martes, 19 de febrero de 2019

'No guardes nada en tus bolsillos', de Bruno Mesa

"Confieso que he leído" podría aducirse como autoinculpación en cualquier charla o discusión. Sobre todo, si es política o pretendía serlo. Seguimos empeñados en mantener opiniones sobre sistemas políticos, nacionalismos varios, valores morales o éticos en disputa, etc.  sin haber leído un puto libro de historia, sociología, filosofía o sobre el asunto que sea. Y así nos va, si nuestra fuente de información, principal o única, sobre estos asuntos es Arcadi Espada, Carlos Herrera, las tertulias de la Sexta o Volverte a ver poco podremos hacer para entendernos. Puede parecer una perogrullada, pero si uno quiere saber, tiene que leer. Cuesta esfuerzo y tiempo, y la mayoría de las veces, dinero, pero no hay sustituto, créanme, ni siquiera los documentales de Youtube o de Netflix.

Además, la ignorancia del público, la de todos nosotros, es una excusa o justificación sostenida por ciertos sectores políticos e intelectuales para orillar en lo posible la participación popular en el gobierno (recordemos, por ejemplo, a Crozier, Huntington y Watanuki y su Informe a la Trilateral de 1975 sobre la gobernabilidad de la democracia). Esto último ha servido de soporte, por ejemplo, para los sistemas representativos imperantes en Occidente y, en los últimos 40 años en nuestro país y que se traduce en la frase del Hungtinton de "menos democracia es bueno para la democracia".

Por otro lado, nadie es tan experto en política que pudiera dejársele el gobierno en exclusiva. O, lo que es lo mismo, tampoco a un gobierno de expertos (epistocracia). El saber político está repartido por toda la sociedad, y hasta aún el más ignorante de nosotros tiene algo que decir respecto de sus problemas y necesidades. Es lo que tiene de atractivo la así llamada democracia epistémica, es decir, la teoría de la democracia que sostiene que es más probable acertar con las decisiones políticas si se incluye al mayor y variado número de personas posibles. Importan tanto la cantidad como la heterogeneidad social a este respecto. Así, la democracia se justificaría no solo por cuestiones morales respecto de la dignidad y autonomía del ciudadano sino también por su capacidad para tomar mejores decisiones políticas, por lo general, que las aristocracias, dictaduras o gobiernos tecnocráticos.

En fin, mediten políticamente con cordura.



Sabrán, sin duda, que existe literatura que no es ficción: memorias, cartas, reflexiones, biografías, aforismos, etc. Recuerden a Montaigne, o a Feijoo, o a Cadalso, o a Churchill o a Svetlana Aleksiévich, por citar unos cuantos autores conocidos. Es el caso de la obra que hoy nos ocupa, No guardes nada en tus bolsillos. Diario romano, del autor tinerfeño Bruno Mesa.

En este diario, con los meses por epígrafes, el autor nos cuenta sus experiencias y reflexiones de Roma (y algunas ciudades más como Venecia o Nápoles) y de Italia en general. Pero no es un relato de viajes al uso ni una guía de lugares que ver, ni mucho menos. Su intención es imbricar la ciudad consigo mismo, de tal modo que los lugares que visita, los paisajes que contempla, las personas con las que trata no son meros incentivos intelectuales o estéticos, sino que se vuelven catalizadores de una transformación personal que, quizá, no habría experimentado en otro lugar como su Tenerife natal. Que eso sea algo positivo o negativo, o que podamos pensar que otros sitios suscitarían también otras transformaciones se lo dejamos al autor y a los futuros lectores.

Asimismo, son de interés sus comentarios sobre la forma de vida de los romanos, y, por extensión de los italianos, normalmente mesuradas, observadas en primera persona. En este aspecto, falta mayor profundidad en la mirada aunque no le falte perspicacia. A veces, parece que mira detrás de un cristal, sin formar parte de lo que sucede ante sus ojos, y algo se pierde en esa distancia. 

