lunes, 28 de enero de 2019

'Honrarás a tu padre y a tu madre', de Cristina Fallarás

  Enero es un cuervo que grazna y que además tiene dientes. El mes de la resaca temprana y del desánimo de lo que queda por delante. Es un mes, por tanto, que esconde el fuego bajo el hielo, el hálito de la vida bajo la losa de los sucedáneos. Enero es un mes para forjar inicios, para idear planes que ya abandonaremos, quizá en marzo o en abril. A lo más tarde, en junio. Enero tiene nombre de dios caprichoso.

  Desconfíen pues de enero, pero al mismo tiempo, ámenlo. 

  Escrito lo cual, me permito recordarles que publicar mucho no significa escribir bien, ni tampoco asegurarse la memoria en aquellos que nos sucederán. A veces, 'a' sólo significa 'a', ni 'b' ni 'c'. Así, publicar significa que lo escrito va a tener, digamos, forma de libro, encuadernado, con número de registro, etc., y que otros, aparte de quien lo haya escrito, podrán adquirirlo o llegar a su posesión, normalmente en una librería o tienda, física u on-line. Siguiendo esta lógica, muchísimas personas escriben, unas cuantas menos (pero no muchas menos) consiguen que se publiquen sus escritos, y muy pocas escriben buenas novelas. 

  Todo resulta obvio, pero a veces conviene recordarlo. Por la misma razón, una columnista de a diario, o de fines de semana, en el periódico local escribe mucho. No significa ni que escriba con estilo ni que sepa de lo que escribe. Sólo demuestra que ha adquirido el oficio suficiente para rellenar el espacio que le han dejado. Poca cosa, sin duda, pero eso es lo máximo a lo que aspira gran parte de nuestro periodismo y de nuestra intelligentsia local. A veces se confunden ambas, pero da igual, dado su, por lo general, paupérrimo nivel.

  El mundo sigue girando, no obstante, por lo que deduzco que las miserias de los escritores sin talento ni ambición artística y de los opinadores ignorantes no importan demasiado.






  Recordemos que esta es una novela: al menos se vende como una. Podrá ser también una autobiografía o, si quieren una autobiografía novelada, pero una novela. También es cierto que una biografía no necesita ser una novela para que se le pudiera considerar literatura. En todo caso, la biografía novelada rellena los huecos con imaginación y con presunciones y suposiciones, y aspira no a un mero contar, sino a un contar artístico. Ese fue el caso de la lamentable Ordesa, de Manuel Vilas y este es el caso de la más que digna Honrarás a tu padre y a tu madre, de Cristina Fallarás.


  Hay que señalar que la novela de Fallarás tiene dos planos principales: a) la narración de la historia de sus antepasados por la rama materna y la paterna; b) la narración de sí misma. En el caso a), las historias se leen con interés: como yescas que prenden en la noche de la memoria, los fogonazos de luz que Fallarás ha logrado arrojar sobre sus ascendientes y, por ende, sobre parte de la historia de España, resultan literariamente notables. Una prosa cuidada, contenida, salvo excepciones, de conducción firme. Los diálogos son correctos, logrando que los personajes se muestren mediante sus mismas palabras, a los que además dibuja con contados pero significativos trazos.


Cuando llegan frente al cementerio de Torrero, el Félix Chico ya ha tenido tiempo de arrepentirse de su vida entera, planear una nueva y entender que va a morir. 
Afuera hace horas que se ha cerrado la noche. A las nueve nada se oye, ningún ladrido. Ya lo ha dicho Revilla, su amigo, en lo que ahora le parece otra vida, hasta los perros han salido huyendo del camposanto. La media luna despejada ilumina una tierra desnuda y seca. Los hombres mudos desde que han apagado el motor, tiritan sin mirarse. La tapia de ladrillo ocre, del humilde ladrillo de tierra sin agua, no llega a los diez metros. La tapia es todo. El final desnudo, seco, ocre. (Pág. 72)

