jueves, 7 de septiembre de 2017

'Las espiritistas de Telde', de Luis León Barreto

Como habrán podido apreciar, en este blog no siento especial urgencia por comentar las novedades editoriales ni me veo impelido a seguir la corriente de modas o géneros. Por el contrario, me gusta tener un ojo en la actualidad y otro en el pasado, sobre todo en aquellas obras de las que siempre oí hablar y nunca me decidí a leer, ya sea por llevar la contraria o por simple pereza. No obstante, en este momento de la vida, me gusta abordar, en ocasiones, obras clásicas o que pertenezcan, por lo que sea, al repertorio de lecturas obligadas si se quiere conocer la literatura canaria, española, mundial, etc. Tal es el caso de Las inquietudes del Hall o, como es el caso de esta reseña, de Las espiritistas de Telde. 

Suele ser común que determinadas obras, una vez entran a formar parte del canon literario, se blinden ante toda crítica. En algunos casos, no es que resulten invulnerables, sino que, simplemente, no se vuelve a hablar de ellas y caen en un olvido apacible. Ante otras, solo cabe el elogio o un silencio que a veces aparenta ser respetuoso, aunque no hayan sido leídas por casi nadie. Así pues, surgen varias cuestiones respecto de un canon: ¿es el resultado del poso histórico que ha dejado el consenso más o menos generalizado de críticos y lectores? ¿Es producto del esfuerzo de medios de comunicación afines al escritor de turno, por lo que es posible que no dure más que unas décadas? ¿Son, en relación con lo anterior, todos los cánones mera cristalización de relaciones de poder en el mundillo literario-cultural? ¿Cuál es el papel de las administraciones públicas? ¿Qué pintamos los lectores en todo esto?

Es difícil negar que la obra que nos ocupa esta vez, Las espiritistas de Telde, forme parte del canon literario canario, aunque tal vez sea por mera insistencia. El mismo autor, posiblemente uno de los novelistas más entrevistados de Canarias, se encarga de recordárnoslo cada vez que puede, orgulloso como está de la novela, traducida, según sus propias palabras a cinco idiomas: "Las espiritistas le debo mucho; se ha publicado ocho veces en español y tiene cinco traducciones: rumano, alemán, inglés, italiano y francés." 

Nada que objetar: forma parte del sentido común local que, en Canarias, si a un/a escritor/a no se le ha traducido alguna vez al rumano, no es nadie. Diría que Rumanía posee ese punto exótico (hispanocéntricamente hablando) que otorga prestigio en tertulias resabiadas y en suplementos culturales con ínfulas. Como si el inglés o el francés fueran demasiado normales. Por otro lado, y a título de curiosidad, Luis León Barreto, aparte de los posibles méritos de una obra sin duda ingente, se colocó en el centro de la esfera pública (cultural y canaria, lo que significa que es muy pequeñita) hace unos años cuando declaró que las instituciones públicas no lo apreciaban mucho (no lo habían convocado para una firma de libros en la Librería del Cabildo de Gran Canaria) a pesar de que él era quien era. Provocó gran regocijo entre sus compañeros escritores, que se apresuraron a desmentir que se odiaran, ni mucho menos. Algunos, incluso, como Alexis Ravelo le ofrecieron su silla, etc. Mucho amor, en definitiva, y aquí no ha pasado nada.

Esto viene a colación porque me pregunto en qué medida y por qué un novelista (o artista en general) debería sentirse ofendido por la poca atención que le pueda dispensar el Cabildo o cualquier otra instancia político-administrativa. Digo yo, además, que si se es mundialmente famoso (incluso en Rumanía), poca importancia debería prestarse a los tejemanejes de un concejal de Cultura o a un encargado de una librería (por muy del Cabildo que sea). Es posible, por el contrario, que, como escritor, sepa León Barreto la importancia de los pequeños detalles, y que el olvido de un día signifique el ostracismo para siempre. Así pues, eso me conduce a pensar que el mal endémico de nuestro mundillo artístico-literario local es esa dependencia casi absoluta (salvo alguna excepción) de las dádivas de las administraciones en forma de conferencias, viajes, cursos, firmas, sinecuras, etc., que no puede sino conducir a la sumisión política, intelectual y artística al poder y a quienes los ejerzan en ese momento. En demasiadas ocasiones, es más fácil criticar a Trump, a Rajoy o al capitalismo posfordista que a la consejera/consejero de Cultura del Gobierno de Canarias o al concejal/a de la misma área de cualquier ayuntamiento.

Dicho lo cual, pasamos a Las espiritistas de Telde.





El crítico Ricardo J. Pérez, en Dragaria, se atrevió a escribir, sobre un poemario: "No sé qué decir del poemario Alētheia del sur de Iván Cabrera Cartaya. Si me gustan los poemas o si no me gustan; si son buenos o no son buenos, eso menos." Lo singular no fue tanto esa duda posmoderna como la reacción del poeta cuyo poemario se reseñaba. En un hilo de Facebook mostró su indignación por lo que consideraba una falta de respeto, como mínimo. A continuación, claro, gran alboroto. Ya se sabe que en Canarias si el crítico es crítico, mal asunto. Incluso si la crítica es tibia, incluso si se acaba diciendo que no parece malo del todo el poeta de marras ("un poeta muy interesante"), igualmente se convierte en hereje, potencial galeote. En nuestra Comunidad, la única crítica posible en público es el ditirambo, por muy flatulento que sea. 

Saco a relucir lo anterior porque, según me adentraba en la lectura de Las espiritistas, y que conste que la comencé con buen ánimo y óptima disposición, no sabía si me estaba gustando o no. Hasta que, definitivamente, no. Ya pueden comenzar a rugir por la injusticia y el atropello, y el no hay derecho, hombre.

Vayamos a la novela, pues. Luis León Barreto se basa en unos aciagos y luctuosos hechos acaecidos en Telde, en los que se mezclaron curanderismo, superstición, ignorancia y enfermedad. La novela, en esencia, es la investigación por un periodista de ese crimen perpetrado en 1930, en el seno de una familia venida muy a menos tras el paso de las generaciones.

 A mi parecer, es una historia (o más bien tres) escrita de un modo un tanto atropellado, pero que al mismo tiempo consigue volverse aburrida. La parte digamos histórica, la narración de la decadencia de las sucesivas generaciones de los Van de Walle, interesa hasta cierto momento en que, quizá por el apuro en llegar al corazón de la trama, esta pierde solidez, los personajes dejan de tener cuerpo y personalidad y se quedan en meros nombres que, debido a lo anterior, confundimos unos con otros. No, precisamente, como en la saga de los Buendía en Cien años de soledad, cuya densidad narrativa no tiene nada que ver con la endeblez del relato de Barreto. Sin embargo, esta parte tiene su atractivo (con una riqueza verbal a ratos meritoria) de la que carece, por el contrario, la del escritor peninsular en destacamento, que se esfuerza por describir la capital y otras zonas de la isla con forzada verborrea. Por otro lado, la parte de las sesiones de curandería con el Cubano y la muerte de la niña Ariadna, aun con escenas potentes y bien descritas, da la impresión de surgir de la nada, pasando por alto cómo esa familia de rancio abolengo reniega de la medicina oficial y se entrega a prácticas de santería. El caso es que parece que tenemos que aceptarlo porque sí, lo que no suele ser buena estrategia en una novela (ni en casi nada). Además, aunque las tres historias deberían complementarse de manera natural, la impresión lectora que produce es de fricción, de crujido y de rechinamiento. Quizá falte pausa para enhebrar bien los planos de la narración y un punto de menor regodeo en el lenguaje. En todo caso, acepto el barroquismo, pero denme algo a cambio, por favor, pero que no sea ensimismamiento.

