martes, 25 de agosto de 2020

'El valle del Issa', de Czeslaw Milosz

 Que el rebrote estaba anunciado, nos acordamos todos (si no, hagan un esfuerzo de memoria). Que pensáramos que le iba a afectar a otros, en otros lugares, también, quizá para reconfortarnos, pues a veces pensamos que es suficiente desear algo para que ese algo se produzca, entregándonos pues al pensamiento desiderativo. Maduramos, pero de manera irregular, en algunos ámbitos más que en otros, de esa vulgar materia con conciencia de sí misma que llamamos yo. Los laboratorios médicos están a tope, las colas se hacen en la calle; las playas están llenas y hace un calor del carajo. El grajo vuela bajo: agosto en Las Palmas City.

Si estamos ociosos, y algo abrumados por imágenes apocalípticas de coronavirus, por un lado, y, por otro, por la inminente aparición de especímenes humanos pertenecientes a una nueva juventud dorada, los libros siempre constituyen un refugio, cuando no una huida. Por ello, no deberían enfadarse conmigo cuando señalo que la librofilia a veces es mero escapismo. No deberían molestarse, claro, salvo que constaten su propio quietismo y carezcan de otra visión de futuro que la de la resignación. Además, sabemos que la mejor clasificación que puede hacerse sobre los libros, en general, y sobre los pertenecientes a la egregia esfera literaria, en particular, es aquella que los divide entre los que sirven para nivelar una mesa y los que no. En el primer caso, la utilidad salta a la vista y calma los nervios. En el segundo, es asunto discutido que no termina de resolverse. Claro que, cuando hablamos de arte, cuando hablamos de literatura, solemos dejar de lado la utilidad, sobre todo en lo que respecta al autonomizado arte moderno. 

A este respecto, no deja de tener gracia cómo hablamos de literatura: hay una conversación enorme entre lectores/as sobre esta cosa tan inútil. Quién iba a decir que esta inutilidad, leer ficción, iba a constituir una afición para tanta gente, y que además se iba a hacer negocio con ello. Muchos lo vieron claro desde un principio, que escribir iba a servir para pagar facturas (escritores y editores). Después, en una posición oblicua, digamos desde un ángulo excéntrico, algunos/as lo denominan parasitario, están los críticos literarios, que salmodian desde el espacio legitimado para nombrarlos como tales (el suplemento cultural) y los reseñadores/as, que proliferan, desde que Internet es 2.0, como un virus contagioso (tal vez, esta referencia sea de mal gusto, por no decir también previsible: previsible y de mal gusto, que así sea). Los críticos literarios pueden ser confundidos con los guardianes del campo cultural/literario dado que vivimos en una época de crisis económica permanente y hay que ahorrar, así que unos y otros son en la práctica indistinguibles. ¿Cómo distinguir a un guardián cultural? Sencillo: define qué entra o no en el campo de la Cultura, en un medio de comunicación tradicional (prensa, radio y TV: lo cual no obsta para que su discurso no se encuentre también en la Red).

Además, según cierta opinión extendida, no hay críticos literarios en España, y mucho menos en Canarias, por lo que aquellos guardianes (de añeja actividad, tal vez sean eternos), con la aureola de prestigio que les hemos concedido (de un modo algo frívolo, por pereza) por el mentado acceso directo a los medios de comunicación, elevan, con su saludo, las nuevas obras literarias/artísticas (que, por su gusto o por otras razones, hayan elegido) a la categoría de conocidas, de dignas de tenerse en cuenta. El efecto previsible y previsto es que su circulación en el mundillo de suplementos, programas culturales de radio y TV y blogs con otras reseñas y entrevistas se intensifique de manera notable. Tal es el poder e influencia de los guardianes.  

