Las dos últimas semanas han sido muy valiosas: hemos descubierto, se ha caído el velo, que nosotros, los canarios (como los españoles, en general) no somos un pueblo acogedor ni hospitalario. Tampoco, sabio. Con ese tono paternalista con el que se dirigen a los gobernados y dominados, los que gobiernan y dominan, con la irrupción del turismo y la fabricación de nuestra comunidad como resort para los alemanes, británicos y escandinavos, fueron moldeando un relato vía medios de comunicación por el cual los/as canarios/as y Canarias eran afables, corteses y hospitalarios con los extranjeros: una manera de construir pueblo adecuado al nuevo negocio, al emergente cuasimonocultivo del que iban a depender los ingresos de una incipiente élite empresarial y al que se iba a adherir nuestro patriciado tradicional.
También hemos descubierto que cuando la xenofobia, el racismo y la aporofobia se manifiestan mediante un editorial de uno de los periódicos más importantes (que no es mucho decir) de nuestra Comunidad, todos aquellos que se desgañitan casi a diario (columnistas, intelectuales, políticos y artistas) criticando esto o aquello (muchas veces, con razón), sobre todo si se dirige contra conceptos o contra entidades lo bastante abstractas para no molestar a nadie concreto, enmudecieron de súbito. Tampoco, cuando esta alcaldesa o aquel alcalde se empeñaron en subrayar la "mala imagen" o "el deterioro" por haber alojado a inmigrantes irregulares en un complejo turístico, que se encontraba, a la sazón, vacío.
Es bastante posible, habría quizá que pensarlo con algo más de detenimiento, que, como decía aquel artista, España dé asco. Lo mismo podría aseverarse con respecto a Canarias, ese paraíso terrenal, esa Atlántida, ese Jardín de las Hespérides, esa plataforma continental y crisol de culturas, con ese pueblo, repetimos, tan amable, hospitalario, acogedor... y secularmente dominado, empobrecido, sometido, que a base de golpes y de servidumbre se ha vuelto tan mezquino y calculador -en gran proporción- como sus señores. Solo una voz, la del juez encargado de los CIE, Arcadio Díaz Tejera, se ha manifestado en contra de esta ola de indignación hipócrita. Deberían fijarse en él, en especial por su ubicuidad y por su facilidad de acceso a los medios, estos políticos, estos intelectuales, estos columnistas y estos artistas que padecemos.
(Cuando escribo estas líneas, el 12 de septiembre, leo lo siguiente, que puede marcar un cambio de tendencia. Lo que debería avergonzar aún más a los muditos/as: aquí)
En fin, que cada uno, cada una, que lea estas líneas, que alcance a reflexionar en qué medida se siente aludida/o, y si le importa.
Uno lee la palabra "ballena" y, la haya leído o no, recuerda de inmediato la novela de Hermann Melville. Y más, al ser la ballena de este relato (38 páginas) también un espécimen blanco, "como una cantera de mármol". Así se llama: "Ballena", escrito por el autor francés, Paul Gadenne, fallecido a mediados del siglo pasado y cuya vida y milagros ignoraba por completo. Llegué a este relato, a este autor, gracias a Joan Flores Constans (*) en cuyo blog (entrada del 20 de julio) se hacía mención a él. De su obra, al parecer, solo se ha traducido Ballena, versión de David M. Copé. Uno podría preguntarse no sólo por qué una editorial decide traducir a un autor casi desconocido en España, muerto hace casi 70 años. Y con un relato, ni siquiera con una novela. Sería interesante saberlo. Quizá haya sido una avanzadilla en terra incognita, una incursión en el proceloso mar editorial, un sondeo en la cámara de tortura de las reseñas en los medios de comunicación, yo qué sé.