Bruno Mesa no duda en criticar con nombres y apellidos, lo que es de agradecer en esta sociedad, en general, y en el mundillo artístico-cultural, en particular, la gestión de la Academia española en Roma y la labor, por llamarla así, del director y del secretario. En su caso, insisto, dicha denuncia tiene más valor por cuanto no solo la hace con pleno conocimiento de causa, al estar becado en dicha Academia, sino por su ausencia de miedo a represalias o censuras institucionales en el futuro. No obstante, yo echo de menos un paso más allá en la crítica, o, al menos, en la reflexión del autor. Bien podría haberse cuestionado la existencia misma de la beca (no solo la suya, claro) y considerar hasta qué punto es útil no solo para sí mismo sino para la sociedad que la paga. En general, tendemos a dar por supuestas demasiadas cosas, y en este ámbito no podemos aceptar sin más la sublimación artística pagada con dinero ajeno si no hay justificaciones sólidas que la sostengan. 

En lo que se refiere a la escritura, Bruno Mesa alterna brillantes descripciones y reflexiones frente a paisajes, esculturas, edificios, calles y personas de a pie con otras más relamidas y algo cursis relacionadas con los más cercanos a él. Es como si el impacto de las cosas (y de las personas desconocidas) sacara lo mejor de su prosa, y la relación con amigos y familiares, la banalizara. Como si el recuerdo de estas últimas no hubieran sido refinadas sino solo sentidas y no hubiera podido dar cauce óptimo a tales emociones. Además, en ciertos momentos, quizá por su actividad de poeta, hay frases de tono apodíctico que no resultan pertinentes y otras de aspiración aforística sin fortuna.

Ejemplos de lo primero:

Mientras recorro la Via del Corso encuentro dos mendigos tirados en la acera y algunos músicos callejeros. Junto al lujo que expone sus deformidades en los escaparates bajo un cielo halógeno, los pobres también se exhiben para sacarle unos cuartos al prójimo y seguir malviviendo. Entre los músicos callejeros hay un trío que toca algo que se asemeja al jazz, un trío formado por señores morenos y arrugados, canoso uno, los otros dos robustos y calvos, abrigados con gruesos jerséis de lana descolorida. Tocan sin inmutarse, ajenos a su propia música, apáticos y secos. Están lejos, lejos de la música que interpretan, lejos de sí mismos. Poco después me encuentro con una mujer en una silla de ruedas que toca una guitarra y canta. Su voz desgarrada y nerviosa agrieta la acera y se derrama por el asfalto como una humillación. (Pág. 27)

DETRÁS DE LA VENTANA la luz aún se pavonea como si fuera joven y deseable, se arregla el pelo en las pocas hojas de los plátanos y arden en los cipreses, luego desciende hacia el Trastevere y se duerme en los callejones donde empieza la noche. Son sus últimos segundos: pronto declinará hacia un ocre que se volverá grisáceo en las fachadas y los tejados. Igual que esta luz vamos nosotros camino de la noche. 
Esta Roma fría de diciembre conviene con el paseo breve y rápido, con el capuchino tomado tras los ventanales de un bar. Las terrazas que en octubre aún aparecían llenas y ruidosas, hoy están vacías, mortecinas y encogidas. Es como si las calles se quedaran desconsoladas a medida que retroceden las sillas de las terrazas, que se agolpan en una esquina, bajo un plástico, como quien tirita. Esta ciudad no sabe vivir sin calor, y en invierno se refugia torpemente en pequeños recintos, que nunca sirven para todos. Una Roma sin vida en la calle es una ciudad escasa, enferma de espíritu, desabrida y contrahecha. (Pág. 65)

El calor dice hoy su nombre por primera vez este año. La sombra de los árboles y el aire acondicionado son acontecimientos que uno debe perseguir sin excusa. No es raro ver a una anciana parada en la acera junto a un alcorque, dos bolsas plásticas que descansan en el suelo junto a los pies hinchados, inmóvil en su islote de sombra, la boca abierta que deletrea el oxígeno. 
Entramos sin dudarlo en el cementerio acatólico (sic) sombreado y húmedo. Cualquier cementerio es el mundo, y en sus lápidas y mausoleos caben todas las historias posibles. (Pág. 129)

