martes, 26 de marzo de 2019

'Ladrón de mapas', de Eduardo Lago

Aunque es ocioso señalarlo, cuando someto una obra literaria a mi crítica, intento que no influyan consideraciones de trato personal. Lo que hasta ahora ha resultado bien fácil, pues salvo en un par de casos no conocía a sus autores antes de la reseña, ni tampoco este conocimiento era, ni de lejos, íntimo. Lo subrayo porque, además, no albergo el menor interés en conocer a estas figuras señeras de la literatura canaria, por mucho que mi pequeño mundo se viera enriquecido, ya sea de manera metafórica, por su repentina presencia.

Escrito lo anterior, explicito también que me parece muy bien que cada uno/a se gane la vida como pueda siempre que ese trabajo no conculque normas éticas elementales. Ya sea escribiendo novelas noir, filmando documentales incomprensibles o forjando espirales identitarias, por ejemplo, cualquiera con pretensiones literarias o artísticas en general está legitimado, por qué no, para ganarse la vida de esa manera. Solo requiere que a la gente, al público, le guste lo que hace y quiera pagar por ello para que pueda cumplir ese objetivo. Si no, habrá que hacer, además, otras cosas. 

Por otro lado, es evidente que si no se dan ciertas condiciones materiales mínimas, ya no óptimas, la creación intelectual o artística se ralentiza, si es que llega a término (véase, por citar un libro reciente, Crítica de la razón precaria, de Javier López Alós). A este respecto, los artistas y trabajadores culturales en general (concepto este de trabajador cultural que requiere en cada momento una delimitación que no suele darse) fueron la punta de lanza de la precarización laboral: fenómeno que como bien sabemos se ha extendido a gran parte de los empleos y que para afrontarla se requiere una transformación integral socioeconómica so pena de asistir a una degradación metódica y constante de las condiciones y salarios en tiempos venideros, y no solo de los propios del sector cultural. Por esto es por lo que resulta un tanto rídiculo como denigrante que algunos miembros conspicuos del sector pretenden argumentar que su caso es más importante o urgente que el del resto de trabajadores no artistas basándose en los supuestos efectos benéficos de la cultura en el espíritu de sus conciudadanos, cuando no en la democracia misma.

Sí que estoy en contra, como habrán podido comprobar si me han leído hasta hoy, de la asignación de sinecuras o de subvenciones procedentes de instituciones públicas a aquellos artistas afectos al régimen (da igual el partido político que en ese momento gobierne). Habría que preguntarse en cada caso cuál es el beneficio que recibe la sociedad a cambio de ese apoyo a todo ese espectro de actividades culturales y recreativas al que son tan dados los entes administrativos públicos (desde el ayuntamiento local hasta el gobierno del país), ya sea un Womad, ya sea un carnaval, ya sea un festival de música o de ópera. Cuál el de sufragar una fundación a un escultor-herrero (recientemente fallecido), cederle un inmueble y adquirir las obras que le proporcionen algún sentido año tras año. Cuál es la obligación del Estado, por ejemplo, de adquirir a costa de nuestros impuestos, una pinacoteca, ya sea para tener un gran museo nacional como El Prado o ya sea para algo más modesto como el CAAM. Por qué cada pueblo, hasta el más remoto, parecía que debía de contar con un auditorio y un palacio de congresos y, según la importancia de la burbuja inmobiliaria, una casa-museo. También, por qué hay que mantener equipos deportivos profesionales. Por qué no ponemos en cuestión el concepto de patrimonio cultural y nos planteamos democráticamente qué queremos hacer con él, si es que queremos hacer algo. ¿Una ciudad, una región como la nuestra no tiene otro destino que convertirse en un parque temático? ¿Tenemos todos que competir por ser nodos de inversión a toda costa siempre en detrimento de otras ciudades y de otras otras regiones? El debate nunca se ha cerrado porque nunca se ha abierto, salvo dentro de una reducida élite.

