho Día, el personaje elegido era el autor de una novela que ha pasado a formar parte del corpus imprescindible de la literatura canaria. Además, una película (que al parecer no tuvo buenas críticas ni éxito de público) y una canción con el mismo título, del conocido cantautor Pedro Guerra, han contribuido a que dicha obra haya permeado a gran parte del público lector canario. Me pareció que era un buen momento para reseñar otra obra de nuestro canon local (al igual que hice con Las inquietudes del Hall).

No obstante, las recomendaciones en materias artísticas y culturales de los consejeros del Gobierno y las de los concejales de ayuntamiento tienen el curioso efecto -llámenme quisquilloso- de indisponerme contra ellas. Lo mismo me ocurre con las de las escritoras-reseñadoras o las de los periodistas-escritores: nunca puedo distinguir una recomendación de una recomendación. Qué le vamos a hacer: uno es de natural desconfiado. Es por esto por lo que señalé la existencia de los prejuicios, en este caso negativos. Creo, además, que un reseñador debe declarar a su público cuáles son sus posibles sesgos y cuál es su relación con la obra y su autor. A eso lo llamo honradez.





Sin embargo, y aquí viene lo bueno, mis prejuicios resultaron infundados. Yo también recomendaría Mararía si alguien quisiera saber mi opinión, así que, si lo desean, ya pueden dejar de leer esta reseña, por ahorrar tiempo.

Por otro lado, ya saben ustedes que en este blog no me limito a reseñas positivas o elogiosas. Ni tampoco creo que la actitud del lector deba de ser, por sistema, la del buen rollo. Como manifestación artística, es decir, creativa, y como artículo en venta (es decir, piratería aparte, solo apropiable mediante el pago) una novela es criticable por sus lectores. Al mismo tiempo, la crítica pública de una novela es, cómo no, también susceptible de ser criticada. Así, hasta el infinito. Yo añadiría: crítica sí, pero argumentada.

Vayamos a la novela, que últimamente me pierdo en los prolegómenos:

Destacaría, en primer lugar, el lenguaje. Las descripciones son potentes, los diálogos, correctos y naturales. Podríamos objetar que el habla de los personajes está por encima de lo esperable por su cultura y posición social, pero el caso es que no lo notamos ni nos importa. Da gusto leer prosa bien escrita, prosa que se adecua a la trama como la piel al esqueleto.



-Usted no es de aquí, ¿verdad? -me dijo mientras encendía un pitillo. 
-No, no soy de aquí -contesté. 
-Pero puede que haya visto a la vieja.-¿Qué vieja?-María.-La he visto alguna vez -dije. 
-¿Hoy?-No. Hoy no la he visto. 
Exhaló lentamente el humo. 
-¡Cualquiera sabe dónde se mete! 
-Suele salir al ponerse el sol. 
-Sí, ya sé. Pero hoy no está en la casa. 
Guardó unos minutos de silencio dando unas chupadas cortitas al cigarro. 
-Aquí dicen que es una bruja -aventuré-. Hasta los perros le ladran. 
Manuel Quintero esbozó una sonrisa triste. 
-No lo crea. Es una buena mujer. 
Del interior de la venta salían los gritos, ahora más fuertes, del envite, los ruidos y las carcajadas. Afuera la tarde comenzaba a morir dejando una ceniza sangrienta sobre el pueblo y las llanuras. Manuel Quintero me dijo que la mar y la tierra, a esa hora, se volvían cosas benditas y que aquellos animales de allí dentro no sabían respetar nada. Señaló en dirección al cementario: 
-Están molestando a los muertos -dijo.




Una banda de murciélagos asustados se fugó sobre las tapias y otra vez me llegó aquel sabor amargo de mis penas y como un escozor en los ojos. (...) Sobre una repisa muy tosca vi un barquito de madera sin terminar y un camello. Y fueron aquellos juguetes tan pobres, tan humildemente tallados, los que me hicieron recordar las manos de mi padre, las manos encallecidas, tan duras y, sin embargo, tan blandas y milagrosas para mantener las ilusiones de un niño. ¡Ya ve usted! Después de soportar como un hombre tan rudos golpes, no pude reprimirme ante aquellos objetos insignificantes, y me tumbé en la cama y di rienda suelta a mi llanto.