En todo caso, 38 páginas pueden dar para mucho, sobre todo cuando uno se siente desbordante de creatividad pseudoliteraria y quiere señalar (o dar codazos) al gran público que uno tiene alma de escritor, aunque no escriba literatura. Es lo que podríamos llamar "hacer un noranavarro". Estoy recordando aquella reseña de Panza de Burro en el cuadernillo de La Provincia y aún se me eriza la piel. En fin, sigamos porque, aunque a nuestros exégetas, hagiógrafos y juglares del mundillo hayan unido esfuerzos, acordes y gemidos para proclamar que el Mesías literario canario ha llegado encarnado en Andrea Abreu, hay más literatura ahí fuera que vale la pena.
Yo interpreto Ballena como el fin del viaje de Moby Dick. Tras aquellas furiosas batallas contra el capitán Ahab y su barco ballenero, el leviatán embarranca en otro continente, en otro tiempo. Es ahora un mundo demasiado consciente de sí mismo, lejos ya de aquella modernidad pujante y vigorosa de un país como los Estados Unidos en plena expansión. La ballena acaba en una playa de Francia, en un continente existencialmente agotado y descreído. El narrador y su acompañante se acercan a la playa algunos días después de que les llegara la noticia de aquella inmensa bestia blanca.
El encuentro con algunos animales, magníficos y antiquísimos, como la ballena, o el elefante, del que Ángel Bonomini, por ejemplo, escribió otro relato inmortal como Los lentos elefantes de Milán, quizá por una genealogía que se remonta al principio de los tiempos (aunque lo mismo puede decirse de las medusas, pero no tienen el mismo encanto) nos produce pasmo, admiración y también melancolía. Es el paso del tiempo encarnado en animales casi mitológicos, y su muerte, como el de esa ballena blanca varada en una playa, es el recordatorio de la nuestra, y apunta a la muerte de todo lo viviente:
Habíamos creído ver simplemente un animal cubierto de arena: en realidad, contemplábamos un planeta muerto.
Para un lector avezado, además del gozo mismo de la lectura, las referencias literarias y bíblicas serán fuente de satisfacción y de curiosidad, sobre todo, como en cualquier texto bien escrito, porque no resultan redundantes o caprichosas, sino necesarias (aunque no tengan por qué). En la mejor tradición norteamericana del siglo XIX, cuando todos los escritores citaban de continuo las Escrituras, cuya lectura era parte integral de su formación intelectual. La lectura de este cuento invita a producir todo tipo de significaciones por la simbología suscitada por la ballena a lo largo de la Historia. Por no hablar del color blanco, que ya desde Edgar Allan Poe, literariamente al menos, sugiere connotaciones mórbidas, que en general suelen asociarse al negro. En mi caso, insisto que, aunque fuera escrita en otro tiempo, quizá por las circunstancias en las que vivimos ahora, no puedo sino pensar en el cansancio y el hastío de una civilización, en el de la especie humana al completo, descomponiéndose lentamente en un recodo del tiempo, en este planeta diminuto e insignificante que flota a la deriva.
Yacía sobre la arena con todo su peso muerto, como si se esforzara en desaparecer, como si a partir de aquel momento hubiese decidido formar parte de la tierra, como aquellos peñascos bajos y angulosos, como aquellas plantas enjutas y rígidas que había a nuestra espalda, incrustadas en el esquisto, y a las que la brisa ni siquiera conseguía hacer temblar. Pero los peñascos eran oscuros: ella era blanca, de un blanco opaco, como el blanco de la leche derramada. Ese blanco era el suyo. Un blanco sin luminosidad, un blanco helado, completamente replegado en sí mismo, que le daba la espalda a toda gloria con una resignación apenas patética. (Págs 24-25)
A mí, Ballena me ha convencido; Paul Gadenne es un escritor que a partir de esta lectura me interesa y confío, como confiaría un creyente liberal en las bondades del mercado colmador de necesidades y caprichos, en que la editorial Periférica o cualquier otra se pongan manos a la obra y traduzcan su obra. Aquí hay un lector.
(*) No deja de ser curioso como dos lectores de la misma obra, incluso en una tan breve como esta, la interpretan de manera tan diferente. A Joan Flores se le ocurren significados que no se me habían pasado por la cabeza. En todo caso, mis disquisiciones no se solapan con las suyas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario