Por eso, porque me preocupa la disminución de la implicación estatal en las áreas básicas de la reproducción social, me llama la atención que la Cultura, que suele entenderse por arte y, sobre todo, espectáculos, no solo siga recibiendo dinero público a fondo perdido sino que sus receptores sigan, de manera incansable, reclamando esa aportación, no solo por interés propio que aún queda feo, sino en aras del interés general. Interés general que por intangible no deja constancia en una relación pormenorizada de gastos y beneficios, lo que tiene tela.
Así, recientemente hemos tenido el placer de constatar que el Cabildo de Gran Canaria y el Ayuntamiento de Las Palmas GC apuestan por subvencionar un festival musical como el WOMAD (quejándose incluso de que el Gobierno de Canarias discrimina a Gran Canaria por no dar nada) o que la misma institución destina casi 4 millones de euros a su club de baloncesto profesional, club este que, según escribe en algún artículo delirante el presidente de la corporación, promueve "la cohesión social".
La Cultura institucionalizada (artes+espectáculos), no nos engañemos, jamás ha irradiado nada a la ciudadanía salvo propaganda. Ya está bien que músicos, escritores, pintores, escultores y funambulistas varios se den golpes en el pecho por su importante labor subvencionada. Jamás, que yo sepa, se ha conseguido un avance o un derecho para los trabajadores o para los ciudadanos en general a base de performances, conciertos clásicos o multiétnicos o exposiciones vanguardistas. Pueden ser, en ciertos casos, expresiones de protesta o de incitación a la toma de conciencia, sin duda, pero su capacidad de transformar el ordenamiento jurídico o de cambiar la mentalidad de la ciudadanía es harto discutible. Además, ¿qué tipo de arte de pretensiones revolucionarias puede estar subvencionado por las administraciones públicas? Los movimientos estéticos antisistema no hacen sino lubricar el sistema, como es bien conocido, tanto desde un punto de vista mercantil como político.
A este respecto, hace poco terminó el penúltimo festival de escritores, esta vez en La Palma. Como es habitual, el evento estaba subvencionado: por el Ayuntamiento de Los Llanos de Aridane (donde se celebraba la fiesta), por Acción Cultural Española (otro organismo público) y la Cátedra Vargas Llosa, que depende de la Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (entre cuyos mecenas está el Banco de Santander y a la que pertenecen varias universidades). Ustedes se preguntarán para qué sirve un festival de escritores: según unos, para promover la cultura, lo que parece que es muy bueno; según otros, para poner a La Palma en el mapa (siempre hay un mapa a mano para la ocasión), por lo que lloverá el maná del turismo; para otra, "para hacer contactos entre copa y copa" o para que los mentados escritores "se lleven el latido de alguna historia palmera": conmovedor. Lo que seguro que no va a conseguir un festival de escritores o sucedáneos es que estos escriban mejor, sobre todo cuando muchos/as de ellos/as han demostrado de forma reiterada, tal vez contumaz, su ineptitud literaria. Repito que no me parece mal que un grupo de gente con aficiones comunes se reúna y se entretenga intercambiando conferencias, y luego para quitarse la modorra se pongan ciegos a comer y a beber, si no es con dinero público.
Y hoy, Esch o la anarquía, segunda parte de:
Esch o el anarquismo no continúa con la narración de la primera parte. Sólo un personaje de esta aparece de manera breve, aunque su presencia permanece latente, como contrapunto simbólico de la figura de Esch, el nuevo personaje principal.
En primer lugar, si en Pasenow o el romanticismo la cuestión principal era el choque de valores, los validados por la costumbre (aristocráticos, jerárquicos, tradicionales) frente a los nuevos (promovidos por la industrialización y el auge del comercio) que se encarnan en los personajes de Bertrand, el empresario que ha abandonado el Ejército, y Pasenow, militar y terrateniente, en Esch o la anarquía la fricción entre ellos, que no son tanto la tradición frente a la modernidad como la búsqueda de un absoluto, de una plenitud, imposible de alcanzar por las servidumbres y exigencias de la condición humana, se fragua en el interior de Esch, que combina una mentalidad tradicional (que se materializa en su profesión de contable) con una pulsión por hacer tabla rasa con todo: con su profesión, con su vida, con el mundo que le rodea... Su combate interior se expresa, por ejemmplo, en que al mismo tiempo que simpatiza con Martin, un sindicalista, desprecia a los trabajadores que protestan y realza la necesidad del orden, como quiera que lo entienda. Al mismo tiempo que desprecia a las mujeres como mamá Hentjen (la propietaria de la taberna a la que acude con asiduidad) o Erna (la hermana soltera de un compañero de trabajo en los astilleros), no puede evitar sentir atracción por ellas e imaginar una vida juntos. Además, Esch deja su trabajo de contable para dedicarse a promotor de lucha libre femenina, y como culmen de sus sueños planea trasladarse a una América idealizada.
