miércoles, 20 de septiembre de 2017

'El verano de los juguetes muertos', de Toni Hill

A lo largo de estos meses en los que me he impuesto la dudosa tarea de reseñar novelas y cuentos, he comprobado lo exigente que esta puede llegar a ser. No es sólo leer Literatura, que no es poco porque no estoy leyendo todo el rato novelas brillantes ni de esas que el reseñador entusiasta dice siempre que enganchan desde el primer momento. Implica también leer sobre Literatura, que ya comienza a ser bastante, porque el análisis de la técnica literaria y de su historia revela esos "mecanismos de la ficción" de los que habla (por citar una lectura reciente) James Wood. Esos mecanismos que el lector despreocupado ignora y que tampoco necesita conocer para sentir el placer de la lectura. Al fin y al cabo, cómo crear un mundo ficticio coherente y autorreferencial, pero que, al mismo tiempo, depende y refiere al mundo real. Además, la lectura con fines de reseña obliga a un penoso cultivo de la paciencia: donde antes podía abandonar la lectura en las primeras cinco páginas, ahora debo leerme al menos cien. Siempre pienso que una novela que comienza de manera abominable puede mejorar. Hasta ahora, eso no ha ocurrido. 

Además, como leo varios libros a la vez, no todos de Literatura, las comparaciones, inevitables, suelen producirme desaliento, toda vez que es precisamente lo que tengo la intención de reseñar lo que me parece más desdeñable. Preguntarán, ¿por qué? Pues porque resultaría algo ridículo, a estas alturas, reseñar El Quijote o Guerra y Paz, por ejemplo. No porque tenga que gustarnos de manera obligatoria, sino porque ya hay tanto escrito que lo máximo que podría apuntar sería una anécdota de lectura o la cita de una cita. También, llevaría demasiado trabajo una reseña de un libro de sociología o antropología en el que su valía depende mucho menos de su estilo que de su valor cognitivo, de la comprobación de sus hipótesis, de la validez del método empleado de investigación, etc.

Uno se encuentra, de modo permanente, en encrucijadas.

Veamos el caso que nos ocupa hoy: El verano de los juguetes muertos, de Toni Hill.





Para comenzar, debo reconocer de forma pública que simultaneaba la lectura de esta novela con El camino del tabaco, de Erskine Caldwell. Y Caldwell es mucho, pero mucho, aunque no diría yo que la traducción que manejo sea redonda. Además, comencé Tristes trópicos, de Claude Lévy-Strauss. Como podrán suponer, muy buena tenía que ser esta novela para prestarle toda mi concentrada atención, no ya exclusiva. Y no lo es, en absoluto.

El verano de los juguetes muertos comienza con unos capítulos desoladores, por lo re-visto y re-escrito: un inspector de los Mossos d'Esquadra, Héctor Salgado, se reincorpora al servicio tras unas vacaciones forzosas. La razón es haberle dado una paliza a un sospechoso de un asesinato de una joven inmigrante y al que se le presumía también la pertenencia a una red de trata de mujeres y proxenetismo. Al inspector no se le suspende ni nada, pero, venga, vale, el personaje no pudo evitar sentir rabia y tal, se le tiene mucho aprecio, y a la prensa no le interesa airearlo demasiado, etc. Un viva muy grande por los derechos fundamentales. También tenemos la llegada de una nueva agente de policía que al parecer es muy brillante, tiene un gran currículo (aunque es nueva) y fue la número uno de su promoción. Parece ser que las nuevas agentes de policía no pueden ser las número cinco ni la doscientos veintiséis de las dichosas promociones, no. Tienen que ser la número uno, no vaya a ser que como todos los lectores, hombres y mujeres, somos machistas sin saberlo vayamos a pensar que las pobres son unas zoquetas de cuidado. Debe de ser, en el plano político, lo que en gramática se denomina ultracorrección.