No obstante, dicho poder, el poder de nominar, no está exento de contestación. Sus definiciones se discuten. Como diría Bourdieu ("Todo está en Bourdieu"), hay una lucha simbólica para disputar ese poder, o al menos, su monopolio. Así, es habitual oír o leer frases cómo «ese no es un crítico literario de verdad», o «X no es una artista/poeta/escritora», o «eso no es arte/literatura», etc. Existe una pugna constante por la legitimidad de los juicios y de las definiciones, y sobre todo de quien los emite. Quién tiene autoridad y por qué, quién la concede.

Volviendo al escapismo: en algún momento, por alguna razón, pedí la siguiente novela a mi librería de referencia. Fuese una entrevista, una cita, una búsqueda en la wikipedia o la puta casualidad, el caso es que he leído Valle del Issa, de Czeslaw Milosz, versión de Anna Rodón Klemensiewich.




No es una novela para leer en una sola sesión. Al menos, esa no es mi experiencia. Es posible también que mis hábitos lectores (es una manera pedante de decir "mi costumbre", pero, bueno, me acabo de dar cuenta) sean diferentes a los del lector/a común, entendiendo por ello nada más que el acto de leer solo un libro hasta acabarlo. Yo lo he leído en breves periodos de lectura, de quince a treinta minutos. Ayuda a este ritmo la parcelación del libro en capítulos cortos, de tres a 7 páginas, generalmente. Ya me contarán.

Valle del Issa ejerce en mí ese efecto de lo antiguo reciente. Es decir, me suscita la añoranza de lo que nunca viví, pero por poco. Intento explicarme: el mundo medieval, por ejemplo, me resulta ajeno (aunque me interese): demasiados siglos han pasado y salvo alguna institución salvaguardada por la Constitución y algunos edificios, no siento que algo me ligue a esa época. En cambio, ese "mundo de ayer", entre las dos guerras mundiales, que ya retrataran Stefan Zweig o Von Rezzori, sin tampoco conocerlo (a lo tonto, ya hace más de un siglo) me suscita otro tipo de emociones. Ese mundo rural, de señores y campesinos, a punto de volver a vivir convulsiones revolucionarias, nacionalistas y bélicas, parece despedirse en estas páginas sabedor de su definitiva desaparición, y yo siento algo parecido a la tristeza. Tan cerca y tan lejos, puedo imaginar un tránsito, más o menos zigzagueante, más o menos guadianesco, desde la Gran Canaria de Inquietudes del Hall de Alonso Quesada hasta nuestros días, por mostrar un ejemplo.

Qué sé yo por qué siento algo parecido a la melancolía por las experiencias del protagonista, el niño Tomás, que en esa Lituania polaca (o Polonia lituana) vive su crecimiento en relación con sus familiares y con la naturaleza, con esos pájaros que clasifica con minuciosidad, como si así pretendiese también organizar y comprender los derroteros por los que se desarrolla su vida y de las personas de su alrededor. No hace falta ser muy agudo para advertir que aquella tristeza y melancolía solo puede suscitarlas una prosa de gran intensidad lírica (el autor es sobre todo conocido por su condición de poeta, pero les aseguro que habría escrito el adjetivo lírico aunque hubiese ignorado el dato) y una sobresaliente capacidad para escrutar el interior de sus personajes. O hablando con más propiedad: su capacidad para construirlos de tal modo que resulten naturales y sus experiencias, vívidas, ya sean del mismo Tomás, como las de José, Bartolomé, Romualdo, la abuela Misia, el abuelo Surkont, etc.


Tomás nació en Ginie, sobre el Issa, en la época en que la manzana madura se estrella contra el suelo en el silencio de la tarde, y en los vestíbulos de las casas aparecen barriles de esa cerveza oscura que se obtiene después de la siega. Ginie es, ante todo, una montaña cubierta de robles. El que hayan construido una iglesia de madera en la cumbre es como una muestra de malevolencia hacia la antigua religión, o quizá también como el deseo de pasar de la antigua a la nueva sin sobresaltos: en ese mismo lugar, hace tiempo, practicaban sus ritos los adoradores del dios del trueno. (Pág. 15)