Podría entenderse que la creación del personaje Enrique López sirve al propósito de describir y analizar las complejidades de la sociedad canaria contempladas por un observador externo. Es todo un desafío, porque el autor, al ser canario, no sólo ha de hacer un extrañamiento sociológico-cultural para detectar esas peculiaridades que quiere poner de relieve, sino otro más: debe construir de modo convincente la visión de un madrileño, de un extranjero, al fin y al cabo. Sin embargo, este esfuerzo no logra su objetivo, y el personaje no consigue adquirir consistencia, se limita a ser un instrumento para amplificar la voz del autor, que, en realidad, tampoco tiene grandes cosas que decir. Es más grandilocuente que elocuente. A su lado, coloca a una nativa, Raquel, que apenas si es un sustantivo en las páginas, sin personalidad ni voz propia, mero remedo de Enrique, que no es más que remedo del propio Barreto. Sus excursiones investigadoras no suponen estímulos a la lectura, sino que acaban con la menguante paciencia del lector y los diálogos entre ellos parecen sacados de un repertorio de pensamientos trillados.

Un par de ejemplos:

Página 141.

Mientras trataba de reconstruir la historia casi cincuenta años más tarde Enrique López encontró temor. 
-Es normal: somos un pueblo cosmopolita que recibe al visitante, pero se recela de él -le había advertido Raquel. 
Aunque estaba acostumbrado a ganarse la confianza de sus fuentes, y a menudo lo conseguía, notaba que ciertas partes del relato se le escapaban. Todavía existía el producto lógico de los años de tabú en los cuales algunas cosas se habían extraviado. Por ejemplo, el afán de analizar para luego debatir y contrastar. 
-Estamos al final del siglo veinte -le replicó Enrique-. Son hechos muy conocidos, salieron en la prensa de la época. Incluso se publicaron en el extranjero. 
-No te asombres: ese afán de negar los acontecimientos y de no quererte comentar es una consecuencia de la civilización rural -insistió la joven-. Y de las invasiones, porque el enemigo siempre llega por el mar. 
Había venido por el agua pero se había quedado en aquella punta emergida del ubérrimo continente que llegaba hasta Egipto y habría sido cuna de ciudades donde florecieron las artes. Todo el subsuelo está todavía sometido a fuerzas descomunales y quizá en miles de años acaben de asomar a la superficie nuevas cumbres que confirmarán la teoría. Entonces las ruinas tragadas por el océano volverán a la luz. 
-De todas formas esto se parece a un sueño -dijo Enrique mientras conducía distraídamente-. Esa vegetación, ese transcurrir lento del tiempo, esa calidez. 
Cualquier forastero aprecia el clima más benigno que pudiera imaginarse sobre la faz del planeta. Nación de la fortuna cantada por los clásicos -pensaba. 
-Gente noble y trabajadora. Demasiado emocional quizá, por un maternalismo excesivo. y el que viene percibe que aquí todavía se pueden hacer las Américas -añadiría Raquel.


Página 154.


-Las Palmas es una ciudad-terraza como San Francisco, con condiciones espléndidas entre dos bahías. Eso dicen los arquitectos, aunque entre todos la hemos cortado a cachitos -dijo Raquel apoyada en la baranda metálica que da vueltas; puedes quedarte girando como un trompo en la terraza mientras contemplas el cielo y abajo la lámina sucia del agua, rompiéndose la luna en mil badajo. 
-Pero tiene fuerza. Y la isla desprende la misma sensación de paraíso que pudieras encontrar en el Caribe: la suavidad de la gente, la belleza del paisaje y la explosión de luz. La mejor terapia para quien viene de la gran ciudad, creeme (sic) -dijo él. 
-Quizá sea como un Ave Fénix dispuesta a remontar el vuelo en cualquier instante -añadió Raquel. 
Jardín y cloaca fabricados a toda prisa, sahumerios para ahuyentar el conocimiento de otros mundos allá donde el horizonte es línea tan finísima que nadie pudiera deducir si ha de convertirse en la entrada del cielo y del purgatorio (...).



Asimismo, hay que señalar (aunque supongo que, ya que es una obra de referencia en Canarias, alguien se habrá percatado antes) el irritante descuido en que incurre el autor en lo que se refiere a la coherencia en el uso de los tiempos gramaticales, por decirlo con suavidad.

Un par de ejemplos (la cursiva es mía):


Página 51.


-Pero yo sé de uno que se va a calentar pronto. ¿Te imaginas unas playas con sol, whisky de marca y unas chavalas de aquí te espero? -dice Santiago Areal, su vecino de mesa, especializado en documentación. 
-No caerá esa breva -responde Enrique cuando abre las gavetas, levanta la tapa de su máquina de escribir y coge la Hoja del Lunes para ver en qué lugar queda el Atlético. 
-Vaya partido el de ayer, eh -dijo Santiago-. Si es que pincháis en el peor momento.

