martes, 1 de septiembre de 2020

'Las zonas comunes', de Nicolás Dorta

 En el manual de todo/a buen/a reseñador/a se especifica con mucha claridad que no es recomendable leer reseñas ni comentarios sobre la obra que se va a comentar. Sin duda, para evitar que otros juicios se interpongan e influyan en el nuestro. Si un/a ilustre predecesor/a ha encomiado la obra, ¿seremos capaces de contradecirle? Si uno/a detestado/a la ha criticado, ¿perderemos nuestra ecuanimidad solo para oponernos, por mera antipatía? Son cuestiones importantes, que cada uno/a resuelve su manera. No obstante, con frecuencia, uno llega al conocimiento de determinadas obras precisamente porque alguien las ha reseñado antes en los medios de comunicación o en las redes sociales.

Este es el caso de Las zonas comunes, de Nicolás Dorta. Una reseña de Eduardo García Rojas en su blog, otra de Salvador García Llanos en el Canariasahora.com y, finalmente, un saludo lírico como solo sabe hacerlo Juan Cruz en El Día confluyeron en mi determinación de leerla. Ante esta catarata de unánimes elogios de una obra de un canario, no me quedaba otra que leerla, sobre todo en esta época en el que las novedades han ido raleando por la incertidumbre provocada por la pandemia. Uno lee los periódicos y estamos casi seguros de que nos encontramos al borde de un colapso sistémico. 

En todo caso, parece una práctica establecida en el mundillo, y creo que no es esta una particularidad local, sino nacional, la de que la presentación de un libro debe venir acompañada de la presencia de una celebrity literaria o, lo que es peor, periodística. A veces, como es el caso de Juan Cruz, según se dice, se combinan en una misma persona las dos actividades. A todas estas, Juan Cruz es en la provincia de Santa Cruz lo que Santiago Gil en Las Palmas: resulta casi inconcebible que un autor o autora presente un libro sin intentar, al menos, que aquellos los/as arropen en la provincia respectiva. Están en la cúspide de una jerarquía imaginada. Es posible que, dado el poder de convocatoria de estas ilustres plumas, su presencia se crea necesaria para obtener la difusión deseada. Comprensible, sin duda. El espectáculo de una sala desierta debe de ser descorazonador. Una soledad demasiado ruidosa, que diría Hrabal.

También es cierto que hay asistentes habituales de presentaciones de libros. Sí, aunque les parezca increíble, hay gente que ha adquirido la costumbre de asistir a estos actos, independientemente del autor/a y obra, por lo que es de sospechar que el libro en cuestión les importe poco y lo que pretendan es disfrutar de los rituales del acto en sí: presentador/a, chiste, elogio, chiste, cita apropiada, chiste, agradecimientos; autor/a, chiste, narración del proceso de creación: cuándo, por qué, para qué; chiste, lectura de párrafos, chiste, agradecimientos, etc. Aplausos. Tiene que haber de todo.

No obstante, la ubicua presencia y las obligadas palabras de compromiso y amabilidad de estos prohombres de la Cultura se traduce en que TODAS las obras que presentan son, a tenor de lo que se deduce de estas presentaciones, obras magníficas, e imprescindibles. Esto empeora cuando, además, publican reseñas de tipo laudatorio. Todo sea por ayudar a la literatura, según imagino que piensan (por no imaginar algo peor). El resultado es que el último eslabón de la cadena, el lector o lectora, está indefenso ante ese caudal ditirámbico, y acaba, ingenuo/a como es, adquiriendo productos que no valen su precio.



Respecto de la obra que nos ocupa hoy, Las zonas comunes, puedo señalarles que la obra está escrita con corrección, y que, salvo cierta tendencia a describirnos como si fuera importante el tipo de corte de pelo que llevan las mujeres, nada hay en estos cuentos que nos soliviante en demasía. Son cinco relatos, más bien son cinco escenas, de diversa temática que tienen en común ser comunes. O quizá es que aspiran a la trascendencia de lo cotidiano. A veces, el empeño de llegar a lo global o a lo universal a través de lo local, lo cotidiano o lo diminuto tiene éxito. En muchas ocasiones, no, y puede representar un camino directo hacia la insustancialidad y el consiguiente aburrimiento, por mucho que se quiera hablar de soledad, dolor y angustia existencial. Empatizar con lo que se cuenta no es igual que ratificar su calidad.

Las zonas comunes, después de un primer relato que, al menos, mantiene el interés, acaba hundiéndose en la inanidad de una redacción aplicada, pero falta de grandeza. No es esa tontería con desparpajo de otras obras que he criticado aquí con gran abundamiento. Se aprecia esfuerzo y cuidado, lo que es muy de agradecer, pero le falta lo que es más importante: arte. Resulta difícil señalar un párrafo, una frase que me haga estremecer o que me induzca a soñar. Que me haga paladear el idioma. El autor parece tan preocupado por no tropezarse al caminar que parece que hubiera optado por quedarse sentado. El tercer relato, Palmira, el de mayor extensión, y en el que otros reseñadores han encontrado toda suerte de referencias (para mí, de lo más imaginativas) es el que más profundamente me ha aburrido. La brevedad, como ocurre en los demás, no acude aquí al rescate de la impaciencia. 

Es posible que una mayor sensibilidad a lo cotidiano se traduzca en una poética de lo nimio de valor literario y artístico. No la encuentro en este libro ni tampoco en otros también de autores/as locales, empeñados unos y otras en contar por contar, como si el mero acto de transcribir anécdotas, ocurrencias o incluso historias completas tuviera valor por sí mismo. Puede serlo a nivel personal, pero no necesariamente para el público lector. Es difícil ser Carver o Chéjov, sin duda.