Lo contrario del cuestionamiento que planteo es la exhibición, a veces repugnante, por las autoridades públicas de eso que llaman cultura (siendo conscientes y propagadores, simultáneamente, de esa precarización de la que hablábamos), cuyo otro nombre es el de propaganda. Propaganda no ya siquiera del partido político al que pertenezcan, sino de una forma de hacer las cosas, de ver el mundo y de gestionar lo común que esconde el conflicto y reprime los antagonismos sociales y que aspira a un consenso o a una cohesión imposibles de suyo en el actual sistema político-económico en el que, a pesar de lo que queramos creer, flotamos a la deriva, boqueando como peces agonizantes. Con la colaboración interesada y ligeramente ansiosa de muchos de nuestros artistas y literatos.

Y ahora, la novela.





Eduardo Lago, el escritor del que nos ocupamos hoy, ha publicado recientemente (2018) Walt Whitman ya no vive aquí, una colección de ensayos, casi todos ellos muy interesantes y alguno especialmente brillante, sobre la literatura norteamericana, amén de un par de entrevistas reveladoras e inteligentes a David Foster Wallace y a John Barth. Casi nadie.


Pero, en fin, no es de esta colección de la que quiero hablar, sino de una obra publicada en 2008, Ladrón de mapas. Así, mis lecturas de Eduardo Lago han devenido inversas a su publicación. Sólo fue después de leer sus ensayos cuando me acerqué a una de sus novelas (publicó en 2006 Llámame Brooklyn, que, al parecer, en su momento disfrutó de cierta fama de crítica y de público).

Ladrón de mapas es una novela que utiliza ese recurso a la vez tan clásico (Chaucer, Cervantes, Las mil una noches) o y tan moderno como es el de las historias dentro de historias, y que en manos de escritores/as menos diestros solo sirve de excusa para amontonar naderías. Es la así llamada narración enmarcada. Lago bosqueja una historia que acoge otras, al menos hasta la mitad del libro. Las referencias literarias y a otros escritores es continua, pero sin caer en la afectación o en la vanidad, defectos muy apreciados por estos lares autóctonos. Que todas esas referencias sean apreciadas por los comentaristas literarios no significa que tengan que importar mucho al lector.

Así, pues, casi sin proponérselo, es la estructura en primer lugar la que se enseñorea de la novela: unos primeros relatos que se ofrecen en Internet, por un escritor anónimo se despliegan, heteróclitos, sin unidad argumental explícita entre ellos, aunque cada uno pueda, a su manera y con cierta carga de arbitrariedad, buscarles una relación a nivel más profundo. Atravesándolos, o sobre ellos, elijan la metáfora espacial que más les agrade, está la historia de una mujer que se dedica a leerlos y a buscar al escritor, a quien, por otro lado, por un nombre entre párrafos, cree reconocer. Lo curioso es que es esta historia madre la que menos interés me despierta, con un personaje principal que me resulta ligeramente antipático. También puede verse esta historia troncal como, a su vez, perteneciente a los cuentos escritos por ese autor desconocido y arrojados a Internet. En todo caso, es la menos interesante de todas.

Por otro lado, muchos de los cuentos, vistos de modo individual, son estupendos, tanto en el tono como en la atmósfera, en el ritmo (que no significa que tenga que ser rápido o "trepidante") o en los diálogos. Alguno, también, parafraseando a J. G. Ballard, es siniestramente brillante en la exhibición de atrocidades. Sin duda, nos encontramos aquí a un autor en el que se aúnan la imaginación y la técnica y que ejerce su arte con convicción.


