miércoles, 24 de julio de 2019

'La fiesta del tedio', de Elisa Rodríguez Court

En España, vivimos en un ecosistema político en el que parece que casi todo es posible: un partido que ayer se decía socialdemócrata, se considera hoy liberal y alcanza pactos de gobierno con un partido tradicionalista poco amigo de la democracia, y los dos partidos de izquierda con mayor representación electoral, aun a punto de formar un gobierno de coalición, se tratan como enemigos. Sin embargo, lo que parece no es. Lo que es apunta a un planteamiento político conservador. Es decir, el mantenimiento de las bases del sistema económico y político, cuando no su perfeccionamiento.

Más allá de qué  partido pacte con cualquier otro, más allá de los aspavientos de los nostálgicos franquistas de unos o de las ínfulas reformistas de otros, deberíamos recordar lo que no es materia de discusión política en ningún partido. Intentemos llevar a cabo ese acto de extrañamiento del que hablé en la pasada entrada y preguntémonos qué hace, qué acata, de qué forma parte nuestro país en el mundo. Preguntémonos qué no se debate nunca, sobre qué hay consenso. Parece evidente que el centro político se ha desplazado a la derecha, y el sentido común gira en torno a valores, costumbres e instituciones que hace unas décadas habrían sido (o fueron) motivo de agrias discusiones en la esfera pública y de realineamiento de posiciones políticas.

Mientras tanto, nuestros/as novelistas escribiendo novelas en las que plasman sus batiburrillos íntimos y espirituales, sus tramas de acción o de detectives más o menos mal encarados, o sus triángulos sentimental-sexuales. Repetición, repetición y aburrimiento: la transgresión ha dejado paso a la pose malhumorada, y los propósitos revolucionarios se han convertido en lemas pretendidamente incorrectos en el perfil de Twitter. 

No digo que las novelas tengan que hablar siempre de nuestro precariado local y nacional de todo tipo, o de toda esa gente que vive en la pobreza sin apenas esperanzas de un futuro mejor. Es más bien una cuestión de enfoque y, sobre todo, de actitud. El esfuerzo del o de la novelista, del o de la artista, debería ir enfocado a sacar las cosas de quicio, a forzarnos al extrañamiento, a hamletizarnos y quijotizarnos un poco, un rato, al menos. En un mundo que premia, en cambio, la ripleización de las mentes y la concepción de cada uno de nosotros como mónada económica y egoísta echo de menos, en este sentido, un poco de preocupación social.





A este respecto, La fiesta del tedio, de Elisa Rodríguez Court, no nos va a suponer un bálsamo. La historia es sobre todo una recapitulación de la última fase, decadente y agónica, de una relación amorosa. Aunque a estas alturas la perspectiva de leer algo así suele provocarme sudores de todo tipo, reconozco que existe una tradición literaria en la que estos monólogos, o este yo que se dirige a un privado de palabra (aunque se inserten diálogos), han dado notables resultados literarios, como, por ejemplo, Cinco horas con Mario o Alexis o el tratado del inútil combate, sin ir más lejos. Seguro que a Vds. se les ocurren más ejemplos.


No es el caso de la obra que nos ocupa. Aunque Rodríguez Court lo intenta, y creo que podría afirmar que lo intenta con dignidad, es decir, trabajando la expresión y el tono, el resultado no consigue superar la barrera del asunto personal (real o imaginario), por bien escrito que esté, y metamorfosearlo en algo de interés para los/las lectores/as. No logra traspasar la burbuja de la anécdota ni conectar de un modo singular con las preocupaciones amorosas y existenciales que puedan suscitársenos. Aparte de eso, la autora, a mi pesar, no logra evitar su buena ración de frases hechas y pensamiento convencional, y algún error básico como escribir infringir por infligir (pág. 55).

La novela nos sitúa ya en un momento poslibidinal, más bien posliminal, en el que la autora rememora el declive amoroso, que se transustancia en una progresiva irritación respecto del hombre. Un progresivo cogerle coraje que, al situarlo desde el inicio, nos preguntamos a dónde va a parar. Me atrevo a sugerir que si la autora hubiese situado la acción (o el recuerdo) antes, habría podido expresar mejor ese tránsito del enamoramiento que lleva al amor o al hastío. O a cosas peores.