Romualdo merecía entrar en el Reino vedado a las personas corrientes. La presencia del animal lo excitaba, el músculo de su mejilla se contraía, todo él se transformaba en una tensa vigilancia, y era evidente que, en aquel momento, nada en el mundo le importaba más que aquello. Su sirvienta, Barbarka, era ya otra cosa: pertenecía al mundo de los adultos, ¡lástima, tan bonita y con un aspecto tan infantil! Debería entristecernos el ver cómo viven las personas, indiferentes a lo que es realmente importante; no se sabe, a decir verdad, con qué llenan sus vidas. Seguramente se aburren. De todos modos, Barbarka dedicaba mucho tiempo a cuidar el jardín: había llegado a cultivar flores hermosísimas, cuadros enteros de reseda, esbeltas malvas y ruda, cuyo olor verde sabía conservar durante todo el invierno. Para ir a la iglesia, se adornaba el pelo con ella, como todas las jóvenes. Pero aquellas miradas suyas, tan tápidas (sic), llenas de curiosidad, como si ponderara los hechos siguiendo un pensamiento secreto, pertenecían a una persona extraña y adulta. (Pág. 154)


La exaltación que se apoderaba de Tomás cada vez que aprendía algo nuevo sobre los urogallos y, en general, sobre todo lo que tenía relación con la naturaleza planteaba una duda: lo que le excitaba ¿era la imagen de un pájaro, grande como un pavo, con el cuello tendido hacia delante y la cola en forma de abanico, o más bien el imaginarse a sí mismo acechándolo en la semioscuridad? ¿No sería también el que, al hundirse en el espesor del bosque, mudo y cauteloso, o al escuchar el concierto de los perros, se extrañara de sentirse un cazador de verdad? No sólo miraba los detalles a su alrededor, sino que se veía a sí mismo observando esos detalles: es decir, se extasiaba ante el papel que estaba representando. Por ejemplo, el gesto curvo de su pie al acercarse a la presa: con ese gesto expresaba la conciencia, quizás un poco exagerada, de su propia habilidad. De hecho, los mayores no tienen razón si creen que no se divierten de la misma manera. Y si no, que confiesen que su curiosidad por saber cómo se siente uno en su papel de amante es a veces más importante que el mismo objeto de su amor. (Pág. 189)

Narrada en tercera persona, a veces confundiéndose con la conciencia del niño o con la de otros personajes, esta novela bien podría haber sido unas memorias de una infancia lejana, aún más remota por las vicisitudes históricas de la región y por los enormes cambios civilizatorios experimentados por la humanidad desde entonces. Claro que no son meros recuerdos, más o menos ficcionalizados, aderezados con técnica narrativa. Son también, por encima de todo, indagaciones sobre la naturaleza humana, sobre el amor, sobre el sexo, sobre la dominación de unas personas sobre otras, sobre el tránsito de la niñez a la vida adulta, sobre la naturaleza en su exuberante variedad de vida arbórea y animal, sobre la vida. Sobre la muerte. No es poco, ni mucho menos.

Resulta, a fin de cuentas, una lectura que produce una impresión extra-ordinaria, pese a no narrar más que escenas sin importancia aparente. Ese extenso mosaico de personajes y de escenas conforma una novela que, si fuera algo más pedante, si tuviera yo en mis manos el poder de imponer mis definiciones y mis juicios, diría que es digna de entrar en una biblioteca que caracterizaría a una persona dotada de gusto. Como mis pretensiones distan mucho de querer imponer nada, me limito a recomendarla y a esperar sus opiniones.



P.D. Me había olvidado comentar que he contado al menos 8 erratas en la edición de bolsillo de Tusquets, que es la que he manejado.





2 comentarios:

  1. Muy buena reseña, Ubaldo. Muchas gracias.
    Yo creo que en esta edición de Tusquets, desafortunadamente, hay muchas más de ocho erratas, algo que me parece sorprendente e inaceptable.

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    1. Gracias a Vd. por leerla y apreciarla. Lo de las erratas da para una serie de tv.

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