Este club se cae a pedazos, y con él toda una concepción del mundo, pero qué se le va a hacer. También a mí me queda poco tiempo. Lo digo sin pesadumbre, me limito a constatar un hecho. Piense en todos esos jóvenes que le hicieron salir apresuradamente del Vikram, gente materialista, pendientes sólo del poder, la fama y el dinero. Hoy día a nadie le importa otra cosa, ¿no es verdad? Y sin embargo, cuando se quieran dar cuenta, doblarán una esquina y se encontrarán con que se les ha acabado la vida. Valiente desperdicio, ¿no le parece? Perdone, no quisiera cansarle con mis cosas. Todo esto que le digo no tiene nada que ver con el materialismo. Yo no soy materialista, tengo mis creencias, pero aun así la historia de mi vida carece de interés. ¿Qué puede contar un viejo funcionario que perdió todo afecto por la metrópolis? No tengo hijos, nunca me casé. Y ahora que está a punto de caer la última gota de la clepsidra, me doy cuenta de que esto es lo que me salva. Sólo tengo una historia digna de ser contada, la que está en este papel, y se la debo a él. Mejor dicho: es suya. la escribió él, el maestro. No me mire así, le estoy diciendo la verdad. Lo que tengo aquí es un texto de Rudyard Kipling. Es el regalo que me hizo cuando nos conocimos. (Págs 78-79)


En el centro del reino de Tintagoel, se alza una aldea diminuta, de apenas un puñado de casas blancas, rodeada de praderas, robledales y bosques de acebo. En las afueras, hacia el norte, hay un manantial que alimenta un estanque de aguas límpidas en las que se reflejan con nitidez los fenómenos del cielo. Una mañana de invierno se oscureció súbitamente el aire y comenzó a azotar las casas una lluvia fría y acerada. Cuando cesó la tormenta, los habitantes de Tintagoel advirtieron que en la orilla del estanque había un forastero que sólo poseía la parte izquierda del cuerpo. 
Lo ha traído la lluvia, dijo alguien en medio del gentío que se empezaba a agolpar en la plaza, observando desde lejos la figura inquietante del recién llegado. 
Inmóvil, el extraño viajero escrutaba la superficie del estanque con su único ojo, como tratando de desvelar un misterio cuidadosamente oculto entre los reflejos del agua. (Pág. 179)

La desnudez de la plaza era perfecta. Ardía un leño en el hogar, el último. Ya no lo avivaría. Pronto se despertaría Alma. Al ir cobrando luz el aire, las cosas forma, me di cuenta de que nevaba. La delicadez de la aurora teñía de rosa los pétalos de la nieve. La luz del sol se asomaba por debajo del palio que los copos tendían sobre la plaza; luego la rigidez del frío se fue adueñando del aire y mientras los cielos se oscurecían fue arreciando la tempestad, deteniéndose todo movimiento. El cielo helado se adentró en las casas y paralizó los despertares. Alma no se levantó a su hora, yo seguí en el gabinete, la llama se murió sin consumir el leño. Luego una brisa veloz se llevó los hilachos de humo que nacían de la nieve. Todo parecía extrañadamente translúcido: los árboles, las casas, las chimeneas, las fuentes. La luz no correspondía ni a la noche ni al día. Entonces vi una llamarada, o la adiviné, lejos, hacia el bosque. Creí que era mi hora, que la espera había terminado. Jubiloso, salí a la calle, corriendo a su encuentro. (Pág. 202)


Así y todo, y aunque insistiendo en su calidad, da la sensación de que el autor y la editorial se han puesto de acuerdo en que mejor era vender el libro como novela que como colección de cuentos. Parece que las novelas se venden mejor que los cuentos. Llámenme desconfiado. O resabiado. Esto se hace más evidente a partir del relato Tintagoel, cuando cualquier pretensión de unidad o de relación se abandona, al parecer sin remordimientos. Por mi parte, no me seduce en principio más una novela de 1.500 páginas (o de 372) que un cuento de 8, pero ya sabemos que en los expositores de las grandes tiendas y de los centros comerciales los libros parecen venderse al peso. 

En definitiva, un magnífico libro de relatos.























Otras reseñas: aquí, aquí y aquí

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