Después tenemos esa manía de escritor primerizo, por no decir de segunda categoría, que no deja en paz al lector, que se ve en la obligación de cogerle del brazo para que cruce las páginas, no vaya a ser que le dé por imaginar y se le descarríe. Así pues, no hay sustantivo sin adjetivo ni verbo sin adverbio o sin complemento circunstancial: "Se secó con vigor y notó con fastidio" (p.15), "esbozó una sonrisa irónica", "su mano derecha buscó el móvil", "risa apagada", "súbito brillo" (p.16), "lo miró con odio" (p. 17), "le observó con el ceño fruncido"(p. 18), "se encogió de hombros casi imperceptiblemente" (p. 20), "lealtad inquebrantable", "voz alta y deliberadamente desdeñosa" (p. 21), "comentarios sarcásticamente feministas" (p. 22), etc., por toda las escenas. Como se puede apreciar, colindan con las frases hechas, pero que muy hechas. 

Tenemos, asimismo, para estimularnos, este apasionante primer párrafo del primer capítulo:

Apagó el despertador al primer timbrazo. Las ocho de la mañana.Aunque llevaba horas despierto, una súbita pesadez se apoderó de sus miembros y tuvo que hacer un  esfuerzo para levantarse de la cama e ir a la ducha. El chorro de agua fría disipó el embotamiento y se llevó consigo una parte de los efectos del desajuste horario. Había llegado la tarde anterior, tras un interminable vuelo Buenos Aires-Barcelona que se prolongó aún más en la oficina de reclamación de equipaje del aeropuerto. La empleada, que en una vida anterior seguro que fue una de esas sádicas institutrices británicas, consumió sus últimas dosis de paciencia mirándolo como si la maleta fuese un ente con decisión propia y hubiese optado por cambiar a ese dueño por otro menos malcarado.

Eso no es todo. Le sigue este otro:

Se secó con vigor y notó con fastidio que el sudor se le insinuaba ya en la frente: así era el verano en Barcelona. Húmedo y pegajoso como un helado deshecho. Con la toalla enrollada a la cintura, se miró al espejo. Debería afeitarse. A la mierda. Volvió a la habitación y rebuscó en el armario medio vacío un calzoncillo que ponerse. Por suerte, la ropa de la maleta extraviada era la de invierno, así que no tuvo problemas para encontrar una camisa de manga corta y un pantalón. Descalzo, se sentó en la cama. Respiró hondo. El largo viaje se cobraba su precio; tuvo la tentación de volver a acostarse, cerrar los ojos y olvidarse de la cita que tenía a las diez en punto, aunque en su interior sabía que era incapaz de hacerlo. Héctor Salgado nunca faltaba a una cita. "Ni aunque fuera con mi verdugo", se dijo, y esbozó una sonrisa irónica. Su mano derecha buscó el móvil en la mesita de noche. Le quedaba poca batería y recordó que el cargador estaba en la dichosa maleta. El día anterior se había sentido demasiado agotado para hablar con nadie, aunque en el fondo quizá esperaba que fueran los otros lo que se acordaran de él. Busco en la agenda el número de Ruth y permaneció unos segundos mirando la pantalla antes de presionar la tecla verde. Siempre la llamaba al móvil, seguramente en un esfuerzo por ignorar que ella tenía otro número fijo. Otra casa. Otra pareja. Su voz, algo ronca, de recién levantada, le susurró al oído: 
-Hector...(...) 
La economía en la escritura, y en la comunicación en general, es algo que agradezco. Quizá es una manía, un defecto a partir del cual no se puede universalizar una regla. Pero, me pregunto, ¿para qué atiborrar al lector con información superflua y redundante? ¿Para qué estar acogotándole en vez de dejarle espacio? Por no hablar de ese paso del autor omnisciente al estilo indirecto libre:"seguro que fue una de esas sádicas institutrices inglesas" o "A la mierda". En fin, Toni Hill no pasará con esta novela como un estilista del idioma. Y estamos hablando sólo de página y media.

Así, a vuelapluma, ofrezco gratis una versión alternativa, que no es que sea yo García Márquez, pero al menos (creo) no produce hastío.

