martes, 26 de septiembre de 2017

'Matar al padre', de Yanet Acosta

Mientras leo un ensayo sobre literatura de Pascale Simon (La República mundial de las Letras) y me hago cargo del juego de competencias y rivalidades de los centros de irradiación cultural y de su poder e influencia, no puedo por menos que preguntarme por la motivación personal de aquellas/os que deciden, un buen día, escribir una novela. Como si tal cosa. Por ejemplo, el caso del/la periodista: entiendo que su proyección pública, en el caso de presentadoras/es de telediario o locutores/as estrella de radio facilita la tarea enormemente al departamento de marketing de la editorial. Por no decir que ya tienen todo el trabajo hecho. Lo mismo se amplia, hoy en día, al fenómeno de los youtubers/influencers y cosas así. Es más, a veces es lícito plantearse si la novela está de verdad escrita por ellas/os. No importa: el negocio debe continuar.

Más bien, me pregunto por aquellos profesionales que, mejor o peor pagados o reconocidos en su ámbito laboral, se plantean a cierta edad, en cierto momento, escribir una novela. ¿Cuestión meramente de iniciativa creativa? ¿Será el "si otras pueden ¿por qué yo no"? ¿O el enternecedor "he querido escribir desde que era pequeña"? ¿El ya un poco ridículo "se me daba bien Lengua en el Bachillerato/ESO"? ¿El pragmático "quedará bien en el currículo"? ¿O será, cómo no, el "conozco gente famosa que me apadrinaría la novela"? Muchas preguntas, muchas, y una vanidad siempre hambrienta forma parte de la mayoría de las respuestas. Estos seres humanos suelen ser periodistas o filólogos/as, en su mayoría. No descarto casos de sanpablos literarios venidos de otros campos, ni mucho menos.

Hoy toca Matar al padre, de Yanet Acosta, "periodista gastronómica y profesora universitaria", según nos cuenta la editorial.







Las anteriores reflexiones no vienen motivadas por el deseo de trazar límites de autoría, a un lado de los cuales estarían los autores de verdad y, al otro, los intrusos. Es, al menos de manera consciente, el interés por indagar las motivaciones que inducen a tantas personas, perfectamente responsables, por lo demás y en principio, en sus quehaceres profesionales y vitales, a lanzar al espacio público literario sus historias, sus obsesiones o sus tonterías. Además, en este caso, Matar al padre no es la primera novela de Yanet Acosta, por lo que tampoco es una recién llegada.

Pues bien, esta novela, elogiada por el escritor-crítico ocasional y fajista/fajero/fajillero(*) sobrevenido, Carlos Zanón, y en la contraportada por el escritor Alexis Ravelo y por la única mujer premiada en la Novela Negra de Gijón, Cristina Fallarás, no hace justicia, en mi opinión, a tanto entusiasmo gremial.

No diré yo que la novela sea aburrida, tampoco que sea de ritmo trepidante o que le tenga a uno enganchado desde la primera página. Una periodista gastronómica, Lucy Belda (alter ego, presumo, de la autora), es testigo de un rapto y de un asesinato (aunque como el asesinado es un guardaespaldas anónimo, a nadie le importa un higo). El raptado es un riquisímo empresario de la hostelería (de humildes orígenes, eso sí) y de la alta cocina peruana que pretende, por lo que nos cuenta la novela, llevar a un nuevo nivel la durante tanto tiempo desprestigiada lucha de clases y cambiar la geopolítica internacional mediante la gastronomía. No es nada, el muchacho. Por otro lado, un detective, Ven Cabrera, vuelve de un viaje de varios meses por China y barrios adyacentes y se encuentra que su gato está muerto, por falta de cuidados. Terrible drama, sobre todo porque se lo había confiado a un amigo que ha resultado ser un funesto cuidador de fauna felina. Además, como un Ender encarnado tras sus viajes intergalácticos a velocidad de la luz, a su regreso Madrid parece haber cambiado una barbaridad: las puertas de los antros ya no son batientes, sino que se abren gracias a células fotoeléctricas, lo que le origina una gran cantidad de percances nimios cuyo relevancia aún estoy por descubrir. Además, ha recuperado el olfato, circunstancia que se nos recuerda a lo largo de toda la novela por si a la primera no lo pillábamos. En fin, que a los dos, a Lucy y a Ven, les hacen numerosas putadas, cometen toda clase de errores de juicio, acaban reencontrándose en Perú y, bueno, si les interesa, se la leen. Ah, sí, muy mal rollo con los taxistas de Madriz.