Página 70.

Juan Camacho rociaba el cuarto con agua de colonia y esparcía incienso en los cuatro puntos cardinales, pedía le trajeran el azufre por si era preciso expulsarle ese invasor (...). 
También solicitó una escoba para golpearle en las piernas, y la cesta de costura con agujas y leznas. 
Mientras se colocaba a la cabecera, retuerce la cabellera de Francisca. 
-¡Sal, perro maldito! -dijo después de dar pases magnéticos ante sus ojos entreabiertos, cubierta sólo con un camisón de muselina. 
Mandó extender sus brazos y ponerle el crucifijo de marfil en el pecho, y una lámpara de aceite en la palma de la mano derecha. Luego pronunció con energía el mandato: 
-Malos espíritus, malos seductores, salid a doscientas leguas de estos alrededores. 
Pone los ojos en blanco y el desconocido se aleja, ya está volviendo en sí. Limpian la saliva de entre los dientes y Jacinto dice alabado sea Dios, rezan el Credo y al final abre los ojos, la besan, ríen con ella. 
-Está libre porque el mal se asustó al contemplar las dimensiones de nuestra fe -afirmó Juan Camacho-. Por eso ha preferido ir a posarse en otro cuerpo, lejos. 
-Pasó el peligro -insiste Jacinto-. Ya vamos estando protegidos. 
-Tendremos pruebas más difíciles -concluyó Juan Camacho-. Pero las iremos superando.

Etc., etc., desde el principio hasta el final. ¿Errores de principiante? ¿Intento poco convincente de experimentación? Recordemos que el autor tenía alrededor de 31 años cuando publicó la novela y, aunque la industria editorial española es algo más antigua, la figura del corrector es una rara avis, cuando no directamente un estorbo o una complicación. Tampoco se nos puede olvidar que hay párrafos en el que el diálogo señalado por guiones sigue sin ellos y reaparecen al final, como el del campesino y Enrique López, en las páginas 121-122 quizá aspirando a algo parecido al flujo de conciencia o a un estilo indirecto libre. ¿Menudencias? Quizá. ¿Se lo puede permitir una obra que aspire al rango de Literatura, de Arte? Eso ya es más que dudoso.

En todo caso, resulta una mirada poco complaciente con Canarias, con Gran Canaria, en particular, tanto respecto del pasado lejano como del momento en que se escribió, lo que demuestra, todo hay que decirlo, cierto valor, tan acostumbrados como estamos a la idealización empalagosa o a la glorificación banal. No es poco, es incluso encomiable, al igual que el trabajo de investigación previo, que habrá sido hercúleo, pero me temo que no suficiente.

En fin, una novela que avanza a trompicones, que se empeña en abreviar lo interesante y en alargar lo tedioso, que llega en ocasiones a ser insoportable, con cierta artificiosidad en el estilo. En ningún momento llega a satisfacer las expectativas que la fama precedente había suscitado.



P.D. (I) Es posible, volviendo al asunto del canon, que su inclusión en él (aunque no se sepa muy bien por quiénes, tema para debate), y lo señalo como mera posibilidad, podría venir dada por el contexto histórico en el que una joven democracia, por así llamarla, en Canarias necesitaba renovar y afirmar una identidad en exceso folclorizada por el franquismo y en el que jóvenes literatos en aquel entonces como Luis León Barreto, Emilio González Déniz o Juan Manuel García Ramos, entre otros, ofrecían una nueva mirada a la sociedad (las sociedades) de las Islas, y fueron así recompensados con premios y galardones de todo tipo. 

P.D. (II) Aquí, un artículo de Juan José Delgado sobre la novela, y aquí otro que habla de maestría y tal.













3 comentarios:

  1. Muchas gracias, estimado compañero. Que hablen, aunque sea bien. Enhorabuena por tu blog.

    Luis León Barreto

    ResponderEliminar
  2. Quiero decir: Que hablen aunque sea para bien

    Lo contrario ya se presupone

    ResponderEliminar