"Se despertó y recordó que tenía una cita a la que no podía faltar, por mucho sueño que tuviera. Después de ducharse, seguía sintiendo calor: Barcelona es así, no como Buenos Aires, de la que había volado ayer mismo. En algún lugar ignoto entre ambas ciudades estaría su maleta. Decidió llamar a Ruth, su exmujer."

De nada.

De las 120 páginas que he leído, y ahí se termina para mí la experiencia, solo puedo decir que los personajes están descritos como si hubieran rellenado unas plantillas. El joven astuto, la joven asustadiza, la madre resabiada, el señor muy católico, el duro policía con atormentada vida personal, la audaz e inteligente agente de policía, etc. Los diálogos oscilan entre lo afectado, pasando por lo cursi a, en el mejor de los casos, a lo meramente funcional (sirve para informarnos de algo). Respecto de historia, cosas peores he leído. Es decir, hay subtramas que se cruzan, muertes, investigación de asesinatos, etc., y no parece que sean incoherentes o se contradigan. En todo caso, lo que quiero resaltar es que, sin estilo, para qué queremos una novela. Bien nos valdría un reportaje de sucesos de cualquier periódico de provincias, ya que los de tirada nacional están todos desacreditados. ¿Dónde está el trabajo en la frase, en la palabra? ¿Dónde está el interés por llevar el lenguaje al extremo, de afilarlo, o, si no queremos ser extremistas, por conseguir que sea una herramienta de descubrimiento del mundo, del ser humano? ¿Qué es esta novela sino otra historia más sin mayores miras que el entretenimiento, objetivo que, además, no consigue?

Creo que, en general, se ha renunciado a esa búsqueda de ampliar el campo de nuestra experiencia vital. Lo que prolifera, en cambio, es la etiqueta: en este caso, novela negra, novela negra mediterránea (frente, fíjense, a la novela negra nórdica), thriller, o lo que sea. Pluralidad de etiquetas: uniformidad del estilo, estancamiento artístico, mediocridad novelística, conformismo lector.

Parafraseando a Kundera, encuentro que historias hay muchas, hasta demasiadas, contadas de peor o mejor manera, pero novelas hay menos. Y dentro de las novelas, no parecen tampoco tantas las que amplían el campo de nuestro conocimiento moral y vital. A veces, tengo la impresión, y perdonen la metáfora, de que la literatura española (y canaria) no es más que un campo árido donde solo crecen matojos que se hacen pasar por espigadas palmeras. No desespero, sin embargo, y continúo con la búsqueda. No es que no haya ningún Vargas Llosa más (con el que tenemos, ya es más que suficiente), es que parece que aquellas personas con ánimo de escribir (con las excepciones correspondientes) no aspiran a nada más que a formar parte de la cadena de la industria cultural y a ser cómplices del marketing, tanto más abyecto y empalagoso cuanto menos talento exista. Así les va.




P.D. En mi habitual apartado de reseñas entusiastas hasta el paroxismo, aquí les dejo esta y esta. Esta, no, para variar.



2 comentarios:

  1. "sin estilo, para qué queremos una novela", "no aspiran a nada más que a formar parte de la cadena de la industria cultural y a ser cómplices del marketing,". Me parece alta pretensión lo de "ampliar el campo de nuestra experiencia vital", pero como mínimo poner un poco de empeño en tratar de hacer algo diferente, en distinguirse de alguna manera, en no ser otra gota más; aunque no se consiga, que se perciba ese empeño ya es meritorio.
    Es un comentario redundante, pero quería dejar constancia de mi lectura, que siempre (bueno, siempre no) se agradece.

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  2. Claro que se agradece. Y en lo tocante a las pretensiones, que sean altas, altísimas, a ver qué sale. Para las bajas, siempre hay ocasión. En demasiadas ocasiones, además, ni siquiera noto "el empeño en tratar de hacer algo diferente" que, estoy de acuerdo contigo, ya sería meritorio. También puedo estar equivocado, claro.

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