En esta segunda parte, Broch da un paso más, algo que ya se comenzaba a perfilarse en la primera, en mezclar los razonamientos del protagonista principal con divagaciones que rozan lo irracional, dotándolas, sin embargo, de una lógica que concuerda con ese campo de batalla que es la interioridad atormentada. Esa forma de pensar minuciosa y fantasiosa a la vez se refleja en la figura del insomne, que no puede parar de imaginar y de buscar trabazones lógicas entre ideas, por muy absurdas que puedan ser. Asimismo, no obstante la extensión de la historia, nada parece sobrar: las reflexiones de Esch, la intrusión del narrador, ese estilo indirecto libre tan provocador, las descripciones, los diálogos...
El comerciante al que August Esch solía comprar sus cigarros a buen precio se llamaba Fritz Lohberg. Era un hombre joven, más o menos de la misma edad que Esch, y tal vez por esta razón Esch, que de ordinario trataba con gente mayor, le hablaba como si el otro fuera idiota. No obstante, este idiota estaba adquiriendo importancia en su vida, una importancia no decisiva, pero en realidad al propio Esch le habría tenido que sorprender la facilidad con que se había acostumbrado a aquella tienda y se había convertido en cliente de Lohberg. La tienda le cogía de camino, cierto, pero no era motivo suficiente para que se sintiera en ella como en su casa. Desde luego era una tienda muy pulcra en la que daba gusto detenerse: el claro y puro aroma de tabaco que flotaba en la estancia proporcionaba al olfato una agradable sensación y resultaba grato pasar la mano por el pulido mostrador, en uno de cuyos extremos había siempre algunas cajas de cigarros de muestra y una cajita de cerillas junto a la caja automática, bellamente niquelada. Si uno compraba algo recibía gratis un paquete de cerillas, lo cual demostraba una delicada generosidad. (pág. 238)
Y si no había orden en la contabilidad, tampoco podía haber orden en el mundo, y mientras no hubiera orden, seguiría Ilona a merced de los cuchillos, seguiría Nentwig escapando al castigo con descaro y engaños, y Martin seguiría consumiéndose eternamente en la cárcel. Reflexionó intensamente y, en el momento en que dejó caer al suelo los calzoncillos, salió de dudas: los otros habían puesto su dinero a disposición de la idea de los combates, y él, que no tenía dinero, tenía que pagar con su persona, no precisamente casándose, pero sí poniéndose a disposición de la nueva empresa. Y como esto, lamentándolo mucho, no podía conciliarse con su empleo en Mannheim, tenía que dejarlo. Así era como él podía pagar. Y como si tuviera que buscar una prueba convincente, se dio cuenta en este momento de que no hubiera debido permanecer más tiempo en una sociedad que había llevado a Martin a la cárcel. Y nadie tendría derecho a tacharle de desleal por ello; incluso el señor presidente habría de reconocer que Esch era un muchacho cabal. (págs. 275 y 276)
Cuando ahora volvía a ver semejante porquería y se tragaba las náuseas que le provocaba la visión de estos homosexuales, pensaba que mamá Hentjen, aquella zorra, podría realmente comprender cuán poca diversión le proporcionaban sus gestiones comerciales. Dios sabía que él hubiera preferido mil veces refugiarse junto a ella, antes de andar por ahí teniendo que buscar algo parecido a la inocencia perdida. Era totalmente ridículo que uno pudiera encontrar en esa sociedad al presidente de una compañía naviera, teniendo en cuenta que tales maricones no son en manera alguna una mercancía apta para todo un presidente. (págs. 335 y 336)
Por otro lado, y como análisis social, podemos señalar que mientras la primera parte los personajes principales de la trama eran de clase alta, en esta segunda todos son empleados, sindicalistas, periodistas o artistas de variedades. La acción se complica, en algunas ocasiones con visos de enredo. Las preocupaciones y los dilemas de los personajes son, pues, otros que los que afectaban al romántico Pasenow o a Bertrand. No es baladí señalar que las dos partes comienzan con la indicación de la fecha de la historia. Si la primera se sitúa en 1888, esta lo hace en 1903. Una época de capitalismo entremezclado con imperialismo y colonialismo ejercido por todas las grandes potencias europeas de la época. En Alemania, un periodo de paternalismo político y de agitación obrera, que alcanzaría su paroxismo revolucionario tras la I Guerra Mundial.
En estas dos partes de la trilogía, ya estoy seguro de unas cuantas cosas: que es una novela sobria y efectiva, no sin humor, no sin mala leche. Que es una novela profunda, que nos interpela y respondemos, porque a veces somos un poco Pasenow; muchas, un poco Esch. Que a veces nos entusiasmamos por lo nuevo añorando sin saberlo lo viejo. Que la vida a veces no parece nada más que anarquía, a la que pretendemos dotarla de un orden, sin el cual nos sentimos confusos, dolidos y solos.
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