La gente se acercó para escucharle y el viejo comenzó un discursito que le salió bastante torcido, por cierto, y debido, pensé yo, a la cantidad de vino que ese día llenaba su panza. Le aseguro a usted, como Isidro que me llamo, que sentí vergüenza y lástima por mi patrón, siempre tan respetable y, en aquel momento, un monigote allá encima de las mesas, queriendo estarse quieto y dando trompicones con los pies, mismamente como si ensayara el tajaraste. El vaso que sostenía se le derramaba a cada dos por tres sobre el chaleco y los pantalones, formándole grandes manchas violáceas. Tenia el rostro encendido como una sandia. Trataba de gritar para que lo oyeran.
-¡Coño, como la agarró el viejo! -dijo uno de los peones.


Y era fácil de ver la huella en sus ojos, que los hacía más hermosos y solemnes si cabe, más emocionales, porque presentaban ahora una luz negra, profunda, profundísima, que daba vértigo y atraía, como si en el fondo de aquella noche viva y oscura yaciera el mágico imán de la raíz y la verdad de todo sentimiento.


En segundo lugar, la mayoría de los personajes perduran en la memoria: son sólidos, impregnados, gracias al afinado estilo del autor, de la fatalidad y la resignación que sobrevuelan toda la obra. A diferencia de alguna que otra obra reseñada en este blog, Marcial, Pedro, señor Alfonso, señor Sebastián, el médico Fermín, entre otros, no son meros nombres impresos en las páginas ni etiquetas de una botella de falsa filosofía. Cada uno, desde su punto de vista en el interior de una gran historia que tiene como vórtice a Mararía, aporta significado a la narración. Todo el mundo habla de Mararía, menos Mararía. Podría afirmarse que este personaje es hablado, lo que da idea de su posición subordinada en ese micromundo.

Hay que objetar que el narrador principal parece, en realidad, un personaje creado únicamente para recoger las historias de todos los demás. Éstos son carne y sangre, aquél, casi un ectoplasma. En mi opinión, el defecto principal de la novela es la falta de sustancia de este narrador que llega a Famés como extranjero y de repente, o sin reparos, todos se aprestan a franquearse con él. Y como si los hubiera convocado ex profeso, todos cuentan su relación con Mararía. Chocante, como poco, sobre todo tratándose de sucesos vergonzosos y sangrientos, entre los que se encuentra un asesinato que, sin embargo, no parece tener mayor importancia. Echo en falta un contexto narrativo más armado para recoger estos encuentros y estas súbitas amistades. Podrían aducirse otra interpretación: el narrador es la coalescencia de voces, es la voz de Femés, la voz de Lanzarote. Quizá.


Por lo que he podido leer, algunos comentaristas conceden especial relieve al elemento simbólico de la protagonista, como mensajero de la fatalidad. O que los personajes representan a su manera a la isla de Lanzarote. Yo, de simbolismos, ando un poco escaso, por lo que me perdonarán que no me esfuerce en interpretaciones lacanianas ni en las sutilezas de metáforas y metonimias. Si nos ponemos a ello, empero, a mí Mararía me parece que encarna a la mujer sometida en una sociedad pobre, mezquina y violenta. La mujer que, como señalé antes, no habla: hablan por ella. La mujer que, a falta de derechos y de educación, sólo tiene su belleza como recurso con el que asegurarse la vida en una sociedad despiadada. El destino de esta mujer resulta, indefectiblemente, trágico y sin redención. Frente a ella, los hombres son unos miserables: algunos son conscientes de serlo, lo que no les resta una pizca de miserabilidad. Sin embargo, me da la impresión de que las desgracias de Mararía, de María como se la llama la mayor parte del tiempo, se acumulan en demasía. Se le acusa de propagar la desgracia a los hombres, aunque uno se atrevería a decir que la víctima es siempre ella. En todo caso, la cantidad de vejaciones y engaños que sufre por los hombres resulta excesiva en la narración.

Para finalizar: el mismo autor no se sentía demasiado orgulloso de esta novela. La consideraba "una obra de gran bisoñez" y demasiado lírica. Actitud crítica ésta que, por singular, conviene resaltar. Lo que abunda por estos lares, más bien, es la complacencia con uno mismo. Por mi parte, no puedo sino repetir la recomendación de su lectura.











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