Entiendo que no es fácil abordar un asunto tan trillado y hollado como una relación de pareja heterosexual en declive. Sin embargo, en eso radica la originalidad del artista literario: más allá de su capacidad de escribir con una gramática más o menos pulida y un vocabulario amplio, debe ser capaz de proporcionar un enfoque, una mirada distinta que redunde en una ampliación de nuestro conocimiento. Me temo que Rodríguez Court no ha sido capaz de lograr esa alquimia, y salvo en alguna escena, en alguna frase, esta obra transita por lugares comunes, por despechos habituales y por incomprensiones ya digeridas. Además, es como si se empeñase, una y otra vez, en explicar en vez de, sencillamente, mostrar, lo que resulta en una escritura sobrecargada que termina resultando plomiza.


Las palabras terminan pasando factura. Parece difícil, cuando no imposible, identificar el momento en que se produce un cambio. Ya no reía de repente con la inocencia de antes y manifestaba con precaución mis opiniones. Mostrarse prudente supone correr determinados riesgos. Se echa mano de semitonos, que se estrellan de inmediato contra un mar de rocas ocultas. ¡Cuántos equívocos en ese trayecto que va de la propia boca a los oídos del otro! También cuántas mentiras. 
Dejé de expresarle ciertas impresiones porque no coincidían con las suyas. Dije, además, cosas que, lejos de corresponderse con la fidelidad de mis pensamientos, se concentraban en mi mirada a la defensiva y en la comisura de mis labios fruncidos. 
No podré trotar de nuevo alegre junto a él, pienso hoy en esta habitación blanca. La alegría quedó pronto atrás. Al frente esperaba el desencanto. (Págs. 24-25).

Discutimos aquel día hasta la medianoche. Nada más levantarme por la mañana enfilé a la cocina. Pensé que estaría desayunando. Busqué por todos los rincones y salí al jardín, donde tampoco se encontraba. Lo descubrí arrebujado entre las sábanas en el cuarto oscuro, abajo. ¿Qué te pasa? Disculpa si te hice daño, anoche. No pienso, en realidad, lo que te solté, dije. Me había desahogado, arremetiendo en su contra. Pues cuando te da por atacarme, se quejó, no conoces límites, desde luego. Él tenía razón, aunque a medias. Chico, te he pedido perdón, pero eres injusto si me echas a mí toda la culpa, protesté. Me sacaba de quicio su sarcasmo. Era un experto en controlar el tono en que me hablaba y su capacidad de contenerse no lo eximía ante mis ojos de sus comentarios mordaces. Vamos de paseo. Anda, vístete, dije, y le besé en la mejilla. No, no, me siento fatal. Tengo fiebre, dolor de estómago y diarrea, se justificó. (Págs. 38-39)


Hay que escribir con una cabeza fría y deliberada, dijo. Nuestra conversación giraba en torno a la creación literaria. No te imagino de ninguna manera, me lanzó, escribiendo una novela. Eres demasiado pasional. No sabrías contener tus impulsos tampoco en la escritura. Se debe escribir, continuó diciendo, con el corazón endurecido, en lugar de derramar su espuma sobre la página en blanco. Ya ves, añadió, yo he renunciado para siempre a la escritura, pero por otras razones. En la actualidad cualquiera se autoproclama escritor. ¿Te has fijado en la cantidad de escritores que surge hasta de debajo de las piedras? Además, se consideran a sí mismos de categoría. O todos son hoy escritores o ya no hay escritores. ¿Tú qué crees? Asentí en silencio con la cabeza y prosiguió su discurso. Pagan a una editorial mediocre una pasta gansa y a cambio se les publica sus libros, dijo. Huyo del mercadeo y detesto también la búsqueda de fama. Triunfa la banalidad. Difícil encontrar diamantes, que los hay, en medio de este basurero donde comen los cerdos. Perseguir el éxito es malograrse sin motivo, perderse del todo. La fama parece que se sacia como la sed. ¿No es verdad que la sed repite siempre la primera sed? Pues de eso se trata. Los escritores, los buenos escritores, deberían temer la popularidad si no desean ser derrotados por el triunfo. ¡Qué paradoja! (Págs. 52-53)


A mí, por lo demás, que tenga como telón de fondo la obra de Lispector o que hable de Magris, de Kundera o de Hofmannsthal no me sirve de nada, porque no es cuestión de la virtud de aquellos autores como de la falta de esta en La fiesta del tedio. Da la impresión de que el tono intelectual que pretende ser cardinal quizá no sea más que travestir la desilusión o el aburrimiento, tratados de modo que no podría calificar de original; un intento de trascender otra historia más de desamor que, literariamente, zozobra.

Me pregunto en estos casos no por qué Rodríguez Court quiso escribir la novela, sino por qué debería leerla yo. Esta cuestión se soslaya por muchos autores y autoras que no se preguntan qué novela les gustaría leer, convencidos/as de que su impulso de escribir se explicará por sí solo.



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