sábado, 16 de marzo de 2019

'La uruguaya', de Pedro Mairal

Debería ser una obviedad reflexionar sobre el lenguaje en el marco de las reseñas literarias. Y no solo sobre cómo logra la autora/autor de turno evitar las frases hechas o de qué modo tan brillante emplea los diálogos para caracterizar a los personajes, por ejemplo, sino sobre sobre los dialectos, los sociolectos, los idiolectos, la lengua y el habla, etc. En el lenguaje oral, por ejemplo, habría  que preguntarse qué significa afirmar que tal hablante habla "con acento", es decir, con respecto a qué modelo o eje lingüístico se compara. Pues para lo que uno es el idioma "tal cual", digamos el castellano, y lo que se utiliza o vive en Canarias o Argentina son variantes dialectales con sus respectivos acentos, para los hablantes de esos lugares, la conceptualización es a la inversa. Lo que hablan ellos es el español tal cual, el normal, y lo que se habla en la península Ibérica, grosso modo, es "hablar godo" o "hablar peninsular". Igual que dentro de la península, si se es castellanoparlante de Castilla o de Madrid, se referirán al "acento gallego", "andaluz" o "catalán", y viceversa. 

La centralidad proviene de algún tipo de poder, normalmente poder político. Pero puede ser también preeminencia artística o intelectual, o económica. Así, París ha sido durante mucho tiempo centro literario del planeta, mientras Francia, aun siendo poder colonial, no era la potencia política o militar dominante, ni mucho menos. O, en España, el nodo editorial más importante ha estado tradicionalmente en Barcelona, mientras que el poder político ha estado en Madrid. Es difícil no establecer una relación directa entre centralidad de una parte y subordinación de otras.

En lo que se refiere a la normatividad lingüística, durante mucho tiempo España irradió desde su centro político, Madrid. Naturalmente, en concordancia con su ideario político, durante la dictadura franquista; y sólo lentamente, durante la democracia, nos hemos ido despegando, sobre todo los hablantes de las "variantes dialectales", de esa subordinación, y por qué no decirlo, complejo de inferioridad, respecto de la forma del español hablada en Madrid y alrededores y propagada a las provincias a través de la escuela y de los medios de comunicación y el cine. Como consecuencia, se creó una conciencia lingüística folk de lo que era hablar "español correcto", la norma. A raíz de esa conciencia, los más osados, incluso se atreverán a decir que un canario, debido a lo que para ellos no debería ser más que una variante dialectal del español/castellano, "habla mal". Cosas del pasado, sin duda. Solo en los últimos años, por ejemplo, en RTVE ya no se obliga a los periodistas canarios a pronunciar el fonema /z/ o a decir "vosotros" en vez del "ustedes" cuando no hay tratamiento de por medio.

 En Latinoamérica, que ya es generalizar, dada la diversidad de países y culturas, aprecio que han sabido independizarse de los usos y modos de la antigua metrópoli y potenciar sus propios expresiones, modismos y vocabulario, ya antes del boom literario de García Márquez, Cortázar, Carpentier, Cabrera Infante y tantos/as otros/as, a  buen seguro que por la conciencia nacional derivada de su independencia política. A riesgo de ser maximalistas, podríamos afirmar que la literatura en español sobrevivió, al menos durante el franquismo, gracias a Latinoamérica. O, si somos algo menos exagerados, que el español siguió y sigue contando literariamente gracias a lo escrito en ese continente. El lenguaje vehicula valores culturales, por no decir que impone los límites del propio mundo (véanse, por ejemplo, a Whorf y Sapir, o al mismo Wittgenstein), y por ello mismo herramienta privilegiada para la manipulación y la tergiversación de la comunicación. Por ello mismo, como lector, considero deplorables las normalizaciones, por las que se impone un modelo lingüístico único (ya sea español, vasco, catalán o gallego, etc.) y se pretender ahormar la conciencia de los hablantes, y por ende, de los escritores.

En definitiva, aunque todo lo anterior es de sobra conocido, de vez en cuando viene bien recordarlo y no considerar que el lenguaje es algo que nos viene dado de manera natural y que es neutral. Todo lo contrario.

Esto viene a cuento, además, por la siguiente novela:






Una novela de un argentino escrita en argentino y en uruguayo. O, en otras palabras, en el español que se utiliza allá, con naturalidad. Así, es posible que el lector de otra nacionalidad se tope con numerosas palabras que ignore y que no son de uso habitual para él. Así es la vida, y los diccionarios e Internet están para algo. Es un español, pues, distinto, con un sabor diferente, obviamente, al utilizado, por citar una novela reseñada aquí, en Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo o en el diario de Bruno Mesa No guardes nada en tus bolsillos

Ya entrando en materia, la novela, sin duda, tiene el ritmo adecuado a su finalidad, que es la narración en primera persona de una aventura amorosa del protagonista con una joven mujer en Uruguay a la que había conocido previamente en una jornada literaria. El narrador desgrana su vida de escritor y su convivencia con su pareja y su hijo. Sueños, frustraciones y cotidianidades se describen con vivacidad e ingenio, con frases certeras e incluso brillantes en las que se nota la vertiente de poeta de Pedro Mairal. Ese mundo en el que un argentino se va a Uruguay a conseguir dólares y evadir los impuestos de su país y de paso aprovecha para reunirse con una potencial amante nos abre, y esa es una virtud, a una realidad bien diferente a la que estamos acostumbrados.