Soy la encargada de poner la mesa del comedor a mediodía. Otros lo hacen por la noche. En quince minutos debo colocar 18 platos con sus respectivos vasos y cubiertos, uno frente al otro hasta conquistar dos filas. A veces falta alguien pero casi siempre la mesa se completa. Este orden, esta responsabilidad asumible me mantiene mejor. La comida es buena y variada: carne, pescado, siempre sopas o caldos de primer plato y un yogurt o una fruta de postre. La cena es lo más flojo. Me quedo con hambre y de madrugada tiro de la chocolatina del bingo. Cuando no hay, me aguanto. A esa hora todos duermen, salvo la cuidadora de guardia, que igualmente duerme a ratos en el salón del televisor. A veces oigo sus pasos por el pasillo. Cierra las puertas de las habitaciones que han quedado abiertas. (Pág. 25)


Estás especialmente blanca, como si no hubieses visto el sol en la vida. Llegas a la parada con una maleta y una rebeca amarrada a la cintura. Estás igual. Así te conocí hace algunos años, mientras sonaba aquella música que alimentaba el optimismo colectivo de la plaza. Era un verano de terrible calor. Siempre me sorprende tu altura y tu manera de afrontar los días. Detrás de esa aparente fragilidad eres una mujer fuerte y extremadamente curiosa. Te gusta andar sola por lugares indeterminados y adoras el chocolate, la pintura. Te gustan más los gatos que los perros, no soportas el pepinillo ni sitios con demasiada gente. Cuando quieres a alguien lo haces hasta las últimas consecuencias. (Págs. 69-70)


La luz está ahí fuera, donde comienza la vida, todos los días, con una taza de té. Es preciso calcular la temperatura adecuada. Pero no siempre tengo la misma percepción del tiempo. ¿Cómo se mide? Desde que aparecen las burbujas sé que ya es tarde y debo esperar otra vez. Pero ahora sí será mucho tiempo, porque las cosas tardan más en enfriase que en calentarse. Mi madre me calentaba un huevo en un caldero pequeño. Los dedos se quemaban cuando quería pelarlo y soplar era un alivio ligero, casi imaginario. No era fácil lograr que el huevo se dejara acariciar. El huevo duro y pelado es un manjar universal. (Págs. 93-94)


La noche es fresca y silenciosa. Aparecen estrellas nuevas, más brillantes, como si acabaran de surgir. Apoyas tus brazos en la baranda de la terraza y piensas en el año que se ha ido. Estar en este momento con los tuyos hace que te sientas protegida. Pero también piensas que podrías haber estado en otra parte, con otra familia, en otro trabajo, en un jardín diferente. Desde pequeña no estabas contenta con nada y ahora empiezas a comprender que querer siempre más solo te provoca frustración. El deseo infinito está en tu cabeza. Y te lo repites: "solo está en mi cabeza". Entre las estrellas parpadean las luces de un avión que se aleja como un pájaro nocturno. A estas horas, la noche amplifica la presencia del riego automático que mantiene a las plantas con vida, el ronroneo de la luz de las farolas en la calle y el ruido de los pocos coches que pasan. (Pág. 108)


Además, no percibo que los cuentos estén atravesados por una mirada singular, contados desde una perspectiva tal que nos haga ver de otra manera la cotidianidad y las pequeñas cosas. Si bien no hay frases hechas, tampoco puedo escribir que los relatos estén respaldados por un pensamiento original. Tengo la sensación de que el narrador no deja de estar aprisionado por visiones del mundo trilladas o, al menos, "comunes". Si este ha sido el propósito del autor, reflejar esa visión común, no puedo por menos de corroborarlo. Otra cosa es asegurar que esa plasmación alcance una dimensión artística de relevancia. Yo no la aprecio. El autor tiene palabras, pero no sé si tiene literatura. 

Dice Juan Cruz que Las zonas comunes es "un estampido estético" (al igual que Panza de burro: el suyo es un artículo de 2x1) y también "una obra de arte". No podría estar más en desacuerdo, pero, claro, ¿qué sabré yo?

Parafraseando a Capote, digamos que es más o menos sencillo pasar de escribir mal a escribir bien. Pero pasar de escribir bien a escribir literatura ya es asunto de mayor enjundia, como dominar el oficio de trapecista o domador de fieras. O de ambos oficios a la vez. Es en esta zona, en este momento, donde se libra la batalla más cruenta por la que se decide si un autor consigue crear una obra valiosa. Creo que es justo ahí donde se encuentra Nicolás Dorta.




2 comentarios:

  1. Cuidado, tus reseñas se están estilizando. Eso de "inanidad de una redacción aplicada, pero falta de grandeza" es una joya. Y aquello de "tan preocupado por no tropezarse al caminar que se queda sentado". Y por mencionar una más: "la brevedad no acude aquí al rescate de la impaciencia", ¡borgiano!
    No he leído el libro, pero he estado ojeando el blog del autor. Comparto tus impresiones, pero saludo a un buen prosista donde lo halle. Me gustan esas frases concisas, muy estrechas. Comprendo que se te haya venido a la mente Carver. Además ¡todas se entienden!, (acabo de leer a uno -colombiano- que cuando quiere ponerse sublime se pone enigmático. Como no se entiende lo que dice es posible que esté diciendo algo genial. Me chinchan los palabreros que creen que "hacer" literatura es juntar palabras y que el lector se figure lo que quieren decir).

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  2. No ha sido una reseña sencilla de escribir, la verdad. He tenido que pensar mucho qué era eso que no me gustaba. Quizá por eso ha salido más "estilizada".

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