Solo falta en este lugar la última escalera, el tramo que nos lleve hacia los escombros, los peldaños que nos devolverán a la escoria. Habrá que descender sin miedo. Habrá que regresar. Vendrán luego los helmintos y el mediodía, y con los siglos seremos la escalera que sube hacia la lluvia y nuestro nombre será cualquier nombre. (Pág. 162)

Ejemplos de lo segundo:

Uno de ellos es Pedro. Hace más de veinte años que lo conozco, y en ese tiempo aún no hemos aprendido a odiarnos. Lo suyo tiene mérito: soy alguien que carece de habilidades sociales, desaparezco cada cierto tiempo, soy voluntariamente frío e impaciente, y mi ironía suele detonarse al contacto con cualquier forma de vanidad, por mínima que sea. 
Pedro, de una forma constitutiva, carece de fachenda y ejerce su ironía con el mismo método salvaje que uno. Eso nos une, aunque sea a la intemperie. Más allá de eso, no nos parecemos en nada. Él cuida a sus amigos, está atento a sus problemas es efusivo y bromista.Tiene un buen trabajo, es pudoroso con sus debilidades, y prefiere las diminutas alegrías de la rutina, la conversación sin medida y los placeres moderados. También prefiere la rotundidad de la ciencia en lugar de las conjeturas que propone la literatura. (Pág. 29)

Discuto toda la noche con María José. Los tres mil kilómetros que nos separan son una úlcera que crece y ha colonizado a las palabras, esas palabra que ahora se pasean por la pantalla del portátil con armas en las manos. Con qué facilidad se dispone el lenguaje en formación de combate. 
Llega el momento en que nos agota la batalla y pactamos una tregua. No había cadáveres cuando empezamos, pero al terminar debemos caminar sorteando los cuerpos. En dos semana ella estará aquí. Debo acordar un armisticio. (Pág. 66)

Óscar es un socarrón que frecuenta las leyendas y se absuelve en las réplicas ingeniosas y en la mitificación de los perdedores. Los dos nos reunimos en un territorio de la conversación que tiene todo el aspecto de un juego. Stefano nos sigue a ratos, quizá pensando que nuestras ironías son formas de la desesperación. No se equivoca. (Pág. 155)

Aunque el balance final es notable, los defectos que he señalado impiden que No guardes nada en tus bolsillos sea redonda, que no llegue a ser lo que se vislumbra en muchos de sus párrafos. Una lástima. Aun así, es un libro notable, recomendable además porque se yergue con cierta majestuosidad sobre este páramo de mediocridades que es Canarias, que muchos festejan, a pesar de todo, como vergel cultural. Como dice el mismo Bruno Mesa en una entrevista de hace ya algunos años y que no está nada mal: "A la literatura en Canarias, le sobra y le falta lo mismo que a la literatura española: le faltan lectores y le sobran genios".



2 comentarios:

  1. Estaba intentando acordarme de uno que toca un tema semejante ... comprobado era de Lázaro Santana y se llamaba Rosso Fiorentino. Me gustó mucho. Es más libro de viajes que lo que comentas acerca de este (que suena más personal). Este libro me lo he tropezado, aunque no en persona,y me llamó la curiosidad. El amigo tiene blog. Y aunque tiene ese aire de saber perfectamente quién es, donde está, cuál es la exacta medida de su pisada en la tierra, que, coño, me incomoda tanto, supongo que porque estoy en el otro lado, me resultó atractivo. Tu reseña no me lo desmerece, al contrario, refuerza mis impresiones.

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  2. En este blog procuro tocar todos los palos. Menos los aforismos, por Dios. Así, he leído cosas a las que, sin él, jamás me habría acercado. Consecuencia: de vez en cuando descubro obras interesantes como la presente y otras que me llegan gracias al diálogo con personas como tú.

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