Y esa mañana justo había mirado tus aros en el baño, aros largos, plateados, caros, tirados ni bien llegaste esa noche y te sacaste el maquillaje, la máscara que no vi, y me acordé de esa expresión caribe: anda columpiando los aretes con cualquiera. ¿Quién te columpiaba los aretes, Catalina? Tus aros de Ricciardi bamboleando en el galope sexual, tus aros de avenida Quintana tintineando en el zarandeo de la trampa, sonando como los caireles de la araña en pleno sismo. La directora de desarrollo de la Fundación Cardio Life entrechocando su pelambre pélvica con el miembro de un miembro del directorio ejecutivo de la misma. Algún mediquito creído, con buen auto, algún catolicón de misa de country, un ex rugbier cardiólogo, de cuello ancho, de estampita de bautismo de cada hijo en la billetera, de consultorio estilo inglés, lámpara verde de caballo de bronce, boisserie, medio oscuro en la sala de espera, grabados de caza de zorros, un caballo saltando una cerca, la jauría alborotada, el empapelado bordó, la secretaria vieja aprobada por la mujer, tratando de cubrir y coordinar sus compromisos inesperados. (Pág. 25)

Fui hasta atrás de todo, después de los últimos locales. Por el camino vi el local de tatuajes, lo vi un instante, de pasada, por el rabillo del ojo, pero me quedó titilando en la cabeza. Bajé con cuidado por una escalera caracol que se retorcía hacia la oscuridad. Quizá por mi estado medio frágil me pareció tan interminable. Bajaba como un tirabuzón al fondo de la tierra. Era una catacumba el baño ese. No sé cuántas cosas pensé durante mi largo meo de borracho, con una mano apoyada en los azulejos. La marihuana tejía teorías instantáneas que me parecían geniales y, cuando intentaba retenerlas para acordarme después, se desarmaban el aire. Algo sobre los negros pensé; me pareció entender todo, era como una clarividencia intransferible. La luz, que para ahorrar energía tenía un timer calculado para clientes más expeditivos que yo, de pronto se apagó. (Pág. 92)


No obstante, y a pesar de que se lee con interés un buen rato, la novela, en cierto momento, quizá consecuencia de una transición imperceptible, se vuelve, lamento decirlo, banal. Llega un momento en que me pregunto por qué me deben importar a mí las miserias cotidianas de otro escritor más que un día conoce a una mujer, Guerra, con la que quiere follar. Se podría señalar en este momento, si se quiere ridiculizar mi argumento, que Madam Bovary no es más la historia de unos cuernos, al igual que Anna Karenina o El amante de Lady Chatterley, o que Romeo y Julieta no es más que una fogalera genital adolescente, pero en esas y otras obras la infidelidad y la pasión amorosa alcanzan una trascendencia vital y moral plasmada literariamente de manera soberbia; y en otras obras, lo nimio y lo minúsculo adquieren una relevancia que en La uruguaya no encuentro por ningún lado. La anécdota se me hace larga, aunque sobrevenga un incidente inesperado que la transforma en algo así como una parábola gigante. Incidente a partir del cual la novela remonta un tanto, no obstante, y nos ofrece otro plano del protagonista, que se lee bien.

Dicho lo cual, no dudo que esta novela gustará a muchos. Añado, además, que haya a quien le suene a herejía mis palabras del párrafo anterior. Entiendo que lo que se narra, y sobre todo porque el escritor no es nada torpe y maneja bien sus recursos lingüísticos, puede mover a la emoción o a la nostalgia en diverso grado, pero no es mi caso. Tengo la impresión de que el autor no aspira a la grandeza, sino a la aprobación, que sus miras son demasiado bajas, quizá demasiado pequeñoartísticas, algo así como "esta es mi vida de escritor de ingresos medianos y de vida de clase media pero que comienza a despegar, a picar alto" y pretende literalizarla porque, quizá, no tiene mejores mimbres. Es como si la promesa de la literatura se hubiera visto defraudada, quedándose simplemente en un bosquejo de otra vulgar aventura amorosa así como la enseñanza (vicaria) moral que se adquiere con otro personaje, Enzo, con el que también se encuentra en Uruguay. Citando al propio narrador en apoyo de mis palabras: "Si no podés con la vida, probá con la vidita". 

Es, por así decirlo, una novela confortable, en cuanto es fácil identificarse tanto con el protagonista como con su mujer, en la evolución/decadencia amorosa, pero es, por lo mismo, demasiado fácil: juega sobre seguro. No hay desafíos morales o cognitivos que induzcan reflexiones novedosas sobre uno mismo o respecto del mundo. Insisto, esto mismo que les escribo como defecto le puede resultar virtud a otros, esa descripción de una vida más o menos cotidiana con sus avatares trillados es posible que les regocije. No a mí.

Uno no puede evitar ser exigente, al mismo tiempo que tampoco debe engañarse.











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