Ojo: el asunto del gato parece importante. En realidad, no, salvo para proporcionarnos, quizá, un matiz psicológico clave del detective. Como Yanet Acosta escribió una novela anterior con los mismos personajes, también gastronoir, el quid puede estar ahí. Igual eran pareja (el gato y Ven). 

La narración se sobrelleva bien: no es la trama aventuresca de Conan Doyle en, por ejemplo, El mundo perdido, ni la de R. L. Stevenson en La isla del tesoro. O, ya que estamos en el subgénero de un género, la de cualquiera de Jim Thompson, pero al menos no dan ganas de morirse, como otras novelitas que he reseñado en este blog. Lo que sí molesta son las pinceladas reivindicativas de la periodista gastronómica (cualquiera de las dos) que de cuando en cuando clama en contra de la desigualdad social, la pobreza, la oligarquía, los medios de comunicación, etc., pero solo un poquito. Representan la típica dosis de buenismo tipo "formo parte del sistema como la que más, no me va mal, pero soy consciente de lo que hay y estoy en contra". Vamos, pura socialdemocracia europea. Postureo, que dice ahora la juventud.


Lucy no imagina cómo puede ser y recuerda que la boda de la princesa Cristina de Borbón con el guapo Iñaki Urdangarían no solo fue el pistoletazo de salida de una gran extorsión económica infringida al país, sino también del auge del consumo de este «pseudocereal», como lo llaman los gastrónomos. Su menú de boda se abría con  «Sorpresa de quinua real con verduritas». El más humilde de los productos latinoamericanos se convertía en un plato de reyes. Era un guiño de la monarquía española hacia Latinoamérica, pero también fue el comienzo de la especulación en España con un producto con el que finalmente se ha especulado en todo el mundo. (págs 36-37: atención al "infringida")

Se ilusiona con hacer un buen reportaje, periodismo de investigación, con mayúsculas. Empezaría por ese «Wyatt», seguro que él le podría contar algo. A los pocos segundos, su plan para en seco. No tendrá a nadie a quien vender ese trabajo. En la industria de la prensa el interés por la investigación ha caído en picado, pese a que los periodistas quieran hacerlo y los lectores leerlo. No hay dinero es el mantra. Ella piensa que no hay talento entre los empresarios de la comunicación y que ese es el problema. Repiten un modelo agotado y no apuestan por estar a la altura de una sociedad líquida y tecnológica cuya forma de relacionarse y de informarse ha cambiado. (pág. 51).

Termina de cruzar y entra en el edificio. La puerta está abierta porque todavía está el portero. Haciendo caso de la gran intuición de esta gente, solo dice que va a desatascar la cocina del quinto derecha. El portero asiente y le señala el ascensor de servicio, por el que suben los que le hacen la vida más fácil a una parte adinerada de la sociedad y por el que solo baja su basura. (pág. 114).

Ven descubre la placidez que hay en la comida. Es un espectáculo maravilloso, lo relaja dejar caer sus neuronas al plato, abandonarse a esa experiencia nueva. Quizás en su jubilación en lugar de astrólogo deba hacerse crítico. Hambre, por lo menos, supone que no pasará. Otra cosa es que sea bienvenido en ese club que quiere ser selecto, perpetuando la idea de que la gastronomía es un pecado capital al que pueden acceder muy pocos. Y es que si el espíritu crítico se alimentara en el pueblo para la comida y para todo lo demás, las oligarquías estarían perdidas. (pág. 129) 


En cuanto al estilo, el de Yanet Acosta podría ser el de cualquier otra autora. Es decir, no se puede decir que tenga voluntad de estilo ni de marcar hitos lingüísticos. Es una prosa funcional, a veces pobre en muchas descripciones, sin capacidad de levantar vuelo si no es rasante, salvo en algunos párrafos dedicados al asunto que parece dominar: la gastronomía. Sin embargo, no esperen encontrar las complejas y fascinantes recetas ni la profundidad de la mirada de Günter Grass en El rodaballo. Asimismo, incurre en ese defectillo que es ponerse profunda en plan yo sé de la vida, algo que ocurre cuando la autora percibe que a la historia le falta algo, pero no sabe muy  bien qué. Pongo nuevos ejemplos, pero las citas anteriores también valen:


Lucy Belda escucha las palabras y toma nota sin interés en comprender. Después de varios meses en Nueva York, tiene un trabajo temporal de periodista gastronómica para una revista neoyorquina en español. Está en Lima para cubrir el último congreso de cocina, pero cada vez tiene menos interés por la gastronomía, por viajar o por el periodismo. Siente la decepción en lo profundo de su alma, la que llega cuando uno se despierta de los sueños de juventud en la cama fría de la madurez. (pág. 17)


La chica le tiende el cigarro y él, aunque hacía siglos que no fumaba, lo acepta. Le gustaría decirle que se casaría con ella, que tendrían dos niños y un gato, que la acompañaría hasta su ciudad natal en la fría Alemania y que sería un feliz español por el mundo. Pero todo es humo. La noche es el lugar de encuentro de los vagabundos espirituales que buscan en el sexo la imposible reencarnación. (pág. 23)

Mira a su alrededor los carteles que anuncian el café más barato de Madrid: 0,6 euros , las cien pesetas de antes. Obreros y trabajadores de oficinas abarrotan el local. Visten trajes baratos con los vueltos del pantalón demasiado alto, zapatos algo viejos y corbatas a las que se les nota el uso. Las mujeres se disfrazan de hombres con sus trajes a juego y solo algunas se atreven a no abotonarse hasta el final la camisa. Ya lo dicen las revistas femenias de moda: por la noche, escotes y seducción; en la oficina, pantalones y seriedad. Hombres y mujeres comen con fruición los bollos y alguno moja el cruasán chicloso en el café. La vida en la mediocridad también atrofia el gusto. (pág. 40: obsérvese el desdén hacia los portadores de la mediocridad)

-Cuanta más disciplina, más obediencia. Cuanta más obediencia, más odio. 
Lucy tiene esa frase en su cabeza. La ha dicho Lena, la hija de Pedro Marino, y no sabe por qué repiquetea, como un taladro hidráulico en una obra. Han hablado de la desaparición de su padre, pero de pasada. Ahora están en Barranco, en la azotea de uno de los más bonitos locales de este barrio chic de la noche limeña. (pág. 71)


Cuando el trabajo marca las prioridades vitales de un ser, el desasosiego se agarra a su alma. (págs. 78-79)

Hay palabras que en lugar de pronunciarse se disparan y en ocasiones son más certeras que las balas. Las de Lucy le habían alcanzado el centro del pecho. Seguía enamorado hasta las trancas de ella y le daba igual que le fueran las tías y no los hombres, porque ella por primera vez tenía su mano sobre la de él, hablando de estar «juntos» aunque fuera en una investigación. Esta ola no podía dejarla escapar. Era el momento de cabalgarla. La vida es surf. (págs. 168-169)


En definitiva, una novelita de piscina, de aeropuerto, de recepción de complejo de apartamentos, que puede abandonarse en cualquier momento sin cargo de conciencia; eso sí, con pretensiones (¿qué novela, qué autor/a no las tiene?), en este caso de denuncia de la manipulación transgénica de los alimentos por las grandes corporaciones transnacionales, pero que se queda a medio camino, qué digo, al cuarto de cualquier cosa que hubiese pretendido. 

Estas novelas tienen su público, sin duda, y probablemente sea más legible y digerible que otras muchas que circulan por ahí y que han recibido elogios aún más encendidos (sí, es posible) que los recibidos por esta. Ya verán Vds. si se conforman.





(*) Denominación que he encontrado en un hilo de Facebook para los encargados de perpetrar el maravillosismo en las fajas de las portadas de las novelas.






No hay comentarios:

Publicar un comentario