Ya han empezado los gritos y los cánticos. A las puertas del colegio de los jesuitas de Valladolid, a las once de la mañana de este 4 de febrero se agolpan varios cientos de personas que ocupan la calle entera y algunas de las vías aledañas. "¡Arriba los valores hispánicos!"Desaparece el control del cuerpo. Tiembla la barbilla y las manos tiemblan y las piernas parecen perder sus huesos. Desaparece el control del cuerpo. Un fogonazo echa a temblar la mente, que no atina, y entonces la inteligencia no es inteligencia sino este fogonazo. Desaparece el control del cuerpo. Unas ganas insoportable de orinar dan paso al grito. 
-¡¡Delfín!!" 
Allá lejos, su hermano menor alcanza a oír el alarido de Pablo. Este mira hacia todas partes para localizar a su tía Cristina. Tras el empujón de los guaridas, un grupo de las JONS la arrastra hacia el centro del tumulto. Cantan himnos a favor de la muerte, España y la muerte, Su España. Pablo interroga a Delfín con la mirada. Ha perdido el control de su cuerpo y tiembla junto a la puerta principal del colegio por la que acaban de entrar las autoridades republicanas a tomar posesión. ¡España", una voz bronca, rota. ¡Una! Su hermano menor se encoge de hombros, muestra las palmas hacia arriba y enarca las cejas en un gesto de qué le vamos a hacer. ¡España!"¡Grande! En un gesto de Tú lo has querido así. Se da la vuelta y se une a un grupo de jonsistas. ¡España! ¡Libre! Pablo alcanza a ver cómo, entre cientos de cabezas, su hermano Delfín saca la mano y en la mano un objeto. Entonces suena un tiro y él, Pablo, se vuelve hacia donde avanza el Gobernador y grita con toda la fuerza de su temblor. 
-¡¡¡Viva la muerte, carajo!!! (Págs 125-126)


  En el b), quizá por hablar de sí misma y de su mundo interior, de sus emociones y reacciones, la autora se suelta, pero para peor. No solo es que el tono afloja, se deslavaza, aunque se pretenda más dramático o enérgico, sino que sus reflexiones y conclusiones no emocionan, al menos no suscitan la impresión que sí proporcionaban las historias familiares. Esos defectos puede que resulten inevitables, en la medida que la investigación familiar necesita de un esfuerzo metódico, lo que impregna la narración, y que no sucede con la propia expresión de sentimientos y relato de los avatares personales.


La urbanización cerrada y vigilada a la que llamaron Grand Oasis Park surgió de una idea que cuatro décadas después ha acabado teniendo mucho predicamento: nuestros hijos -genética aparte- no son fruto de la educación que les damos, sino de la influencia de su entorno, digamos que en un porcentaje de un veinte frente a un ochenta por ciento. Los intelectuales ultraconservadores, siempre tan preocupados por encontrar una exculpación a sus abscesos. Lo hijos, oh, fruto del entorno. Delitos, faltas, flor de contexto. De ahí urbanizaciones como la Grand Oasis Park, para aislar a los vástagos de posibles infecciones. (Pág. 35)


Entiéndase que yo no es que tuviera un abuelo asesinado o fusilado en la Guerra Civil española. Ni siquiera un abuelo asesinado a secas o un abuelo que desapareció. No tenía un abuelo en absoluto. No tenía un abuelo por la simple razón de que mi padre no tenía un padre. Punto. Nada. Se llama Elimina el Rencor y Olvida lo Que Pasó. Se llama Rencoroso el Que se Acuerde. Se llama Tú te Callas porque Perdiste la Guerra. Se llama Olvida que Existió.
No tengo mito. No tengo ausencia. No hay dolor en el no-abuelo que tengo. No he recibido ni sufrimiento, ni rabia, ni melancolía, ni nada de nada. Por eso, deduzco, no siento nada. Pasmo, si acaso. (Pág. 88)

Qué acierto, qué acierto dejarlo todo y salir a pie, echarme a andar. A medida que han ido pasando los días en la Grand Oasis, se ha afianzado mi convencimiento de que aquel arranque fue ya el primer paso para salvarme, y que sin eso, sin haber echado a andar desnuda de las cosas y las personas, nada de todo esto habría sido relatado. Aquello que poseemos, que creemos poseer, ahuyenta a nuestros muertos, impide que sus voces lleguen hasta nosotros. Quizás todo silencio, todo miedo, toda cobardía estén construidos para poseer, para acumular, para no perder aquello que creemos poseer. 
O podría deberse también a nuestra necesidad de ser amados. O sea, de pertenecer. (Pág. 167)

  En todo caso, la indagación moral de Fallarás no consiste en la crueldad de los vencedores de la guerra civil y la bondad de los perdedores, en un maniqueísmo que resultaría impropio de la inteligencia que evidencia. La autora pretende más bien indagar y a continuación superar los silencios en una familia cuyas ramas paterna y materna no solo estuvieron en distintos campos tras el golpe franquista, sino también en distintos campos sociales, antes y después. En ese sentido, el silencio de la familia es el reflejo a pequeña escala del silencio que España ha mantenido tanto tiempo respecto de la Guerra Civil, silencio de humillación y de vergüenza, y silencio de advertencia, no lo olvidemos. Un silencio que envenena y que no consigue hacer olvidar, sino que reprime, y ya se sabe que lo reprimido siempre retorna, y con más fuerza.

  El resultado resulta, pues, algo disparejo, pero, por encima de ello, nos encontramos con una historia conducida con pericia, y con frases y escenas que la hacen, en definitiva, buena literatura.











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