sábado, 5 de mayo de 2018

'Conjunto vacío', de Verónica Gerber Bicecci

Hay reseñas que le dejan a uno agotado, como la última, la de Calibán, de Ángel Sánchez, pero con las que al mismo tiempo se experimenta algo parecido a la satisfacción (momentánea, modesta). Ello se debe, me explico, no tanto al texto final, más o menos memorable, como al trabajo de lecturas previo a su escritura. Se produce, entonces, una ampliación del acervo propio, un ensanchamiento del horizonte literario (y político, en este caso) que compensa con creces el esfuerzo. Con independencia de que la reseña haya gustado más o menos (uno siempre aspira al texto perfecto, aunque es evidente que tal cosa es un ideal contrafáctico).

Recuerdo, en mi formación como traductor, y en mi escasa experiencia profesional posterior, algo parecido: todo ese trabajo previo de acumulación de referencias, datos, lecturas y conversaciones que al final se encarnaban en un texto. Casi que lo de menos era el resultado, aunque uno bien podía, con la debida cautela, enorgullecerse de haberlo creado. Lo de más era ese bagaje recién incorporado, que en muchas cosas no era mera acumulación de conocimientos, sino también en ciertos casos transformación de uno mismo. Un trabajo intelectual sutil, de precisión cuyo valor en Literatura (y en todos los campos del saber) es y ha sido crucial.

Algo parecido podría aplicarse al oficio de escribir: ese acto creativo donde no hay nada físico a lo que agarrarse, solo el recordar, el imaginar y el pensar. Es en el acto del plasmarlo con signos, en la materialización de nuestra imaginación cuando se evidencia el trabajo previo vital e intelectual, el esfuerzo contumaz por desovillar esa idea escondida y el talento pulido por la experiencia.

Bueno, amigas y amigos, no sigo por ese camino, que parece que estoy a punto de venderles la inscripción a un curso de escritura creativa, apresúrense que quedan pocas plazas y todo el mundo termina muy contento y nos hacemos foto para el Face, todos tenemos un escritor dentro...








Al lector, digamos, convencional, esta obra le llamará la atención porque está constituida por escenas (¿capítulos?) de tamaño irregular, que en ocasiones llegan a las 3 páginas y otras son una mera frase. Además, junto a ellas, la escritora inserta círculos que se entrecruzan, solapan, etc.: los famosos y familiares diagramas de Venn que todos recordamos de la EGB (o Primaria, en la actualidad). Estos diagramas tienen, a mi parecer, una función necesaria en la comprensión del texto, y la narradora se refiere a ellos expresamente, por lo que no son los típicos anexos que casi nadie mira. Aunque no es la primera vez, ni será la última, que se insertan símbolos matemáticos, lógicos, etc., en una obra literaria, al menos en este caso no me resultan demostrativos de la pretenciosidad ni vanidad de la autora, no son artificiosos, en definitiva, sino que consigue que se integren la historia con naturalidad. Mejor: que forman parte de ella. 





Por otro lado, la historia en sí no es nada del otro mundo: la narradora, Verónica Gerber, inicia el relato con el regreso de la protagonista a Argentina, tras el exilio de la familia en México. La historia gira en torno al recuerdo de la repentina desaparición de su madre (o abandono) y a los fracasos amorosos de la protagonista. Tiene un hermano, viven en una casa a la que denominan "búnker", la abandona un novio, luego otro, la soledad, etc. Tengo la impresión de que la historia, que no llega a aburrir, pero por poco, es más bien un soporte sobre el que la autora se propone indagar en la propia sensibilidad, que a veces la deja, si no atónita, si desconcertada por la complejidad del mundo y por el sufrimiento que este, de modo inesperado, causa. Esas reflexiones cristalizan, como he señalado, en una expresión simbólica singular. No obstante, no puedo evitar el pensar si la exposición y categorización de las, por ejemplo, relaciones humanas por los diagramas de Venn esclarecen ideas, develan conclusiones reveladoras o son, por otro lado, una muestra de la incapacidad de la autora en desgranar con palabras, en tamizar con finura lingüística todo el aluvión de pensamientos y sentimientos que alberga y con el que no llegamos a empatizar del todo.

Esto último viene reforzado por algunas frases banales o de tipo sentencioso, que rebajan el nivel de la prosa, como "Tenía que ponerme a hacer algo, lo que fuera. O eso, o volverme loca" (pág. 29), "En el diálogo interior todas las palabras vuelven como boomerangs" (pág. 39), "Supongo que me produjo empatía solamente porque Yo(Y) me había convertido en el personaje secundario de mi propia vida" (pág. 96). Sin embargo, no logran destruir la atmósfera general de fascinante síntesis entre geometría y vida, aunque la circularidad de la historia pueda parecer algo forzada.

Por otro lado, a la trama, o a la sucesión de escenas, le falta consistencia, a los personajes algo de cuajo, de solidez, de corporeidad, salvo a la narradora-protagonista. Quizá es esa autorreferencialidad, o ensimismamiento, lo que le aporta valor y, de manera simultánea, lo que le resta vuelo.







Para terminar: Conjunto vacío es una obra cuya intención estética está plenamente lograda, entendiendo por ella la feliz conjunción entre signo y símbolo, en la síntesis entre esos elementos con la que se expresa una historia que, tras su lectura, no puede ser imaginada de otra manera. A mi parecer, es un logro nada desdeñable. Sin embargo, la historia podría haber tenido más ambición, haber aspirado a mayor grandeza. Llámenme inconformista.








PD: Las fotos son mías, ante la imposibilidad evidente de citar de otro modo. Si la editorial o la autora lo piden, las quitaré.









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